La Historia, según Walter
Benjamin, es ese ángel de fealdad
inquietante que pintó Paul Klee y que el
pensador alemán colgó en la pared de su habitación porque le sugería una
criatura huyendo de algo
horrible, aterrorizada ante semejante horror.
Angelus novus se caracteriza por un rostro de grandes ojos que mira fijamente
hacia el pasado, en el que tuvieron lugar tal número de catástrofes que han
llegado a formar una gran montaña de ruinas a sus pies, producto del movimiento de sus alas. El ángel –pobre
diablo- desearía detenerlas, pero no puede porque desde el paraíso del que procede sopla el incontenible huracán del progreso que le empuja inexorablemente
hacia el futuro generando esa monumental escombrera, tan alta, que llega al cielo.
Como vemos, Benjamin no
era precisamente un pensador optimista. Su alegoría es tan terrible como el
rostro del ángel. Entiendo que el
contexto histórico de guerras y muerte
masiva en el que escribió le influyó poderosamente. Sin embargo, afirmar que la humanidad debe pagar el precio
de la muerte, del dolor y de la destrucción para progresar, contiene algo del cristianismo
o del islamismo más recalcitrantes, que ofrecen el paraíso después del
martirio, o si se me apura, de algunos
de los personajes de Dostoievski, que necesitan vivir en el infierno para ganarse la redención y el consuelo.
De cualquier modo, sea
como fuere, en mi opinión, la metáfora
del ángel de la Historia contiene una gran belleza, precisamente porque es
trágica, de un dramatismo sobrecogedor; porque a pesar de que su voluntad es la
contraria, el ángel no puede dejar de extender sus alas y agitarlas, dejando
tras de sí infamias, atrocidades y devastación. De ahí su rostro desfigurado en
una espeluznante mueca que expresa en toda su esencia el calvario y la desdicha
de su cometido. Parece rogar a su creador: “¡Señor, aparta de mi este cáliz,
o destrúyeme!”.
Yo no voy a dar a nadie
ni lecciones de Historia ni de filosofía
de la Historia, entre otras cosas porque estoy seguro de que mi admirado ángel volaría sin pensárselo
desde Oriente Próximo -que allí es donde probablemente se halla estos días- hasta el mismo
portal de mi casa para acabar conmigo y con mi ignorancia. Pero como mi atrevimiento no respeta la más mínima compostura, no me resisto a decir que los protagonistas del pasado jamás
pensaron en sus vicisitudes cotidianas como objeto de interés prospectivo.
Quiero decir que a pesar
de que creamos que la Historia es la recolección, evocación e interpretación de sucesos y acontecimientos
fundamentada en documentos, imágenes o testimonios que acaecieron a nuestros
antecesores, los protagonistas de ese
pretérito jamás vivieron sintiéndose futuros objetos de estudio, a excepción,
claro está, de todos aquellos megalómanos que en el ejercicio de su actividad
artística, científica, empresarial, política o militar, actuaron frente al
espejo con la finalidad de alimentar sus
vanidades presentes y póstumas.
Y es que la posteridad para la mayoría de los mortales a lo sumo resultó ser la inscripción grabada
en una lápida que sus allegados leerían durante un par de generaciones, no para recodar los momentos de su existencia,
sino el día y el año en los que recibió
tierra.
Es decir, que la Historia,
en realidad, es una construcción humana del
presente, con mirada de presente, creada e interpretada por hombres del
presente. Al ser esto así, nada de lo que un sujeto experimentó el año pasado o
hace siglos es susceptible de considerarse Historia, porque su vivencia surge siempre en
la inmediatez de sus pasos sobre el tiempo de manera intransferible, sin
conciencia de huella en el porvenir. De modo que por mucho que se empeñen las
cátedras universitarias o Tito Livio, el
pasado no reside en la Historia. Ésta es una mera abstracción sumarísima gracias
a la cual fabricamos el recipiente en el que apretujar sin ninguna clemencia ni sensibilidad las
vidas de los miles de millones de seres humanos que en el mundo han sido.
Y si el pasado no reside
en la Historia, ¿Dónde encontramos a nuestros padres muertos? ¿Dónde las
señales que dejó su experiencia? En las tumbas, en las cenizas que se diluyeron
sobre las olas del mar o que durante breves segundos se dejaron llevar por el
viento hasta precipitarse sobre la piedra, sobre la tierra mojada de lluvia.
El pasado es vida muerta,
existencia extinguida, experiencia exhausta, y tan solo tenemos posibilidad de
evocarlo con la transmisión de la voz y
la palabra a través de los siglos y de
la memoria. En la Historia no hay memoria, ni la memoria puede ser de ningún modo histórica.
