miércoles, 27 de diciembre de 2023

Seductora (Cuento de Navidad del siglo XXI)

 


Yo, que me tengo por persona racional, cazador frustrado de certezas, me veo en la obligación moral de explicar brevemente un suceso que más tiene que ver con lo paranormal que con la objetiva y convencional realidad.

El ser vivo más reciente de mi familia, la pequeña y preciosa Bruna -a la sazón, mi primera sobrina nieta- se asusta con mis 101 kilos de presencia, mi vozarrón de Polifemo y la poca gracia que Dios me ha dado para la carantoña infantil, causante en los niños que la sufren del mismo efecto que una pesadilla febril.

Eso es lo que sucedió el último día que estuvo en mi casa celebrando mi cumpleaños. Yo me acercaba a ella para ensayar el enésimo intento de mis graciosísimas cucamonas, pero tan solo al verme, intuyendo mis intenciones, giraba sobre sus pasos y se colocaba bajo las faldas de sus padres, expresando con su carita aterrorizada un miedo que no es de este mundo y el ruego mediante lloriqueo de auxilio urgente.

La reacción de toda la familia era de risas y chanzas que, por supuesto, la pobre Bruna no entendía, porque, en qué cabeza cabe que al mostrar insistentemente fastidio y temor ante una presencia ciclópea, sin el más mínimo gracejo, una encuentra en quienes dicen quererla la aquiescencia de la carcajada, como si tal cosa tuviese la más mínima gracia.

Así es que al ver la chiquilla que sus temores y fobias eran motivos de carcajada, prorrumpió a llorar desconsoladamente, probablemente con el fin de mostrar su más radical desacuerdo hacia la actitud de todos, sin excepción. Tal era la fuerza del llanto que ya la tertulia se convirtió en misión imposible, pues Bruna se había ganado con la potencia de sus lloros la absoluta atención de la concurrencia.

Papá y mamá ya no sabían qué hacer, sólo intentar desviar la atención de la criatura realizando a su vez más zalamerías -bastante menos afortunadas que las mías, por cierto-, acercándole un trozo de pastel que la niña rechazaba, tomándola en brazos (aunque ella no quería) o entonando su canción favorita mientras soslayaban cierta mirada acusadora hacia el  causante convicto del drama de sobremesa, y el resto de la familia aportaba al gran guirigay su granito de arena, con agitación de manos al aire, algunas palmas, muecas grotescas, sonidos extraños y todo tipo de recursos inútiles que suelen utilizar los adultos para intentar aplacar las iras de una nena en la culminación de una rabieta con todas las de la ley.

Además, la situación produjo la consabida pelea entre los progenitores, porque mientras mi sobrino reprochaba a mi sobrina el olvido en su casa del muñeco de trapo favorito, mi sobrina reprochaba a mi sobrino el olvido del chupete, placebo de lo más socorrido en estos casos. Así las cosas, enseguida vi que -en pos de la convivencia y la pax familia- era acuciante actuar de manera decidida. Como un resorte, sin pensarlo dos veces me levanté de la silla, causando automáticamente en Bruna un aumento significativo del volumen de su llanto.

Me dirigí raudo a la habitación estudio donde guardamos todo tipo de cachivaches, porque sabía que en algún lugar de las estanterías, entre Ramiro Pinilla y Antonio Muñoz Molina, reposaba una bonita flauta africana. La música amansa las fieras -creo que pensé- y sería por esa razón por la que me dio por buscar la dichosa flauta, hasta que di con ella; pero era tan espesa la capa de polvo que acumulaba, que al cogerla dejé mis dedos marcados sobre la madera y me produjo tal vergüenza que desistí de mi propósito.

Así es que, mientras escuchaba al otro lado del tabique el llanto insistente y desconsolado de Bruna y las onomatopeyas animalescas de toda la familia intentado consolarla, yo me sentía en el estudio como un héroe de película ante los dígitos rojos en la pantallita de un artefacto explosivo, intentando averiguar a contra reloj qué cable había que cortar para abortar la deflagración.

Miraba angustiado, a un lado y otro, escrutando con urgencia cada centímetro de las baldas: libros, muchos libros, muñecos, postales, fotos,  un hórreo gallego, la Torre Eiffel, una Harley Davison, el candelabro de bolitas de cristal, cinco vampiros con paraguas, unas gafas de sol redondas, bolígrafos secos… y así mil y un objetos, hasta que en un rincón, olvidada, divisé una cajita de color verde en forma de cofre con la inscripción grabada en la tapa “M. Hohner”.

Quien haya visto la película Ciudadano Kane del gran Orson Wells sabrá lo que se siente cuando de modo insospechado, en el instante que menos esperas, irrumpe tu infancia y el tiempo lejano gracias a la presencia imprevista de algo que ni recordabas que tuvieses o que conservases de modo consciente.

Allí estaba, bajo el diccionario de la Real Academia, y junto a los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust, el estuche verde oliva en el que ha dormido su letargo durante cinco largas décadas la pequeña armónica que mamá y papá me regalaron a finales de abril de 1974, justo cuando cumplí los diez años.

Súbitamente, un chillido agudo, extraterrestre, proveniente del comedor, que de ningún modo podía ser de este mundo, me expulsó de mi infancia absorto como estaba ante la hermosa armónica plateada, y me impuso nuevamente el presente de la realidad. La extraje con cuidado del estuche y como el rey Arturo recién ungido con el poder de Excalibur, corrí resuelto a enfrentarme a mis deberes familiares.

La situación, lejos de mejorar, había devenido en un sindiós. Ahora los reproches ya no eran exclusivos de los padres de la criatura; ahora tíos, primos, hermanos, abuelas y bisabuela discutían sobre la preminencia de las recetas propias contra el llanto y la inconveniencia de las ajenas, en una disputa por una medalla que nadie iba a investir, mientras Bruna ejercitaba como nunca lo había hecho su capacidad torácica, las cuerdas vocales y el límite acuoso de su lagrimal.

De manera que, ya con la mayor parte de la flota hundida, de perdidos al río. Ni corto ni perezoso me llevé la armónica a los labios y empecé a soplar y a emitir notas sin ton si son al tiempo que saltaba igual que lo hubiese hecho un bufón de la corte, abriendo las rodillas al estilo jota aragonesa y moviendo la cabeza como un energúmeno. Mi cuerpo serrano de un quintal en canal dando brincos sobre un piso, como si se tratase del viejo Ian Anderson de Jethro Tull, en vivo y en directo.

Al unísono, en perfecta coreografía, todas las miradas se dirigieron hacia mí comunicando, sin el menor asomo de dudas, la condena inquisitorial colectiva al remedio que estaba poniendo en práctica como un último recurso para preservar la paz en lo poco que ya quedaba de tarde familiar.

Y entonces ocurrió lo inesperado. Cuando ya todos miraban el reloj y se palpaban los bolsillos intentando recordar donde habían guardado las llaves del coche, la niña dejó de llorar y poco a poco se fue acercando tímidamente hasta colocarse frente a mi persona que, pertinaz, insistía en bufar y aspirar sin compasión sobre los orificios de la armónica, desatalentado, saltando al compás del ruido que era capaz de emitir.

Y Bruna sonrió, y volvió a sonreír, y entre Bruna y yo se produjo la magia, y ya nadie me miraba mal y todos se admiraban del milagro que acababa de producirse, y yo continué soplando y  aspirando y bailando bajo la admiración de Bruna hasta que ya el resuello me abandonó, y tuve que sentarme, y entonces Bruna dijo “¡más!” y todos rieron, y yo otra vez, saltando y danzando con mi armónica de cincuenta años frente a la última criatura nacida de mi estirpe, hasta que ya no pude más y ya a Bruna le dio igual, y se puso a sus cosas, sus cosas de niña, y todos nosotros pasamos el resto de la tarde hablando de lo extraño en el proceder de los niños, y de mi M. Hohner.

