Mª Teresa Vera
fue una de las grandes figuras de la vieja trova cubana. Sin embargo, a pesar
de que alguna vez habré tarareado alguna
de sus canciones –muy difundidas gracias al extraordinario disco
antológico de Buena Vista Social Club- no he sabido de ella hasta hace bien poco
tiempo. Nació en Cuba, en la choza de su madre esclava, poco antes de la
debacle colonial del 98. Bien temprano se fue a servir a Guanajay, a casa de
Guillermina Aramburu, jovencita cultivada e inquieta de la alta sociedad, hija
de un influyente periodista de postín, con la que, más allá de lo estrictamente
laboral, mantendría durante toda su vida estrechos vínculos afectivos.
Guillermina se casó
con Armandito Valdés, un golfete
mujeriego y ricachón procedente de Pinar
del Río, al que acogió la familia Aramburu después de que los Valdés, hartos de
las correrías del muchacho, le expulsasen de casa cuando, una mañana, apareció
por la puerta sin camisa, sin mula y sin silla de montar, malogradas a consecuencia de una de las habituales timbas de cartas que se celebraban en los tugurios de Playa Dayanigas.
Armandito y
Guillermina mantuvieron durante veinte años
un largo idilio del que surgió una familia con cuatro hijos, de manera que
el mozalbete apuesto y calavera que llegó con lo puesto a Guanajay, se
convirtió, gracias a los naipes y al amor,
en un hombre de provecho, responsable de la construcción de muchas de
las vías de transporte del país.
Después de dos
décadas de apacible vida en familia, Guillermina supo que su querido Armandito gozaba
de los favores de una amante. La dulce Guillermina se sumió en la desolación.
Soportó paciente y en sufrido silencio el dolor diario de la traición. Sin embargo, esta mujer bella, culta y amante de la música, tenía que desahogar de algún modo la tristeza y la decepción, de manera que una
noche sofocante, insomne, ya derrotada y desesperanzada por no poder recuperar
los afectos de su amado, escribió dieciséis versos hermosos y abatidos; versos como gritos que cubrió con música y que acabaría entregando a su amiga Mª Teresa, a la que pidió que no desvelase la autoría
hasta después de su muerte.
En muy poco tiempo la canción se convirtió en un
clásico de la música cubana, interpretada desde sus inicios por la misma Mª
Teresa Vera, quien guardó el secreto pesar
de la dulce y triste Guillermina.
Como decía, he
sabido de esta historia hace bien pocos días: Escuché por primera vez a la
joven cantante Silvia Pérez Cruz cuando ponía la voz a las coplas que
interpretaba el trío “Las migas” en un concierto que ofreció en el pueblo donde
vivo, hace ya unos cuantos años. Después volví a saber de ella porque había sido
nominada por El Periódico de Catalunya como candidata a catalana del año junto a 9
personas más. Sentí curiosidad por conocer los méritos de que era deudora, pues
compartía candidatura con Jordi Évole, la monja Lucia Caram, el ginecólogo
Eduard Gratacós, el músico Jordi Savall, o el director de Médicos Sin Fronteras
Joan Tubau, entre otros.
Durante mi
investigación fui a dar con un video en Internet que me ha obsesionado desde que lo vi, y que a día de hoy me ha producido tantos
nudos en la garganta como lágrimas inconfesadas.
Todo sucede en
una taberna de pueblo; una taberna más bien espaciosa, con visos de haber sido
en algún momento de su historia un casino
provinciano. La parroquia del bar la componen hombres de edad avanzada, jubilados,
ancianos o no tan ancianos, que después de comer continúan con la costumbre de
tomar el cafelito y echar la partida
junto a sus paisanos. Silvia y el
guitarrista que le acompaña, (su padre, Cástor Pérez) se encuentran sentados
entre los parroquianos, que mueven las cartas y el dinero sobre el fieltro verde como cualquier otro día, sin percatarse o sin
hacer mucho caso de los intrusos y
obviando los primeros acordes de
la guitarra de Cástor, como si cada día que juegan sucediese lo mismo, expresando de ese modo la
indiferencia de la costumbre; o como si en realidad no estuviesen, o no le es
oyesen y se tratase de dos almas invisibles que ocupan una
mesa que parece estar vacía pero en la que nadie se sienta porque de algún modo
se intuye una presencia inadvertida. Cástor introduce la canción y canta, con delicadeza y cierta timidez, los primeros versos acompañándose de su
evocadora guitarra
¿Qué te importa que te ame
si tú no me quieres ya?
el amor que ya ha pasado
no se debe recordar
Fui la ilusión de tu vida
Un día lejano ya
Hoy represento al pasado
No me puedo conformar
si tú no me quieres ya?
