Yo, que me tengo por persona racional, cazador frustrado de
certezas, me veo en la obligación moral de explicar brevemente un suceso que
más tiene que ver con lo paranormal que con la objetiva y convencional
realidad.
El ser vivo más reciente de mi familia, la pequeña y
preciosa Bruna -a la sazón, mi primera sobrina nieta- se asusta con mis
101 kilos de presencia, mi vozarrón de Polifemo y la poca gracia que Dios me
ha dado para la carantoña infantil, causante en los niños que la sufren del mismo efecto
que una pesadilla febril.
Eso es lo que sucedió el último día que estuvo en mi casa
celebrando mi cumpleaños. Yo me acercaba a ella para ensayar el enésimo intento
de mis graciosísimas cucamonas, pero tan solo al verme, intuyendo mis intenciones,
giraba sobre sus pasos y se colocaba bajo las faldas de sus padres, expresando con
su carita aterrorizada un miedo que no es de este mundo y el ruego mediante
lloriqueo de auxilio urgente.
La reacción de toda la familia era de risas y chanzas que,
por supuesto, la pobre Bruna no entendía, porque, en qué cabeza cabe que al mostrar
insistentemente fastidio y temor ante una presencia ciclópea, sin el más mínimo
gracejo, una encuentra en quienes dicen quererla la aquiescencia de la
carcajada, como si tal cosa tuviese la más mínima gracia.
Así es que al ver la chiquilla que sus temores y fobias eran
motivos de carcajada, prorrumpió a llorar desconsoladamente, probablemente con
el fin de mostrar su más radical desacuerdo hacia la actitud de todos, sin
excepción. Tal era la fuerza del llanto que ya la tertulia se convirtió en
misión imposible, pues Bruna se había ganado con la potencia de sus lloros la absoluta
atención de la concurrencia.
Papá y mamá ya no sabían qué hacer, sólo intentar
desviar la atención de la criatura realizando a su vez más zalamerías -bastante
menos afortunadas que las mías, por cierto-, acercándole un trozo de pastel que
la niña rechazaba, tomándola en brazos (aunque ella no quería) o entonando su
canción favorita mientras soslayaban cierta mirada acusadora hacia el causante convicto del drama de sobremesa, y el
resto de la familia aportaba al gran guirigay su granito de arena, con
agitación de manos al aire, algunas palmas, muecas grotescas, sonidos extraños y todo tipo de recursos inútiles que
suelen utilizar los adultos para intentar aplacar las iras de una nena en la
culminación de una rabieta con todas las de la ley.
Además, la situación produjo la consabida pelea entre los
progenitores, porque mientras mi sobrino reprochaba a mi sobrina el olvido en
su casa del muñeco de trapo favorito, mi sobrina reprochaba a mi sobrino el
olvido del chupete, placebo de lo más socorrido en estos casos. Así las cosas,
enseguida vi que -en pos de la convivencia y la pax familia- era acuciante
actuar de manera decidida. Como un resorte, sin pensarlo dos veces me levanté
de la silla, causando automáticamente en Bruna un aumento significativo del
volumen de su llanto.
Me dirigí raudo a la habitación estudio donde guardamos todo
tipo de cachivaches, porque sabía que en algún lugar de las estanterías, entre
Ramiro Pinilla y Antonio Muñoz Molina, reposaba una bonita flauta africana. La
música amansa las fieras -creo que pensé- y sería por esa razón por la que me
dio por buscar la dichosa flauta, hasta que di con ella; pero era tan espesa la
capa de polvo que acumulaba, que al cogerla dejé mis dedos marcados sobre la madera
y me produjo tal vergüenza que desistí de mi propósito.
Así es que, mientras escuchaba al otro lado del tabique el
llanto insistente y desconsolado de Bruna y las onomatopeyas animalescas de
toda la familia intentado consolarla, yo me sentía en el estudio como un héroe
de película ante los dígitos rojos en la pantallita de un artefacto explosivo,
intentando averiguar a contra reloj qué cable había que cortar para abortar la
deflagración.