Desde ese día, la armónica M. Hohner que me regalaron papá y mamá por mi décimo cumpleaños ocupa un lugar preminente en mi casa. Luce su plata ya un tanto ajada sobre la cómoda blanca del comedor. Es de fabricación alemana. En uno de los lados lleva grabados en forma de medallas los premios y reconocimientos obtenidos en París, Philadelphia, Chicago y New York. El otro lado, enmarcada en una filigrana de flores, se lee el nombre con el que la bautizaron: Seductora. Mi vieja armónica M. Hohner se llama Seductora. Quizás, quién sabe, contiene en su factura el secreto de Hamelin.

Seductora ahora descansa bajo un hermoso espejo, junto a dos pequeños escarabajos dorados, una rutilante poinseittia navideña  y una fotografía en la que aparezco yo semidesnudo, con traje de baño, cuando tenía 13 años, de pie, sobre la arena de la playa, sorprendido porque alguien, quizás papá, me llamó para fotografiarme con aquella pequeña cámara automática de carrete y rodete que guardaba en una funda negra imitación de piel. Creo que aquella fue una de las pocas mañanas playeras que pasamos juntos toda la familia. Nunca hemos sido muy de playa.

Seductora también comparte cómoda con un pequeño cuadro que mi amor y yo compramos en la Plaza Bib Rambla de  Granada, en el que sobre un fondo rojo aparecen una docena de mujeres desnudas y libres. En el mismo espacio, Seductora convive desde hace un año con la imagen de un beso en un abrazo apasionado que nos dimos mi amor y yo hace ya más de treinta años. Y, finalmente, Seductora permanece tranquila, viendo pasar los días, junto a un retrato en primerísimo plano que nos hicimos mi amor y yo el día anterior al entierro, en la fosa familiar, de la urna que contiene las cenizas de papá y que descansan desde entonces en la tierra que amaba, bajo una humilde cruz de hierro con su nombre y el de mis abuelos.

Cincuenta años después del regalo de Seductora todavía me pregunto por qué papá y mamá pensaron en regalarme una armónica. Recuerdo que a mi hermana mayor le regalaron en su momento una guitarra española, de la que jamás extrajo acorde alguno, y a mi hermano pequeño una flauta dulce, de la que salieron pocas canciones. Acaso depositaron la esperanza en que sus hijos supiesen tocar un instrumento con la idea de que la música nos haría mejores personas. Eso, o cierta frustración personal que intentaron redimir con nosotros proyectada en una ilusión también defraudada.

Y es que, en honor a la verdad, jamás conseguí más de tres notas armoniosas de mi Seductora. Recuerdo que con mucho esfuerzo fui capaz de tocar, casi por completo, el célebre villancico “Noche de Paz” y la sintonía de aquella serie de dibujos animados llamada “Vicky el vikingo.”

Sea como fuere, ya advertí al inicio que esta era una historia encuadrada en lo sobrenatural. Insisto en ello porque resultará extraño la siguiente afirmación con la que la cierro, confesando  la verdadera y misteriosa razón por la que mis padres me regalaron una armónica:  hace medio siglo mamá y papá sabían que llegaría un día que en que Seductora sería útil, no solamente a mí, sino a toda la familia. Nunca gastaron a lo tonto; nunca dieron puntada sin hilo, por pura necesidad.  Y ahora, si lo deseáis, si no podéis reprimir vuestra insensatez y me lo pedís de modo tan insistente, puedo tocar “Noche de paz”. Sin duda, es el momento.

martes, 17 de octubre de 2023

Los que nunca se despeinan

 


Conozco tipos a los que envidio por una sola razón. Me da igual que sean buenos o malos, gordos o flacos, feos o guapos, listos o tontos, ricos o pobres. Les envidio porque bajo ninguna circunstancia, nunca, hagan lo que hagan, sentados o en pie, corriendo o en posición de descanso, tumbados o recostados, haga un frío de mil demonios o un calor sofocante, viendo una película o jugando a pádel, chapuceando o cocinando… jamás de los jamases se despeinan, arrugan su vestimenta o exudan una gota en la sobaquera de la camisa.

No sé cómo lo consiguen, pero esos tipos jamás se muestran como aparecemos los mortales al acabar el día, cruzando el umbral de casa desaliñados, derrengados por la jornada; o luciendo el aspecto del rey de los cuñados en las  celebraciones donde, incluso ya antes de sentarnos a la mesa, lucimos el aspecto beodo derrotado que delata el faldón rebelde de la camisa blanca asomando sobre la cintura, como lengua de borracho, comprometedor,  causa y prueba de cargo de una recién estrenada amistad con el camarero, quien ha saciado tus necesidades antes incluso de que abra el bar. 

Me producen envidia malsana los que aguantan el tipo mientras el resto tenemos que vivir asumiendo nuestra nuestra torpeza y nuestra ineptitud a la hora de mostrarnos indemnes ante toda incidencia, inclemencia, coyuntura o esfuerzo. Alguien dirá que esa deficiencia que comparte la mayoría es la que nos hace  humanos y que los que no la padecen en realidad es gente fría, calculadora y de poco fiar. O incluso dirán que ese tipo de gente no existe, que son un producto de la magia del cine, unos James Bonds a los que nunca se les borra la línea del peinado o jamás se les mancha el traje tras resultar ilesos después de las diez vueltas de campana del coche accidentado que conducían en una camino cubierto por ceniza volcánica.

Pero sí que existen. Ya lo creo que existen. Porque los conocemos les reconocemos, y por eso les envidiamos. Al verlos, nace un resquemor difícilmente controlable, una especie de animosidad o tirria producto de los más bajos instintos al observar el puño de la camisa blanco inmaculado asomando ni más ni menos que el medio centímetro preciso bajo la manga del traje que exige el estilo; un traje que por supuesto se mantiene en todo momento, lugar y posición encajado perfectamente sobre los hombros, desde donde cae hacia al suelo con asombrosa tersura, en plenitud de su gris marengo elegante y luminoso, repelente, por supuesto, a todo rastro de cabello, escama capilar o cosa o sustancia alguna ajena al estricto tejido con que está confeccionado el terno.

Estos seres de luminosa e inmarcesible presencia, además, suelen lucir un estado animoso igualmente codiciable. Quiero decir que en ellos, aparentemente, forma y fondo son consecuentes. Su aspecto exterior suele mostrarse acorde con una sonrisa cordial y afectuosa, que jamás rebasa el límite de la carcajada. La gestualidad es medida, relajada, nunca brusca o sincopada. Toda en su persona desarrolla movimientos que sugieren plenitud, seguridad, un sosiego tamizado de carácter y firmeza con que se presentan ante sus semejantes, porque se saben libres de toda deuda y plenitud de legitimidad moral.

Lo verdaderamente asombroso, lo que ciertamente fascina en estos ejemplares tan singulares es que never again les abandona esa apariencia. Es un don, un atributo que la naturaleza les ha concedido. Son prosopopeya y etopeya en toda su virtud, ambas conviviendo incólumes en harmonía dentro de un mismo individuo, con absoluta independencia de las circunstancias. Hombres nacidos con el carisma gentil de la excelencia, distinción, gracia y estilo impermeables, permanentes, que incluso en sueños consiguen la postura más plástica sobre el lecho y, tras el descanso nocturno despiertan dentro de su pijama indemne, libre de pliegues o arrugas, dejando tras de sí una cama como si nadie hubiera dormido en ella.

Sin embargo, los conocidos por nosotros -el pueblo- como “los que nunca se despeinan”, encubren dentro de su virtuosa apariencia la tentación de sus faltas. Conscientes de la admiración que provocan, sabedores del áurea moral que desprende su empaque, conocedores de la confianza que sus prójimos les brindan gracias al don con que seducen voluntades ajenas... devienen en peligrosos congéneres ante los que debemos guardar las debidas precauciones, pues dada la generosidad con que les ha tratado la naturaleza, saben que, por mucho que ayer dijeran digo, si hoy dicen Diego utilizando su habitual amabilidad y convicción, nadie se lo va a reprochar y, una vez más, caerá de pie como los gatos sin una arruga en el traje, el nudo de la corbata ajustado y el flequillo sobre al frente perfectamente delineado, ligeramente levantado, pulcro, eternamente pulcro, sin mácula, en toda circunstancia, mientras convierte la mentira en una declaración de amor y nosotros, embelesados, asentimos y le rendimos hipnotizados nuestro voto entusiasta.

viernes, 6 de octubre de 2023

El hombre bueno que pinta

 


Yo supe por vez primera de Antonio López gracias al largometraje de Víctor Erice “El sol del membrillo.” Corría el año 1992. España por entonces no estaba por lirismos intimistas porque entre olimpiadas y expos vivíamos muy satisfechos con nuestra recién estrenada modernidad, nuevos ricos de balcón abalaustrado y pijama de raso. Mi maldita ignorancia me ocultó hasta la fecha que el artista manchego ya había obtenido el reconocimiento internacional de su obra desde hacía décadas, expuesta en los museos más importantes del mundo y ambicionada por los más prestigiosos galeristas.

