Ante mí respira y mira triste, hacia la nada, el rostro de Virginia Woolf. Lo vi, me sorprendió, una mañana luminosa al final del invierno. Me sobresalté al verla en la página del diario que leía. Todo ocurrió en un destello, en un fogonazo de tiempo. Sentí una irrefrenable necesidad irracional de acercarme a un rostro tan desoladoramente bello necesitado del beso suave sobre sus labios perfectos, de la caricia en la mejilla limpia o de la mano cálida sobre la nuca desnuda.
A Virginia y a mi nos une un mismo final, por motivos bien distintos, aunque es posible que todos los suicidas tengamos en común un único y universal motivo. Pero esa es otra historia. La revelación que ahora explico no tiene nada que ver con la muerte. O al menos eso pensé al ver el retrato de Virginia. Tiene que ver con la belleza. Fue un impulso sobre la sangre, la palpitación súbita, el temor o el deseo de que de un momento a otro Virginia Woolf volviese la cara hacia mi y me cubriese para siempre con la insondable oscuridad de sus ojos. Quise averiguar los misterios que se esconden más allá del horizonte al que mira, viajar hasta allí y no volver ni para contarlo; hundirme en su infinita profundidad; morir y depositar todas mis vidas vividas y no vividas, al pairo, sobre el inabarcable océano gris de su mirar. Quise con todas mis fuerzas que moviese levemente los labios, que dejase escapar, suave, un soplo de aliento, casi un gemido que arrastrase mi nombre. Llegué a imaginar, incluso, el breve espacio de tiempo en el que Virginia se desprendería de la horquilla que le sujeta el pelo y que en un gesto entre rebelde, tímido y extremadamente delicado, dispondría sobre su hombro izquierdo toda la negra melena y, de ese modo, el blanco cuello interminable permanecería al descubierto, tentador e inaccesible.
Así era como me encontraba, absorto y ensimismado, semi adormecido, quizá a causa del sol invernal, elucubrando e hipnotizado por el magnetismo de uno de los rostros más bellos que nadie haya podido conocer. Y entonces se produjo un hecho admirable, absolutamente increíble. Vi claramente cómo Virginia parpadeó, inclinó el rostro casi imperceptiblemente y, lentamente, lo dirigió hacia mí. La honda sensación de triste belleza, que hasta ahora había percibido, se convirtió en una fabulosa tormenta, en la más terrible y poderosa de las tempestades. Una fuerza titánica, extraterrena, como propiciada por los dioses, se apoderó del rostro de Virginia Woolf. No sabría describir el instante en que aquellas facciones puras, transmutaron en la expresión desgarrada del torturado, en la cara y los ojos de la herida en el alma y del mal de espíritu, en el tormento súbito que desquicia el rostro y lo convierte en un sumidero de dolor insufrible. Sucedió sin tránsito. Fue ver el árbol otoñal en la tierra fértil y al momento ver el mismo árbol entre cenizas, desnudos los huesos de sus ramas; fue dejarse acariciar por el mar al borde de la roca y, sin aviso, ser arrastrado por la galerna; fue alumbrar el pasillo oscuro con la vela que nos salva de la nada y perecer en el fuego inmisericorde que todo lo arrasa.
En un primer impulso casi retiré el retrato de mi vista. Miedo, curiosidad, desazón, tristeza, deseo. Toda una serie de sensaciones confluían. Después de unos instantes de desconcierto, fui dándome cuenta de que en realidad estaba viendo siempre al mismo rostro. Para asegurarme, volví la cabeza hacia un lado y a otro por ver si alguien se había percatado del suceso, pero nadie pareció apercibirse de nada. Me calmé y, poco a poco, fui entendiendo.
No me he desprendido jamás del retrato de Virginia Woolf. Lo llevo a todas partes. Me gusta mirar a Virginia. Veo belleza, dolor y misterio; veo la tierra que lucha por ser y el ser que goza en la tierra. Y al revés.
Vuelvo mañana