Miraba angustiado, a un lado y otro, escrutando con urgencia
cada centímetro de las baldas: libros, muchos libros, muñecos, postales, fotos,
un hórreo gallego, la Torre Eiffel, una
Harley Davison, el candelabro de bolitas de cristal, cinco vampiros con
paraguas, unas gafas de sol redondas, bolígrafos secos… y así mil y un objetos,
hasta que en un rincón, olvidada, divisé una cajita de color verde en forma de
cofre con la inscripción grabada en la tapa “M. Hohner”.
Quien haya visto la película Ciudadano Kane del gran Orson
Wells sabrá lo que se siente cuando de modo insospechado, en el instante que
menos esperas, irrumpe tu infancia y el tiempo lejano gracias a la presencia
imprevista de algo que ni recordabas que tuvieses o que conservases de modo
consciente.
Allí estaba, bajo el diccionario de la Real Academia, y
junto a los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust,
el estuche verde oliva en el que ha dormido su letargo durante cinco largas
décadas la pequeña armónica que mamá y papá me regalaron a finales de abril de
1974, justo cuando cumplí los diez años.
Súbitamente, un chillido agudo, extraterrestre, proveniente
del comedor, que de ningún modo podía ser de este mundo, me expulsó de mi
infancia absorto como estaba ante la hermosa armónica plateada, y me impuso
nuevamente el presente de la realidad. La extraje con cuidado del estuche y
como el rey Arturo recién ungido con el poder de Excalibur, corrí resuelto a
enfrentarme a mis deberes familiares.
La situación, lejos de mejorar, había devenido en un sindiós.
Ahora los reproches ya no eran exclusivos de los padres de la criatura; ahora
tíos, primos, hermanos, abuelas y bisabuela discutían sobre la preminencia de las
recetas propias contra el llanto y la inconveniencia de las ajenas, en una
disputa por una medalla que nadie iba a investir, mientras Bruna ejercitaba
como nunca lo había hecho su capacidad torácica, las cuerdas vocales y el
límite acuoso de su lagrimal.
De manera que, ya con la mayor parte de la flota hundida, de
perdidos al río. Ni corto ni perezoso me llevé la armónica a los labios y
empecé a soplar y a emitir notas sin ton si son al tiempo que saltaba igual que
lo hubiese hecho un bufón de la corte, abriendo las rodillas al estilo jota
aragonesa y moviendo la cabeza como un energúmeno. Mi cuerpo serrano de un
quintal en canal dando brincos sobre un piso, como si se tratase del viejo Ian
Anderson de Jethro Tull, en vivo y en directo.
Al unísono, en perfecta coreografía, todas las miradas se
dirigieron hacia mí comunicando, sin el menor asomo de dudas, la condena
inquisitorial colectiva al remedio que estaba poniendo en práctica como un
último recurso para preservar la paz en lo poco que ya quedaba de tarde
familiar.
Y entonces ocurrió lo inesperado. Cuando ya todos miraban el
reloj y se palpaban los bolsillos intentando recordar donde habían guardado las
llaves del coche, la niña dejó de llorar y poco a poco se fue acercando
tímidamente hasta colocarse frente a mi persona que, pertinaz, insistía en bufar
y aspirar sin compasión sobre los orificios de la armónica, desatalentado,
saltando al compás del ruido que era capaz de emitir.
Y Bruna sonrió, y volvió a sonreír, y entre Bruna y yo se
produjo la magia, y ya nadie me miraba mal y todos se admiraban del milagro que
acababa de producirse, y yo continué soplando y aspirando y bailando bajo la admiración de
Bruna hasta que ya el resuello me abandonó, y tuve que sentarme, y entonces
Bruna dijo “¡más!” y todos rieron, y yo otra vez, saltando y danzando con mi
armónica de cincuenta años frente a la última criatura nacida de mi estirpe,
hasta que ya no pude más y ya a Bruna le dio igual, y se puso a sus cosas, sus
cosas de niña, y todos nosotros pasamos el resto de la tarde hablando de lo
extraño en el proceder de los niños, y de mi M. Hohner.