Pero eso lo supe después, porque en la película lo que vi fue un hombre humilde, un hombre bueno, un artista absorto en su quehacer y ensimismado en sus preocupaciones artísticas manejando, a veces con inquietud y otras con serenidad y paciencia proverbial, las incertidumbres que giran alrededor de un proceso creativo dependiente de algo tan intangible, autónomo e inmaterial como es la luz del sol y la naturaleza efímera de lo vivo.

Quiero decir que vi al hombre y no al artista, aunque ambos eran el mismo ser. Vi al hombre pintor con todo la carga significativa de los dos sustantivos. Víctor Erice me había regalado la presencia humana de la modestia y la sumisión racional ante la derrota; la vocación de lucha frente al poder inexorable de la naturaleza. Un sencillo y vulgar membrillo en el centro de un patio, la luz, y la voluntad de aprehenderlo, de recoger y reflejar a través de la técnica pictórica la esencia última de su estar sobre la tierra.  

Porque Antonio López no se me aparecía en la pantalla sólo como un artista. Verlo me producía una agradable sensación de bondad; era como asistir al advenimiento de la era de la benevolencia, al triunfo y al reino de la cordialidad; creer  que es posible una humanidad como la que el pintor desprende a cada gesto, a cada palabra, en el modo de dirigirse a todas las personas que van apareciendo en la película, o en la actitud deportiva frente a la decepción y el fracaso, en la tenacidad inquebrantable de conseguir lo que se desea y al mismo tiempo el reconocimiento resignado ante lo imposible. Y aun así, en ese camino, una obra producto de lo imposible, metáfora de la pretensión humana que después admiramos y que al artista le traerá, ya para siempre, recuerdos de batallas perdidas.

Después le he visto en otros documentales; le escucho con fruición cuando me entero de que le entrevistan en la radio y leo con gran interés cada entrevista que se publica en prensa. La pasión que muestra al hablar de arte tiene su correspondencia con la entrega absoluta a su trabajo y a su obra.

Cuando Antonio López habla no pregona desde el atril de la cátedra. Sus palabras son sabias porque surgen de su experiencia estética y de su maestría, pero sobre todo porque no pretenden convencer a nadie; él expresa la querencia por su oficio, la admiración sincera hacia los grandes maestros de la historia, las dificultades ante las que se encuentra en su quehacer artístico y un profundo y arraigado sentido ético con que aborda todos los aspectos de la vida sobre los que se le pregunta y desea dar opinión, casi a susurros, como pidiendo permiso y perdón.

Estas semanas estoy expectante. Dentro de pocos días podré verle y escucharle por primera vez en persona porque ya tengo entradas para asistir al estreno de un documental realizado por José María Civit sobre su obra –que el mismo Antonio López presentará- con motivo de la primera exposición retrospectiva que tiene lugar en Barcelona, auspiciada por la Fundación de La Pedrera, y que se puede disfrutar hasta el día 14 de enero del próximo año.

Yo ya he visto las más de 80 obras, entre pinturas, dibujos y esculturas que conforman la exposición, gracias a la cual el visitante puede conocer la evolución artística del pintor de Tomelloso, desde sus primera obras influenciadas por el surrealismo, hasta los cuadros por los que ha sido etiquetado como pintor realista, o incluso hiperrealista.

No soy nada experto en artes plásticas. Soy sólo un aficionado sin más formación artística que las clases de historia del arte de mi añorado profesor de COU, Ángel Conte. De ahí que mis criterios se muevan entre las emociones, la admiración ante la maestría de la técnica y el descubrimiento de detalles en las obras y sus temas que me sugieren pensamientos, reflexiones o que me invitan a identificarme i vincularme personalmente con lo que estoy viendo.

Yo creo que Antonio López no es un pintor realista, y mucho menos hiperrealista. El hiperrealismo ofrece al espectador de la obra un virtuosismo técnico pasmoso. Con toda humildad, me da la sensación de que el artista de cuadros hiperrealistas pretende en última instancia la admiración de su prodigiosa habilidad para literalmente fotografiar con el pincel un objeto, una persona, un espacio o un paisaje.

El tema no interesa, tan sólo el encuadre. El interés es exterior, centrado únicamente en la copia minuciosa, estudiada y exhaustiva de la realidad. Parece que el pintor hiperrealista nos quiera decir. “mirad, si vosotros veis esto, veréis lo mismo que yo vi cuando lo pinté, porque es así, que no os quepa ninguna duda.” En mi opinión, el artista hiperrealista deviene en científico, porque ha invertido toda su destreza al servicio de la captura de lo objetivo con portentosa exactitud.

Antonio López ha confesado muchas veces que de no haber bebido del surrealismo su arte sería otro. Siendo así, su mirada es forzosamente interior; su arte nos habla y nos interpela desde dentro y se dirige siempre hacia dentro, en ocasiones en clave onírica, una de las principales cunas temáticas del surrealismo, tal y como puede verse en algunas de sus primeras obras.

Y es que a partir de los años sesenta el pintor manchego decide andar su propio camino y buscar sus propios temas, estilo y seña de identidad; una voz o un sonido propios, que diría un musicólogo o un escritor. Y lo hace de un modo sorprendente, porque descubre en su proximidad el objeto de su arte. Sus modelos humanos son su familia o amigos. Los espacios interiores que plasma al óleo, dibujo o incluso collage son sus espacios de trabajo, su propio hogar y los exteriores la ciudad en la que vive. De todos esos modelos surgen los temas que -modestamente, creo- tienen más que ver con un romanticismo de nuevo cuño, o con el simbolismo que con el realismo, y mucho menos con el hiperrealismo.

Quiero decir que en la obra de Antonio López no sólo veo la mirada de Antonio López, sino al propio Antonio López, su alma, su esencia, su peso en la tierra, sus afectos y sus obsesiones. Lo que veo en sus pinturas está despojado de todo aditamento, de todo elemento que perturbe y mueva un milímetro la austeridad con que se plantea la vida. En cada cuadro, en cada escultura, veo el retrato plástico de un alma sencilla y honesta que vive su existencia bajo el refugio de la actividad artística, en compañía de los suyos y en un entorno particularmente ascético por decisión propia.

A pesar de todo ello, no hay tristeza en sus cuadros, y tampoco en sus esculturas. Hay contención, voluntad de modestia. No hay sonrisa, pero tampoco llanto. No hay felicidad, pero tampoco tristeza. Y sin embargo hay vida, expresión y arte. Todo en Antonio López tiene ese aire de kuros y kores arcaicos de los primeras esculturas griegas, quizás el halo de misterio del arte egipcio, o la esencialidad de lo asirio le fascina. Todo en Antonio López mira hacia dentro.

La exposición retrospectiva de La Pedrera deja huella. Emociona “María”. Si Leonardo viese la expresión de ese rostro, rasgaría su Gioconda.

Inquieta la luz desnuda y débil al fondo de un cuarto de baño suburbial.

Perturba el “Estudio con tres puertas”, el reflejo sobre las baldosas sucias de un fluorescente justo en el punto de fuga de una perspectiva abierta en el mínimo espacio donde se ubica un retrete.

Estremecen las flores vivas y, tras su momento de color, el color de lo marchito,  la muerte de lo efímero.

Nos sacude la visión de Madrid desde varios lugares como un lugar ausente de humanos, quizás porque la ciudad es en sí misma una criatura.

Nos llama la atención en “La cena” la carne roja sobre la mesa del comedor, y todos y cada uno de los objetos que la forman, como personajes con peso propio y no únicamente decorativos.