De hecho, la célebre expresión, lejos de parecer un vulgar
pleonasmo es un oxímoron radical, producto, una vez más, de malos entendidos,
lugares comunes y ante todo, la consecuencia de pretender birlar a
la gente su horas de vida para poder retractilarla y cargarla como fardos de
borra sobre plataformas ideológicas y
académicas. Así, una vez transformada en mercancía, es susceptible de
transportarse a través del tiempo, lista para su posterior consumo, según los
criterios del mercado, de la actualidad y de algunas voluntades perversas.
La memoria es la vida
dentro del alma. La memoria es aquel que
recibe de boca de alguien la narración de sus antepasados con el compromiso de
transmitirla a sus descendientes en una cadena solidaria que en la misma acción
transmisora vela por su pervivencia. La
memoria se vincula a lo privado, a la biografía de los próximos. La memoria es
la subsistencia de nuestros seres queridos, de nuestros amigos que dejaron el
camino, y también supervivencia de los
desconocidos a los que adeudamos un homenaje y nuestro reconocimiento por recordarnos
con su sacrificio quiénes fueron o son nuestros enemigos.
Si eso es la memoria,
entonces la memoria es la Historia.
Estos días se conmemora la liberación de Auschwitz y Mathausen. Cualquiera que desee saber cómo se sufría, se sobrevivía
y finalmente se moría allí debería leer los libros de Primo Levi. Los libros de
Primo Levi son Historia porque son memoria transmitida. Pero para poder abarcar
la Historia de la mayor barbarie humana de la que tenemos noticia, para
descifrar la verdad del sinsentido, del
dolor y del horror de ese sacrificio en el tiempo, deberíamos leer con los ojos del alma un libro escrito por
cada uno de los seis millones de mujeres, hombres y niños que fueron deshumanizados, sometidos y asesinados en campos de exterminio nazis.
Esa lectura de seis millones de libros sería la Historia.
Desde un tiempo a esta
parte, determinados personajes de demostrada mediocridad, a quienes de un modo insensato les hemos
regalado la responsabilidad sobre nuestros destinos, pretenden hacernos creer
que la Historia es una criatura binaria,
una competición, un dilema shakesperiano, un boleto de la lotería, un partido
de fútbol, una escritura notarial que permite
a su dueño ostentarla como si fuese de
su propiedad. La Historia vendría
a ser un ente de doble rostro que cuenta con dos perfiles muy definidos; algo
así como la cara de Julio Iglesias, que exige siempre a los realizadores de
televisión planos de su perfil bueno.
“Nosotros estamos del
lado bueno de la Historia”; “Ellos han escogido el lado malo de la Historia”,
afirman sin sonrojarse algunos
contendientes de la cosa política nacionalista española y catalana. Siglos y siglos de enseñanzas
han resultado inútiles para aprender que, a pesar de rezar y albergar la
certeza de que en el campo de batalla Dios
nos protegerá y nos facilitará la
victoria, mira tú por donde el enemigo también
reza… al mismo Dios. Así es que, para estos tipos, la
Historia ni siquiera es objeto de
disyuntiva, sino de soborno, o en el mejor de los casos, de seducción.
En un alarde de
ejemplar arrogancia traducen la Historia como el cumplimiento de sus objetivos
políticos, de tal manera que nosotros,
los ciudadanos, quedamos reducidos a peones o actores pasivos de sus decisiones y
sus ambiciones, en contraposición a los objetivos políticos del contrario, que
utilizará para su cumplimiento la acción, la confianza y la esperanza de otros
tantos cientos de miles de ciudadanos a través de un mensaje igualmente sectario, con la
promesa para ellos, sus hijos, y los
hijos de sus hijos, de colocarles, efectivamente, en el lado bueno de la Historia.
Me van a llamar alarmista,
o alguna cosa peor, pero plantear en estos términos los ideales políticos y el
modelo de sociedad, de convivencia y de progreso con el que se identifican
miles de ciudadanos, supone tanto como conformar las condiciones meteorológicas
adecuadas con las que se forme el viento huracanado que agitará las alas del pobre ángel de Paul
Klee, aumentando así el tamaño de la
ciclópea montaña de escombros.
Después vendrán los historiadores, escribirán la
crónica de lo que sucedió, las voces de los muertos enmudecerán y ni el miedo
ni la impotencia de quienes vivimos los hechos tendrán un lugar en sus libros
ciegos, porque nunca les interesamos nosotros, nunca les interesó la memoria.