Desde ese día, la armónica M. Hohner que me regalaron papá y
mamá por mi décimo cumpleaños ocupa un lugar preminente en mi casa. Luce su
plata ya un tanto ajada sobre la cómoda blanca del comedor. Es de fabricación
alemana. En uno de los lados lleva grabados en forma de medallas los premios y
reconocimientos obtenidos en París, Philadelphia, Chicago y New York. El otro
lado, enmarcada en una filigrana de flores, se lee el nombre con el que la
bautizaron: Seductora. Mi vieja armónica M. Hohner se llama Seductora. Quizás,
quién sabe, contiene en su factura el secreto de Hamelin.
Seductora ahora descansa bajo un hermoso espejo, junto a dos
pequeños escarabajos dorados, una rutilante poinseittia navideña y una fotografía en la que aparezco yo
semidesnudo, con traje de baño, cuando tenía 13 años, de pie, sobre la arena de
la playa, sorprendido porque alguien, quizás papá, me llamó para fotografiarme
con aquella pequeña cámara automática de carrete y rodete que guardaba en una
funda negra imitación de piel. Creo que aquella fue una de las pocas mañanas
playeras que pasamos juntos toda la familia. Nunca hemos sido muy de playa.
Seductora también comparte cómoda con un pequeño cuadro que
mi amor y yo compramos en la Plaza Bib Rambla de Granada, en el que sobre un fondo rojo
aparecen una docena de mujeres desnudas y libres. En el mismo espacio,
Seductora convive desde hace un año con la imagen de un beso en un abrazo
apasionado que nos dimos mi amor y yo hace ya más de treinta años. Y,
finalmente, Seductora permanece tranquila, viendo pasar los días, junto a un
retrato en primerísimo plano que nos hicimos mi amor y yo el día anterior al
entierro, en la fosa familiar, de la urna que contiene las cenizas de papá y que
descansan desde entonces en la tierra que amaba, bajo una humilde cruz de
hierro con su nombre y el de mis abuelos.
Cincuenta años después del regalo de Seductora todavía me
pregunto por qué papá y mamá pensaron en regalarme una armónica. Recuerdo que a
mi hermana mayor le regalaron en su momento una guitarra española, de la que
jamás extrajo acorde alguno, y a mi hermano pequeño una flauta dulce, de la que
salieron pocas canciones. Acaso depositaron la esperanza en que sus hijos
supiesen tocar un instrumento con la idea de que la música nos haría mejores
personas. Eso, o cierta frustración personal que intentaron redimir con nosotros
proyectada en una ilusión también defraudada.
Y es que, en honor a la verdad, jamás conseguí más de tres
notas armoniosas de mi Seductora. Recuerdo que con mucho esfuerzo fui capaz de
tocar, casi por completo, el célebre villancico “Noche de Paz” y la sintonía de
aquella serie de dibujos animados llamada “Vicky el vikingo.”
Sea como fuere, ya advertí al inicio que esta era una
historia encuadrada en lo sobrenatural. Insisto en ello porque resultará
extraño la siguiente afirmación con la que la cierro, confesando la verdadera y misteriosa razón por la que mis
padres me regalaron una armónica: hace
medio siglo mamá y papá sabían que llegaría un día que en que Seductora sería
útil, no solamente a mí, sino a toda la familia. Nunca gastaron a lo tonto; nunca
dieron puntada sin hilo, por pura necesidad. Y ahora, si lo deseáis, si no podéis reprimir
vuestra insensatez y me lo pedís de modo tan insistente, puedo tocar “Noche de
paz”. Sin duda, es el momento.