Nos alarma la figura oscura que parece huir del primer plano donde se pudre el cadáver del “Perro muerto”…

Sin embargo, a mí, más allá de lo artístico, cuando contemplo la obra de este gran maestro contemporáneo le veo a él; le escucho susurrar su pasión por lo que hace; admirarse por Velázquez y por los asirios; lamentarse de sus derrotas ante la luz y ante la imposibilidad de aprehender lo efímero. Cuando estoy ante Antonio López, es decir, frente a su obra, oigo y veo y siento a un hombre bueno que pinta. Ardo en deseos de verle en persona.

viernes, 15 de septiembre de 2023

Libertad perpetua

 


Las palabras nacen el primer día que las pronunciamos. Su historia no importa, o queda relegada a un segundo término. Más allá de las etimologías y su trayectoria lingüística, cada palabra que articulamos por vez primera vive su infancia, madura y finalmente se emancipa de nosotros, ocupando cada conversación sin pedirnos permiso. Nosotros somos quienes las parimos, las criamos y, en algunos casos, incluso -sin ceremonia ni compasión- acabamos con ellas y las enterramos.

Nada tienen que ver en la vida de las palabras diccionarios, gramáticas, lexicografías o historias de las lenguas. ¿Es que acaso podemos permitirnos las familias trabajadoras un señor lingüista, a pie de trona, observándonos como a un insecto el día en que ante el rostro sorprendido y feliz de nuestros padres balbuceamos papá y mamá?.

Según nos han intentado convencer, parece ser que los dos célebres sustantivos filiales, tan familiares y entrañables, suelen ser los primeros que somos capaces de articular. Yo creo que hay mucho de mito al respecto. Los muy enterados arguyen que la facilidad de enunciación de una combinación de fonemas bilabiales oclusivos acompañados de la vocal más sencilla, unida a las miles de veces que nuestros progenitores taladran nuestro tierno cerebro con el dichoso par de palabras, dan como resultado ese farfullo inicial y primigenio con que nombramos en primicia a nuestros procreadores.

Por débito a la pax familia habrá que creerlo, aunque me reservo las dudas. Lo que quiero decir es que las palabras nos pertenecen. Somos propietarios exclusivos de nuestras frases, de nuestros monólogos, preguntas, negaciones, mentiras, susurros y hasta de nuestras interjecciones.

Incluso aquellos borricos que hablan por boca de otros, aquellos que se pasan el día declamando consignas ajenas igual que prosélitos sectarios; aquellos que rezan oraciones milenarias; los que cantan y recitan viejas canciones; los que leen en voz alta trepidantes novelas a quienes ya no pueden; los que ordenan y asienten y consienten la orden; los que escriben y tararean susurrando lo que escriben; los que sueñan despiertos y los que sueñan en alto; los que dictan sentencias y construyen las leyes; los que piden en la puerta de un banco; los abogados de lo imposible o del criminal más repugnante; los niños de San Ildefonso; los enamorados exaltados;  la pescadera del mercado; el afilador… todos traemos al mundo nuestras propias palabras, palabras en posesión, escrituradas.

A pesar de todo, reconociendo ya el hecho de la paternidad y la patria potestad de cada palabra que decimos, hay algo que me obsesiona: el olvido de ese instante único en la existencia de cada cual en el que por vez primera decimos verde, frío, nublado, suave, amor, muerte, dinero, quiero, odio, guapa, libro, canción, catedral, lluvia, mar, cuerpo, o caca. Me hiere la imposibilidad de evocar el momento en el que surgió de nuestros labios y salió al mundo como una criatura desnuda y poderosa cada uno de los verbos, nombres, adjetivos, pronombres o adverbios que hemos pronunciado.

Pero hay algo que me ofusca más, si cabe, y es la obstinación inútil y casi enfermiza que me provoca una extraña inquietud (y a veces un algo de desazón) por no saber en qué circunstancia concreta del futuro pronunciaré por vez primera todas las palabras que todavía no he emitido y, sobre todo, qué palabras serán.

Yo he pensado mucho en esto. No sé si alguien habrá reparado en que hay palabras que todavía no hemos dicho, y que de entre todas ellas solamente diremos unas pocas. Las otras, las que pudimos decir y nunca dijimos, se quedarán ahí, al calor de las gónadas del idioma, o en algún tipo de purgatorio, en el primer círculo dantesco al cuidado de Homero y Electra, en el que perecerán de podredumbre a causa de la espera, igual que alimento sin comer, caducadas en el mismo trance de nuestra muerte.

No me refiero a las palabras que ignoramos, las que nunca oiremos, aquellas que quedaran inéditas, por ignorancia, para la eternidad, pues no decir nunca una determinada palabra -jamás en la vida- no equivale a su desconocimiento. Esas son las llamadas palabras agostadas, que por las razones que fuere, se quedan como los campesinos de la película “Amanece que no es poco”, a medio camino entre la raíz y la superficie, de modo que se hace imposible la culminación de su nacimiento y nunca llegan a producir vibración alguna en nuestras cuerdas vocales.

Yo, por ejemplo, albergo en mi conciencia palabras nunca pronunciadas, y dudo mucho que, en lo que me queda de vida, nadie pueda llegar a oírlas o a leerlas de mi boca o de mi pluma. Sería estúpido si ahora pusiese un ejemplo, porque interferiría en el cumplimiento de su destino.

Ahora bien, en ocasiones, desechado todo esfuerzo, libres de la presión que nos obceca, súbitamente llegamos a visualizar el justo instante de un parto léxico. Lo digo por experiencia. Ocurrió hace unas semanas.  Disfrutaba de un atardecer en el llamado Alto de la Muela de un pueblecito castellano ubicado en las primeras estibaciones de la vertiente burgalesa de La  Sierra de la Demanda, la villa hermosa y entrañable donde de mi madre dio a luz, hace ya más de noventa años, a las míticas palabras mamá y papá ante el embeleso de mi abuela y de mi abuelo.

Desde allí se divisan los montes de Urbión, una vieja cordillera confluyente con la Demanda que parece poner límite al mundo y que cobija las célebres lagunas negras, extensos bosques de hermosos pinares albares y tupidos robledales. Durante toda mi infancia y adolescencia disfrutaba allí mis vacaciones. Todavía hoy guardo algunos días para respirar el aire limpio, impregnado de estepa y romero, y evocar con nostalgia peripecias y amigos, en un intento vano de rescatar el tiempo que ya murió.

Ahora, desde hace ya algunos años, la cima del monte que se divisa desde la Muela es azulada; ha adoptado el mismo color con que se visten la mayoría de las montañas cuando las divisamos a lo lejos. Sin embargo, ese lomo alargado,  que se torna sombrío y amenazador cuando sopla el norte y las nubes negras pugnan por ocultar, lucía durante todos los meses del año una hermosa cresta blanca, semejante en verano a la crin de un caballo; en invierno, y buena parte de la primavera, prácticamente toda la superficie permanecía blanqueada desde los límites de su cima hasta el valle.

Y mientras observaba melancólico aquel monte de mi infancia, teñido ahora de cobalto, escapó de la casona de mis recuerdos igual que una centella algo parecido a una visión fugaz, quizás ilusoria, pero al mismo tiempo tan real que podía verla igual que si fuesen las imágenes claras y diáfanas de una película. Yo correteaba por la Muela mientras mamá y la abuela recogían manzanilla. Algo me detuvo. No llego a distinguir si fue el descubrimiento de un insecto extraño sobre la yerba, el vuelo de los buitres en el cielo o el sonido de las esquilas de algún rebaño. La cuestión es que por vez primera fui consciente de la nieve blanca sobre el lomo de los montes de Urbión.

Me vi en la evocación fabulosa llamando a mamá y señalando con el dedo hacia la montaña con gran determinación y sorpresa, como el grumete que descubre tierra desde cubierta tras meses de singladura. Entonces mamá se agachó hasta mi altura y me dijo, mirando hacia el norte “sí, hijo, son las nieves perpetuas, que significa que están todo el tiempo sobre la montaña."

