Lars Von Trier es un artista controvertido: Ésta es una
frase inflada, rellena de tópico
periodístico hasta las trancas, igual que un pavo americano el día acción de
acción de gracias; igual que la realidad corpórea de una virgen de Semana Santa. Es ese tipo de
frases que sacan de un apuro al periodista vago, inepto, lego, novato o mal
pagado. Y sin embargo Lars Von Trier lo
es. O te gusta o no te gusta. O lo odias o lo amas. Te levantas de la butaca
antes de terminar el cartón de palomitas
o te olvidas de ellas y te sorprendes a media proyección con la sal de las
lágrimas en la boca.
Como mínimo, tres de las
películas de Von Trier tienen un denominador común, que es lo mismo que decir
que esas tres películas en realidad son
la misma película, lo cual ni es bueno ni es malo, sencillamente es así, y a
quien le guste que las vea, y a quien no que se quede en casa: siempre hay en
sus historias una figura pura, buena, de bondad tocada por la santidad, habitualmente
femenina; una especie de virgen posmoderna que en la primera mitad de la
cinta ofrece al espectador y al mundo
que la rodea un ejemplo tras otro de docilidad,
generosidad, tolerancia, ingenuidad y magnanimidad proverbiales, nombres todos ellos pertenecientes a la estirpe de
los adjetivos pero que transmutan en carne sustantiva por obra y gracia de los designios
de su dios creador. ¡Ah, estos tiempos de mística! ¡Ah, estos momentos
de la sangre y del sacrificio! ¡Ah, estos días de misterios oscuros y dolor púrpura!.
Lars Von Trier debe conocer España. Quiero decir que la debe
conocer bien. No solamente el Kursaal, La Concha y El Peine del viento. De
hecho cuentan las leyendas urbanas que
se le ha podido ver enfajado y empañuelado soportando el peso de algunos pasos andaluces. Otras fuentes dirigen los
rumores hacia un rincón estratégico del
ayuntamiento de Elche, donde parece
haber sido visto apuntando las frases del alcalde esquizofrénico que en Jueves
Santo cree ser Poncio Pilatos. También
hay quienes se atreven a identificarlo como el Jesús de Esparraguera, pero
solamente en la escena en la que avanza
lenta y humildemente sobre el
borriquillo en la entrada triunfal a
Jerusalén bajo un bosque de palmas enfervorecidas. Finalmente, los más osados
aseguran haber visto fotografías del bueno de Lars aporreando el tambor en la rompida de Calanda; dicen que para acercarse a los orígenes y la
idiosincrasia que vio nacer y crecer al maestro
Buñuel, el auténtico y genuino inventor del dogma avant la image.
Yo, la verdad, no encuentro
otra explicación a Dogville, Dancing in the dark o Breaking the waves. En las
tres películas se reproduce asombrosamente
la plantilla evangélica del advenimiento, fascinación popular, caída, tortura y
sacrificio- a manos de los mismos que la admiraron- de un ser cuya principal característica
se corresponde a la perfección con el
canon de la humilde bondad judeocristiana. Es el guión representado una y mil veces de modos y maneras diferentes en
las plazas penitentes de media España. Pero
ayer, víspera de la consumación mistérica en el que el Dios padre propicia la
inmolación del Hijo, se produjo en mí una de esas extrañas y contadas
revelaciones que uno puede experimentar en la vida.
Despanzurrado frente a la televisión y un poco cansado de
intentar hallar la explicación de cómo alguien pensó que Víctor Mature podía
ser actor, me dispuse a soportar los
sufrimientos del terrible viacrucis del zapping santo hasta que en la 1, la
pública, creí encontrar un espacio de meditación, debate, reflexión e
información.
En una mesa semicircular, moderada por una conocida presentadora,
siete opinadores muy bien informados,
elegantemente vestidos, de expresión impecable y tono absolutamente democrático, despellejaban sin
piedad a Ada Colau, mujer presente en la
misma mesa que hasta hacía dos días
escasos y desde hace ya unos meses había
sido alzada a los altares de la opinión pública por liderar y asumir la
portavocía de las cientos de familias desahuciadas y sacar hacia delante una ley popular que
permita la dación en pago. Como resulta que la ley que van a redactar la
cuadrilla de hijos de puta que continuadamente dormita, estafa y prevarica en
el Congreso de los Diputados de los cojones no es más que una torrija mojada en leche, un jartón de reir en las caras de las víctimas
que padecen la dictadura financiera, algunas decenas de miembros de la plataforma de la que forma parte Ada
Colau decidieron llamar la atención de alguna de sus graciosas señorías
concentrándose pacíficamente frente a los portales de sus casas para explicarles megáfono en ristre lo injusto de la situación que ley democrática actual les obliga a hacer frente.
Terrorista, camisa parda,
fascista, nazi, antisistema, antidemocrática, kale borroka, etarra, batasuna
han sido alguno de los apelativos con que los tertulianos de ése y otros programas
han obsequiado a la buena mujer. Ganarle a la Colau un pulso dialéctico es mucho ganar. De hecho, ni la cátedra de
mierda del profesor universitario
sabihondo, ni la experiencia mediática de algunos, y la mala hostia demócrata de otras
pudo rebatir ni de lejos ninguno de los argumentos aducidos por ella. Como
Jesús frente a Pilatos, Grace frente a Dogville, Selma frente el juez Mantle o Bess ante
los calvinistas escoceses.
Razón y sinrazón, bondad y perversidad, cinismo y heroísmo, Hobbes versus
Rousseau, lección vital universal, bíblica, dogmática, transformada por el azar
del calendario en la mejor escena patria del escarnio público que nadie pueda haber
imaginado para una perfecta y recogida velada de Semana Santa española.
Por si
alguien no lo recuerda, las hijas de Von
Trier no resucitan.