el amor que ya ha pasado
no se debe recordar
Fui la ilusión de tu vida
Un día lejano ya
Hoy represento al pasado
No me puedo conformar
Simultáneamente unas cuantas parejas de manos artríticas,
tiznadas por las manchas de los años, pero lo suficientemente ágiles todavía como para
sostener con gran pericia profusos abanicos de naipes, se enfrentan sobre los tapetes,
como cada día, convocando así al azar a tomar nuevas decisiones. La canción
poco a poco se abre paso entre los viejos tahúres de la cantina,
aunque nadie parece percatarse ni de los bellos acordes que pulsa Cástor, ni de
la voz aguda, hermosa y sentida, expirada hacia el aire tabernario con cierto
aire doloroso, que empieza a elevarse y a ocupar toda la atmósfera del local.
A pesar de todo, Silvia y su padre cantan e interpretan una canción entre hombres a los que tan solo parece preocupar el
arrastro contundente del contrincante, o la seña subrepticia del compañero. Es como si los músicos hubiesen
adquirido el don de la invisibilidad, como si la materia de que están hechos no
tuviese cabida en ese espacio en el que lo único que parece importar es la
conjura del tiempo a través del juego. Solamente algún soslayo aislado, alguna mirada
furtiva, parecen advertir la existencia de quienes interpretan la canción, pero
por lo precipitado de esos gestos, da la sensación de que hubiesen visto una aparición,
una imagen fantasmal, la sombra de una aparición y los restos lejanos de un eco.
De repente, una fotógrafa irrumpe en la escena y dispara su cámara hacia
Silvia, pero ni si quiera esta invasión- una prueba irrebatible de realidad, quizá
un intento vano de eternizar el instante- arranca de su principal preocupación a la
concurrencia.
Si las cosas que uno quiere
Se pudieran alcanzar
Tu me quisieras lo mismo
Que veinte años atrás.
Con qué tristeza miramos
un amor que se nos va
-es un pedazo del alma
que se arranca sin piedad.
Se pudieran alcanzar
Tu me quisieras lo mismo
Que veinte años atrás.
Con qué tristeza miramos
un amor que se nos va
-es un pedazo del alma
que se arranca sin piedad.
Sílaba a sílaba, nota a nota, ante la mirada enternecedora de
Cástor, Silvia ha ido meciendo la pena de amor hasta rozar en
quejidos el grito, hasta transformar el lamento en sentencia, hasta convertir la experiència del tormento en verso.
Entonces, cuando ya le queda poco a la canción para morir, algunas miradas se dirigen
hacia ella. Son miradas bobas, miradas
chafarderas; miradas que parecen no entender lo que sucede; a lo sumo, miradas de
cierta admiración ignorante, lo suficientemente indolentes como para no expressar más que un gesto de
sorpresa desedeñosa. Al final, cuando
la inclemencia cierra el salmo, algunos parroquianos aplauden y Silvia da las
gracias y pide perdón.
He visto este vídeo innumerables
veces. Me emociona y me acongoja. Me produce el síntoma del llanto, porque
me invade una sensación irrafenable de tristesa,
nostalgia y melancolia. No lo puedo evitar. A pesar de que no lograba conectar
la canción con el escenario, a pesar de que no hallaba el sentido de disponer la voz, la música y los versos de Guillermina
Aramburu entre viejas mesas de naipes; a
pesar de mi ignorància -o gracias a ella- el desconsuelo, un desasosiego placentero y la
inquietud que nos conmueve ante algo bello me empujaban a ver una y otra vez las
imágenes que acabo de describir.
Hasta que me decidí a buscar
el origen de todo. MªTeresa Vera, Guillermina Aramburu, Armandito Valdés, una nueva mala mano en Playa Dayanigas, el destino que aguarda en
Guanajay, el espejismo de una vida
feliz, la mentira, el engaño, el dolor oculto, la decepción, la tristeza de un
amor traicionado y la expresión desolada y certera
del desamor en unos versos que fielmente
conservaron su anonimato con la finalidad
de la salvaguarda de las apariencias pero con insospechada vocación colectiva.
Por eso, por todo ello, ahora sé que
Silvia Pérez Cruz no es más que la voz de Guillermina Aramburu que a través de
los años por fin puede cantar en primera persona su drama; el grito acompañado
de una guitarra que lanza el despecho y la verdad a los tahúres, a los hombres tramposos; el corifeo impasible y justiciero que logra colocar al guapo
Armandito en su justo lugar, el lugar del engaño, de la traición y de la certeza
que siempre halla el medio con que
desmentir las ambigüedades y los malabarismos del azar.
2 comentarios:
Interesante historia.
Mucho más interesante es cómo la cuentas.
¡Saludos, Juan!
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