Asombrado, intentando guardar y proteger para siempre la palabra, y al mismo tiempo, con expresión espontánea de admiración, absolutamente maravillado, le respondí abriendo muchos los ojos, vocalizando exageradamente, repitiendo una y otra vez “¡Perpetuas!”, “¡Nieves perpetuas!”, “¡Perpetuas!.”

Y así es como tuvo lugar el nacimiento de una de las palabras que hasta ahora, en mi humilde existencia, he sido capaz de dar al mundo. Cada vez que la pronuncio de nuevo veo el cesto de mimbre de mi abuela lleno de brotes de manzanilla, y a mamá joven, mucho más joven de lo que soy yo ahora; de manera que para mi palabra no hay ni condena ni cadena posible, y tampoco prisión, porque mi memoria es libre, a perpetuidad; donde habitan mis recuerdos todavía veo las montañas de mi infancia tocadas por una hermosa cabellera blanca.

domingo, 25 de junio de 2023

A la vulgaridad, ningún respeto


A Javier Gomá, por su magisterio generoso y amable

Jesús Gil y Gil fue un empresario que transpiraba ostensible y visiblemente, a través de todos su poros, la adiposidad de su cuerpo a todas horas. Era un tipo de permanente rictus gansteril que comunicaba las órdenes a sus esbirros mediante la voz ajada del whiskycola on the rocks; machista radical convencido, nepotista, corrupto hasta las trancas, ignorante prototípico que llegó a la alcaldía de Marbella en 1991 gracias a una aplastante y democrática mayoría absoluta.

También dirigió el Club Atlético de Madrid, igualmente, gracias a unas elecciones democráticas que ganó en 1987. Dos décadas antes, en 1969, Don Jesús fue condenado a cinco años de cárcel por la muerte de 58 personas a causa del derrumbe de la urbanización de Los Ángeles de San Rafael que él había construido, condena de la que fue indultado por la gracia del dictador Francisco Franco año y medio después.

Pero donde el señor Gil se hizo célebre fue en televisión pues, tras ganar la alcaldía, protagonizó en la recién inaugurada Tele 5 de Silvio Berlusconi el programa “Las noches de tal y tal” (título que hacía referencia a su célebre muletilla) en el que aparecía siempre tomando un baño en un gran yacusi, fumando un gran puro habano, acompañado, bailándole el agua, de las también célebres Mamachichos: media docena de señoras estupendas que mostraban  la piel bronceada de sus bellos y abundantes atributos realzados gracias a unos pocos centímetros de exótico tejido.

En el programa, igual que un Calígula de la posmodernidad, el ínclito alcalde solía mantener interesantes conversaciones con un hermoso alazán blanco que respondía al nombre de Imperioso. También era habitual verle recibir en audiencia a sus conciudadanos, que guardaban largas colas para solicitarle favores, cual reyezuelo medieval en el trono ante su grey.

Durante esos años, Jesús Gil y Gil presidió la Mancomunidad de Municipios de la Costa del Sol, hasta que volvió a ingresar en prisión en 1999 y fue condenado un años más tarde por prevaricación y malversación de 4.400 millones de pesetas, que robó del Ayuntamiento. En su despedida como Alcalde de Marbella fue vitoreado. El día de su muerte acudió una muchedumbre de 15.000 personas a darle el último adiós. En 2019, la productora HBO estrenó un documental sobre su vida titulado “El pionero

Si hay algún joven leyendo ahora esto debe saber que lo que explico es absolutamente cierto. Adjetivos de mi cosecha al margen, todo es una rabiosa historia contemporánea. Yo fui testigo, del mismo modo que presencié cómo el empresario José María Ruiz Mateos ganaba un escaño en el parlamento de Estrasburgo en la convocatoria electoral europea de 1989, convirtiéndose en eurodiputado elegido democráticamente por el pueblo español.

Que un empresario desee hacer carrera política a nadie debería extrañar. Sin embargo, con respecto a  Don José María la harina era de otro costal. Padre de 13 hijos legítimos y una hija ilegítima, Ruiz Mateos era miembro numerario del Opus, Marqués de Olivara, miembro de la Prelatura de la Santa Cruz y Caballero Divisero hijodalgo del Ilustre Solar de Tejada, la corporación nobiliaria con más solera del reino de España.

Su aspecto era frailuno, el de un confesor de viudas inconsolables. Hombre amamantado en el franquismo tecnócrata, Ruiz-Mateos fue un Randolph-Hearst ibérico con escapulario interior y cilicio nocturno, quien a pesar de su educación universitaria y el ejemplo de su padre -un exitoso corredor de vinos- no dejaba de proyectar cierta imagen de quiero y no puedo, con ecos de personajes de Ozores y hasta berlanguianos, desmentida ipso facto por las 230 empresas que absorbió, dirigió y de las que era dueño y señor a través del holding RUMASA, su gigantesco Frankenstein  empresarial que todo le dio y todo le quitó.

Porque en 1983 el ministro de Economía del primer gobierno de Felipe González, Miguel Boyer, expropió su imperio debido a la situación de quiebra y de impagos milmillonarios al erario público, y a partir de entonces el Ciudadano Kane pata negra desencadenaría una guerra sin cuartel contra el ministro utilizando para ello medios y maneras poco edificantes, como por ejemplo, propinarle ante las cámaras a Boyer el puñetazo más famoso de la historia de España al grito de “¡que te pego leche, que te pego!” o aparecer también en televisión disfrazado de Superman para obtener la atención de la audiencia y denunciar los supuestos agravios cometidos hacia su persona y su propiedad por el gobierno de España y el sistema judicial.

Igual que Don Jesús Gil y Gil, Don José María se hizo con la propiedad de un club de fútbol, el Rayo Vallecano, y presentó candidatura en unas elecciones democráticas, de manera que el año 1989 se convirtió en parlamentario europeo con la Agrupación Ruiz Mateos gracias al voto de miles de españoles. Ruiz Mateos fue condenado a prisión en 2005. Años después se le retiró el pasaporte debido a una estafa de más de siete millones de euros. Mientras, refundó su holding empresarial con el nombre de Nueva Rumasa, diez empresas del cual tuvieron que acogerse a concurso de acreedores.

Me he extendido un poco en glosar la vida y trayectoria de estas dos personalidades de la historia contemporánea española con el fin de trazar pormenorizadamente el perfil de dos tipos que se ganaron el favor y la confianza electoral de miles de ciudadanos utilizando la vulgaridad, la zafiedad, el espectáculo chabacano, la ostentación y la explotación pública de los peores defectos que una persona pueda reunir.

Jesús Gil y Gil y José María Ruiz Mateos fueron coetáneos de Ilona Staller, más conocida como Cicciolina, una actriz porno italiana que llegó a ser diputada en el parlamento por el Partido Radical gracias a los votos de 20.000 italianos y que basó su campaña en mostrar al mundo sus tetas. Don Jesús, Don José María y Doña Ilona fueron pioneros en la rentabilización democrática de la vulgaridad. Silvio Berlusconi, el rey de del bunga bunga, semental orgiástico convicto y confeso de la dolce vita italiana,  no tardaría en convertirse en primer ministro de su país.

De Gil y Gil a Donald Trump

Donald Trump, expresidente del país más poderoso del mundo, no sabe ni quiénes son Gil y Gil o Ruiz Mateos, aunque en realidad es su más aventajado epígono. Tampoco Vladimir Putin los conoce, ni la familia Le Pen, o la señora Meloni, Zelenski, o el señor Orban. Isabel Díaz  y Alberto Núñez sí han oído hablar de ellos, aunque ninguno aceptaría que le dijésemos que no han inventado nada nuevo, a pesar de que siguen su estela seminal. 

Y es que actúan y se postulan a representantes y gobernantes en un país democrático siguiendo las misma pautas y aplicando la misma receta con las que aquellos pioneros abrieron un camino de insospechados éxitos políticos y réditos electorales, pero con una gran diferencia tanto cualitativa como cuantitativa: Díaz gobierna con mayoría absoluta la comunidad autónoma de España más poblada (repito, con mayoría absoluta),es decir, con el beneplácito y apoyo masivo al disparate, a la vulgaridad y a la mediocridad que le regalan millones de madrileños. Núñez se postula ni más ni menos que a gobernar la octava economía del mundo, en la que habitan 47 millones de personas, con serias posibilidades de alcanzar su objetivo.

Doctores en democracia

Tras largas y provechosas décadas de práctica democrática desde la segunda Guerra Mundial -en España desde la muerte de Franco- debería ocurrir que las sociedades occidentales, con una población educada y formada, avezadas en el respeto al juego democrático,  experimentadas como están en la tolerancia hacia las mayorías, el cuidado de los derechos de la minorías, en definitiva, docta en la práctica de los valores democráticos y del Estado de Derecho, deberían mostrar cierta sofisticación, finura en el gusto electoral, y cierta inteligencia colectiva que permitiese detectar el oportunismo, el populismo, y la desfachatez en las candidaturas con independencia de las legítimas posiciones ideológicas de los partidos políticos y de sus líderes.

Sin embargo es notorio que, a pesar de la práctica y de gozar durante décadas de sus ventajas, no nos hemos ganado el título de doctores en democracia. Es más, la tendencia en todo el mundo occidental consiste en actuar, ya no como párvulos ignorantes e ingenuos, sino como escolares que aplauden con las orejas y le ríen las gracias a los dos o tres compañeros del aula expertos en romper la clase con sus rebuznos.

A mi este es un asunto que me obsesiona y quizás por eso me estimula en la búsqueda de explicaciones con las que dar a luz a posibles remedios, ni que sea desde la reflexión para mi propia tranquilidad, aunque mucho me temo que sufro el síndrome del arqueólogo, que cuando más excava más se hunde y más dificultades encuentra para interpretar lo hallado.

Sí, nos manipulan

Leí hace unos años “Comunicación y poder” (Alianza Editorial, Madrid 2009) de Manuel Castells, exministro de Universidades, reputado sociólogo discípulo de Alain Touraine, profesor en las más prestigiosas universidades del mundo y pionero en el estudio del impacto de internet en la historia de la humanidad. El libro, a pesar de que se publicó poco antes de la explosión de las redes sociales y del llamado Internet 2.0, ya demuestra, más allá de toda duda razonable que, efectivamente, los humanos somos sujetos manipulables a los que se puede dirigir y orientar el pensamiento y la voluntad, tanto individual como colectivamente. Algo que por otra parte, ya vio el francés Gustave Lebon a finales del siglo XIX  en “La psicología de las masas

Afirma Castells que “El poder depende del control de la comunicación al igual que el contrapoder depende de romper dicho control. La comunicación de masas, la que puede llegar a toda la sociedad, se conforma y gestiona mediante relaciones de poder enraizadas en el negocio de los medios de comunicación y en la política de Estado” y -atención-continúa asegurando rotundamente que, “la forma esencial de poder está en la capacidad para modelar la mente. La forma en que sentimos y pensamos determina nuestra manera de actuar, tanto individual como colectivamente”.

Dicho de otro modo, aunque no lo creamos, y en relación con el poder, actuamos y decidimos electoralmente movidos por impulsos que son producidos en despachos concretos, auspiciados por hombres y mujeres con nombres y apellidos. No se trata de imaginar conspiraciones paranoides. Se trata tan solo de observar cómo los que desean obtener, preservar o arrebatar el poder utilizan las mismas técnicas que las grandes marcas comerciales para incidir en nuestras emociones y en nuestras decisiones, incluso yendo más allá, mucho más allá.

¿Cómo opera la vulgaridad?

De otra parte, el poder o quien lo desea, hará lo posible por convertirnos en seres sumisos, y al mismo tiempo entusiastas colaboradores, gente común sin virtud ni potencialidad que se interponga en su camino. Pero ¿Por qué la potenciación de la vulgaridad resulta políticamente tan eficaz? Me gustó el artículo de Xavier Mas de Xaxás publicado en La Vanguardia el pasado 3 de junio, porque el autor apunta algunas posible explicaciones, como por ejemplo, la eclosión de una burguesía brutal sin escrúpulos o remordimientos  base de un conservadurismo radicalizado que ha elevado a héroes de lo público a líderes radicales, audaces y bravucones que utilizan como estrategia la confrontación permanente. “Ante ellos, las apelaciones a la razón y la gestión se estrellan contra el muro nihilista del conservadurismo radicalizado” afirma el periodista.

También es muy útil la que ofrece Bernat Castany en su libro (de obligada lectura) “Una filosofía del miedo” (Ed. Anagrama. Barcelona 2022). Dice Castany que “como tememos ser alguien que no puede, tratamos de no ser en otro ser más poderoso. Nos saciamos con las migas de su poder. El alivio es efímero y superficial, pues aumenta nuestra sensación de impotencia e indignidad. Lo cual, además, nos llevará a buscar más dosis de sumisión.”

Es decir, hemos llegado a un punto en que les otorgamos la confianza a quienes a todas luces son peores que nosotros mismos, precisamente porque lo son. Es un fenómeno que tiene mucho que ver con la eclosión de la telebasura y algunos productos pseudoculturales que nos ofrecen referentes carentes de toda virtud, amorales, zafios y estúpidos, gracias a los cuales creemos que ponemos en valor nuestra excelencia o, a lo sumo, nos sentimos acompañados entre iguales. Las audiencias millonarias de esos programas, o la popularidad de youtubers y estrellas de la redes sociales (los llamados inlfuencers) son la consecuencia de la exaltación y explotación de la vulgaridad en detrimento de la excelencia. No es sencillo e inocente entretenimiento. Su éxito abrió puertas y le regala pistas sobre cómo actuar con eficacia a los spin doctors, hechiceros contemporáneos del mal.

Recuerdo al simpático autor venezolano de culebrones Boris Izaguirre junto al muy progresista Javier Sardá colaborando cada noche en el simpar programa televisivo “Crónicas marcianas” explotando y ofreciendo al respetable lo peor de cada familia mientras él se cultivaba en la ópera o leía a los clásicos. El colmo de la hipocresía. “Gracias a la atención que prestas a la basura que te doy, con la que te embruteces, yo me permito cultivarme en las más refinadas expresiones artísticas.” Plusvalía cultural, podríamos llamarlo.

La vulgaridad, herramienta de poder

Sostengo en este texto que ensayo desde hace unas semanas que la vulgaridad se ha convertido no solo en un valor en alza, sino en la varita mágica de las técnicas de consecución del poder político en las llamadas democracias occidentales. Aquellos primeros amagos ochenteros son a la actualidad lo que un bebé a un adulto, es decir, incipientes tentativas relativamente exitosas que tras aprendizaje verificado han devenido en una madurez de contrastada  eficacia y sonoros éxitos.

Es por ello que, al contrario de los que piensa mi maestro Javier Gomá, recojo y hago mío el famoso lema conativo de aquel también licor ochentero “Pilé 43”  “Guerra a la vulgaridad”:  a la vulgaridad, ningún respeto. Y es que, para profundizar unos centímetros más en el hoyo de mis obsesiones, utilicé nuevamente, por enésima vez en los últimos años,  “Ejemplaridad pública” (Ed. Taurus. Madrid 2009), tercer libro de su tetralogía sobre la ejemplaridad (hercúleo y apasionado trabajo con visos de convertirse en clásico) que dedica ni más ni menos que dos capítulos a la vulgaridad y a su reforma. Ahí es nada.

Para construir su tesis, el filósofo vasco empieza describiendo la vulgaridad como la hermosa hija de la libertad y la igualdad, fenómenos éstos que son propios y casi exclusivos de nuestra contemporaneidad, una manera de poner distancias con respecto a Ortega y Gasset y su concepción aristocrática y elitista de la sociedad pues, en su opinión, Ortega despreció, no vio, o no quiso ver el vínculo claro y necesario entre ésta y una democracia de corte liberal.

Por eso, Gomá afirma que “La vulgaridad es la nota distintiva de la cultura democrática que la singulariza de todas las anteriores. Nunca antes se había convertido en norma suprema de comportamiento”. Ahora bien, “no es posible una democracia edificada sobre las arenas movedizas de la vulgaridad de sus conciudadanos, personalidades excéntricas, geniales, no emancipadas y desinhibidas del deber

En una elipsis muy didáctica, el autor de la ejemplaridad teje un hilo histórico que parte de la modernidad ilustrada y la ruptura con la visión cósmica anterior, seguida del romanticismo que entronizó la más rabiosa individualidad y desembocó, a su vez, en el nihilismo post-nietzscheano, la muerte de Dios y el imperio del superhombre, todo lo cual configura nuestra actual sociedad, el modo de estar en el mundo, que culmina en el mayo del 68 francés y la filosofía de Herbert Marcuse, para quien “la sociedad estaría compuesta por subjetividades narcisistas, lúdicas, altamente sexualizadas, descomprometidas éticamente y capaces de reducir al mínimo sus obligaciones laborales”, en definitiva, la exaltación de la vida adolescente libre de responsabilidades y en eterna actitud exigente de una libertad huera, expresada con espontánea impertinencia.

Pese a todo, cree Gomá que la libertad ha triunfado y no hay marcha atrás. “Otra cosa es el uso virtuoso que se haga de esa libertad. Somos más libres que antes, pero no hay razón para mantener que somos mejores-más virtuosos- que los hombres del pasado”, aduce el escritor.

¿Libertad, para qué?

Y claro, entonces, tal y como ya preguntó Lenin un siglo antes. "¿Libertad, para qué?" Porque si la libertad es conciencia de necesidad, tal y como la definió Spinoza, nuestra ínclita y vulgar Díaz, con el poder que le hemos dado, cree que la libertad radica en permitir que sus conciudadanos se tomen unas cañas mientras expanden y contagian a sus vecinos un Cornavirus -éste sí- libre de toda norma; o permitirse la potestad escalofriante de decidir sobre las vidas de miles de ancianos a los que condenó a muerte, soberanamente, gracias al voto libre de los ciudadanos de Madrid que, pocos años después, ejerciendo nuevamente su libertad, la eligieron por aplastante mayoría para que dirigiese sus destinos en libertad. 

De ahí que Gomá reconozca y denuncie que “una democracia sin mores (amoral) atomiza a la población en una pluralidad desintegrada de subjetividades y obliga al yo que quiera ser cívico y virtuoso a emprender en solitario los trabajos de Hércules.

Entonces, teniendo en cuenta que para el escritor vasco la virtud es la que produce la moral y no al revés, ¿Qué mores, qué tipo de moralidad virtuosa es necesaria difundir para obtener como resultado una democracia plena y libre de vulgaridad? ¿Cómo plantar batalla a la vulgaridad? Es más ¿Habría que plantar batalla a la vulgaridad? Gomá tiene una respuesta: en primer lugar, rendirle nuestros respetos en virtud de su filiación, pues es la hermosa hija legítima de la igualdad y la libertad. Y en segundo lugar “en una cultura que ha convertido en derecho la vulgaridad del yo, la paideia (la educación) dirige a éste un imperativo de reforma” ya que “no existe ley válida que invada el corazón del ciudadano por la fuerza sin su consentimiento

Reforma de la vulgaridad y krausismo

Esa estrategia me lleva nuevamente a la Institución Libre de Enseñanza (ILE) y a la Residencia de Estudiantes. (Digo nuevamente porque no es la primera vez que lo apunto al reflexionar alrededor del pensamiento de Gomá.) Y es que en un movimiento de elasticidad histórica, al estirar y soltar la propuesta práctica de Gomá se produce un retorno o un repliegue a Ortega, padrino intelectual de las instituciones fundadas por los krausistas Francisco Giner de los Ríos y Alberto Jiménez Fraud, cuyo objetivo no era otro que formar las élites que deberían dirigir la regeneración y los destinos de España a principios del siglo XX con el objetivo sacarla del atraso y ubicarla plenamente en la modernidad europea.

Sin embargo, aquellos tiempos eran bien diferentes. Hoy España forma parte del grupo de países más avanzados del mundo. Prácticamente la gran mayoría de la población ha tenido acceso a la educación y conoce a la perfección sus deberes cívicos y su posición corresponsable de la colectividad a la que pertenece.

De hecho, creo sinceramente que en nuestro presente la propuesta de Gomá, que se complementa con la producción de buenas costumbres, virtuosas, movilizadoras que “involucren al yo todo, al todo yo y al yo en todos” con una “invitación colectiva de una ejemplaridad primaria, persuasiva, contagiosa, innovadora, en suma, carismática”, resulta ingenua en el más puro sentido gomaniano,  pero también en el sentido que atribuimos habitualmente a este adjetivo, sinónimo de bienintencionada, aunque poco o nada práctica.

La política es la lucha por el poder o, por utilizar nuevamente términos gomanianos, la lucha entre carismas de diferentes sino que nos llevan a sociedades de diferentes signos, en las que la moral, las costumbres y las virtudes se fijan a través de la consecución de hegemonías culturales que permiten una transformación respecto de los que dejó el carisma anterior. Dijo Julio Anguita, y creo que con razón, que la escuela nunca cambió el mundo, sino que el mundo tiene la escuela que él quiere. La idea de que la educación tiene poder transformador sólo es cierta si se le otorga ese poder. Esto lo han tenido siempre muy claro los dictadores.

Instalados en un bucle

A este tenor, y a la luz de las ya casi de seis décadas de democracia que vivimos en España, o bien la labor de los sucesivos gobiernos democráticos de uno y otro signo que han ejercido la responsabilidad de dirigir la educación ha sido estéril, porque los españoles somos unos zopencos; o bien no han sabido (y por tanto no hemos sabido colectivamente) establecer un sistema educativo generador de virtud ciudadana ejemplarizante; o bien la educación no es el camino ni la herramienta más adecuada para conseguir un “uso virtuoso de la libertad

Estamos, pues, instalados en un bucle. Sin virtud no hay educación y sin educación no hay virtud y por tanto nuestra sociedad se encuentra ahora mismo sin estrategia con la que detener la caída a través de la pendiente ante la falta de sujetos ejemplares que movilicen un cambio significativo y nos ofrezca otros horizontes. Pero ¿Qué es la virtud? Bernat Castany cree que es un concepto olvidado “como una ciudad maya cubierta por la vegetación. En ella se esconden los tesoros filosóficos de los que no podemos prescindir”Es una fuerza, un poder, una potencia, capacidad, o eficacia de cualquier tipo realidad, sea humana o no”. Para definirla, Castany echa mano de Baruch Spinoza que la describió como  “aquello que hace que cada cosa sea lo que es

Inicié el texto con dos figuras del pasado, paradigmáticas en el uso de la vulgaridad con objetivos políticos. Quizás, sin saberlo, eran un regalo del destino, la vacuna con la que identificar y neutralizar una tendencia que lustro a lustro se ha ido generalizando a toda la política, más allá del signo ideológico.

Recientemente hemos escuchado los lamentos de destacados líderes de la llamada izquierda transformadora ante el fin de la emisión del programa decano de la telebasura. Políticos de ese mismo signo ideológico, junto a periodistas afines, han participado y siguen participando en supuestos programas de debate en los que prima el insulto, la descalificación y el grito maleducado. Y no sólo en programas de dudoso contenido político, sino también en producciones conducidas por estrellas de lo rosa, del cotilleo ibérico o de la chafardería más chabacana, con el pobre e insultante argumento de que hay que bajar a los lugares donde está el pueblo para difundir el mensaje de progresismo y transformación social. Es el canto desafinado y contradictorio de la estupidez. Un insulto a la gente y a su inteligencia.

"Al loro, y quien no esté colocado que se coloque"

De hecho, probablemente empezamos tirando por la borda nuestras oportunidades de construcción de una nueva civilidad postfranquista con los primeros gobiernos de mayoría absoluta del PSOE. Ya lo he explicado alguna vez, y creo que no estoy solo cuando señalo el famoso discurso de Enrique Tierno Galván otorgando carta de naturaleza cultural a la llamada Movida desde el balcón del Ayuntamiento de Madrid.

Ese día renunciamos como país a formar y ver crecer una nueva generación de jóvenes libres fundamentada en el cultivo de la virtud y la corresponsabilidad colectiva. Porque, efectivamente, tal y como sabía Gramsci, la cultura transforma y su poder fundamenta el cambio generando una nueva hegemonía porque reporta individuos ejemplares en un proceso exponencial en el tiempo.

Rafael Sánchez Ferlosio lo denunció en su célebre artículo publicado por el diario El País en 1984 titulado “La cultura, ese invento del gobierno”. Sin embargo, su “Yo acuso” cayó en tierra estéril porque en España lo importante era hacerse rico; se convirtió en el país del pelotazo auspiciado por los sucesivos ministros de economía del PSOE que produjo la mayor densidad de nuevos ricos por metro cuadrado de Europa, y por ende, el reino absoluto y absolutista de la horterada, ya no solo estética, sino mental.

¿A alguien le extraña, pues, el surgimiento y entronización de figuras como Jesús Gil o José María Ruiz Mateos? Fue tal el efecto pernicioso del desprecio del Estado a la virtud que, con la entrada en escena de las cadenas privadas de televisión, la llamada Princesa del pueblo, a la sazón Belen Esteban, fue considerada seria aspirante a encabezar una lista electoral, pues hubo alguien que encuestó a la población y los resultados eran más que positivos para la ilustre candidata.

La paradoja

Y así hasta ahora. La vulgarización consciente de la sociedad en aras de la consecución o de la preservación del poder político ideológicamente es una estrategia de carácter transversal, aunque, en mi opinión, quien más y mejor partido está obteniendo con su puesta en práctica es, globalmente, la llamada derecha tradicional, neoliberal, extrema derecha, derecha extrema o fascista (Berlusconi, Trump, Díaz, Almeida, Núñez, Torra, Orvan, Meloni, Puigdemont, Borrás, Abascal, etc..) es decir, los partidos que tradicionalmente han defendido con fuerza enconada el elitismo, la exclusividad, la discrecionalidad del gusto, el refinamiento, lo snob,  una cultura cerrada accesible solo a unos pocos con el fin de conservar esa posición de privilegio social.

Por lo tanto, tenemos entre las manos un extraordinaria paradoja, porque ¿quién le iba a decir, casi un siglo después, al ínclito Ortega y Gasset que las fuerzas políticas valedoras y guardianas de las esencias conservadoras,  elitistas y  aristocráticas descubrirían la extraordinaria eficacia con la que opera la vulgaridad en las masas, y que la estrategia descartada, en beneficio de sus fines, sea el diseño de políticas regeneradoras, ni que sea para obtener profesionales, mano de obra cualificada con la que seguir enriqueciéndose?

¿Se imaginan ustedes a Don José Ortega y Gasset en animada conversación con Alberto Núñez? Apuesto mi herencia a que el líder del PP dejaría en buen lugar al torero Joselito El gallo. Quizás no sea necesario que el político gallego viaje en el tiempo. La comunidad valenciana acaba de investir Vicepresidente y Consejero de cultura al torero Vicente Barrera. Creo que, aunque parezca mentira, alguien en el PP y VOX ha leído a Gramsci.

Un punto de partida

¡A las masas que las parta un rayo!” Le espetó Antonio Machado por boca de Juan Mairena a Ortega y Gasset en acalorado debate sobre la cuestión. “Nosotros no pretenderíamos nunca educar a las masas. A las masas que las parta un rayo. Nos dirigimos al hombre, que es lo único que nos interesa; al hombre en todos los sentidos de la palabra: al hombre in genere y al hombre individual, al hombre esencial y al hombre empíricamente dado en circunstancias de lugar y de tiempo, sin excluir al animal humano en sus relaciones con la naturaleza. Pero el hombre masa no existe para nosotros. Aunque el concepto de masa pueda explicarse adecuadamente a cuanto alcanza a volumen y materia, no sirve para ayudarnos a definir al hombre, porque esa noción físicomatemática no contiene un átomo de humanidad. Perdonad que os diga cosas de tan marcada perogrullez. En nuestros días hay que decirlo todo. Porque aquellos mismos que defienden a las aglomeraciones humanas frente a sus más abominables explotadores, han recogido el concepto de masa para convertirlo en categoría social, ética, y aún estética. Y esto es francamente absurdo. Imaginad lo que podría ser una pedagogía para las masas. ¡La educación del niño-masa! Ella sería, en verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso

Un buen punto de partida para empezar a cambiar. ¿No creen? Sin embargo, y aunque probablemente  Machado sea unos de los autores más venerados por la izquierda política española, las semillas de las palabras de este párrafo hoy día caen también en tierra baldía por este lado del hemiciclo, pues a pesar de los síntomas tan evidentes de adocenamiento social, en el momento de  ostentar el poder se ven incapaces de diseñar y establecer una Paideia verdaderamente transformadora: el colegio, el instituto y la universidad han devenido, efectivamente, en lugares en los que se ha renunciado al poder transformador de la educación; academias de seres a los que se enseña lo que deberían aprender en casa y no se enseña lo que debería aprenderse en el aula; centros difusores de lo fútil, lo superficial, incapaces de plantarle cara a la grosería y finalmente al futuro gracias al desdén de la memoria, el esfuerzo y el conocimiento; lugares productores, en fin, de ejemplaridad inversa, dañina, y retrógrada, opuesta en todas su caras y todas su formas a la virtud ciudadana.

Así pues, tras leer y reflexionar durante horas alrededor de la propuesta de Javier Gomá con respecto a la vulgaridad, diría que ha supuesto todo un acierto identificarla como agente central dentro de todas las relaciones que se producen en lo público, en el ágora, el lugar donde nos tenemos que poner de acuerdo para dirimir las decisiones en torno a nuestro futuro y nuestro modelo social.

Igualmente opino que acierta en la descripción del modo en que se expresa o interactúa socialmente y en cuáles son las armas que utiliza para impedir la emancipación política, ética y moral de nuestras comunidades, que sin embargo caminan a toda velocidad lanzadas cuesta abajo hacia un futuro lastradas de nihilismo y de una romanticismo capitalista que ensalza la individualidad soberana libre de todo límite y de toda razón colectiva.

Ahora bien, en esa estrategia que ubica a los guardaespaldas del idealismo a ambos flancos de la realidad, fiar la esperanza de reforma en el respeto hacia la vulgaridad en aras de su filiación es dar la batalla por perdida entes incluso de extender el mapa en la mesa, porque en este asunto la realidad es de tal calibre, pisa con tanto peso, que es necesario recurrir a las piezas más sofisticadas de la armería práctica, porque no hay nada en la política que no tenga que ver con la acción.

A la vulgaridad, ningún respeto

Si la vulgaridad es la hermosa hija de la igualdad y la libertad, necesita unos buenos azotes. Si a alguien le parece un remedio políticamente poco correcto, lo cambio por un buen correctivo que la espabile, porque se ha convertido en una malcriada que al crecer todo lo emponzoña. La vulgaridad es una de esas hijas que, a pesar de que en su más tierna infancia apunta maneras de tirana, nos empeñamos en consentir todo capricho. Cuando queremos darnos cuenta es demasiado tarde y ya no hay respuesta a los interrogantes lastimeros.

A la vulgaridad no se la reconduce, ni siquiera se la toma como punto de partida. A la vulgaridad se la combate, pues como el escorpión de la fábula, su naturaleza es dañina y más lo será cuanto más le riamos las gracias, le llenemos de caprichos y le rindamos nuestro respeto, aunque sea desde una ingenuidad filosófica que pretenda, gracias a la carga de su inocencia, finalidades o propiedades benéficas. Para empezar a cambiar, a la vulgaridad ningún respeto. Después, vamos con la Paideia, con la educación -ésta sí-pendiente de una reforma en profundidad. Sería el modo de romper el bucle y desplegar la línea que indique el camino.

Porque de lo que se trata es de sacudirnos la voluntaria estupidez que nos mantiene encadenados, auspiciada por quienes ambicionan o desean retener a toda costa el poder que, gracias al entretenimiento, a la actividad insustancial, al riego por aspersión de la zafiedad, nos quiere alienados, débiles, rendidos y arrodillados ante la fuerza hegemónica del adocenamiento. Afirma Bernat Castany que "el poderoso nos domina porque nosotros no nos negamos, lo cual hace que nos sintamos merecedores de ser dominados." De ahí que, "la recuperación del discurso de las virtudes es una cuestión filosófica y política". La libertad nos va en ello.