miércoles, 27 de diciembre de 2023

Seductora (Cuento de Navidad del siglo XXI)

 


Yo, que me tengo por persona racional, cazador frustrado de certezas, me veo en la obligación moral de explicar brevemente un suceso que más tiene que ver con lo paranormal que con la objetiva y convencional realidad.

El ser vivo más reciente de mi familia, la pequeña y preciosa Bruna -a la sazón, mi primera sobrina nieta- se asusta con mis 101 kilos de presencia, mi vozarrón de Polifemo y la poca gracia que Dios me ha dado para la carantoña infantil, causante en los niños que la sufren del mismo efecto que una pesadilla febril.

Eso es lo que sucedió el último día que estuvo en mi casa celebrando mi cumpleaños. Yo me acercaba a ella para ensayar el enésimo intento de mis graciosísimas cucamonas, pero tan solo al verme, intuyendo mis intenciones, giraba sobre sus pasos y se colocaba bajo las faldas de sus padres, expresando con su carita aterrorizada un miedo que no es de este mundo y el ruego mediante lloriqueo de auxilio urgente.

La reacción de toda la familia era de risas y chanzas que, por supuesto, la pobre Bruna no entendía, porque, en qué cabeza cabe que al mostrar insistentemente fastidio y temor ante una presencia ciclópea, sin el más mínimo gracejo, una encuentra en quienes dicen quererla la aquiescencia de la carcajada, como si tal cosa tuviese la más mínima gracia.

Así es que al ver la chiquilla que sus temores y fobias eran motivos de carcajada, prorrumpió a llorar desconsoladamente, probablemente con el fin de mostrar su más radical desacuerdo hacia la actitud de todos, sin excepción. Tal era la fuerza del llanto que ya la tertulia se convirtió en misión imposible, pues Bruna se había ganado con la potencia de sus lloros la absoluta atención de la concurrencia.

Papá y mamá ya no sabían qué hacer, sólo intentar desviar la atención de la criatura realizando a su vez más zalamerías -bastante menos afortunadas que las mías, por cierto-, acercándole un trozo de pastel que la niña rechazaba, tomándola en brazos (aunque ella no quería) o entonando su canción favorita mientras soslayaban cierta mirada acusadora hacia el  causante convicto del drama de sobremesa, y el resto de la familia aportaba al gran guirigay su granito de arena, con agitación de manos al aire, algunas palmas, muecas grotescas, sonidos extraños y todo tipo de recursos inútiles que suelen utilizar los adultos para intentar aplacar las iras de una nena en la culminación de una rabieta con todas las de la ley.

Además, la situación produjo la consabida pelea entre los progenitores, porque mientras mi sobrino reprochaba a mi sobrina el olvido en su casa del muñeco de trapo favorito, mi sobrina reprochaba a mi sobrino el olvido del chupete, placebo de lo más socorrido en estos casos. Así las cosas, enseguida vi que -en pos de la convivencia y la pax familia- era acuciante actuar de manera decidida. Como un resorte, sin pensarlo dos veces me levanté de la silla, causando automáticamente en Bruna un aumento significativo del volumen de su llanto.

Me dirigí raudo a la habitación estudio donde guardamos todo tipo de cachivaches, porque sabía que en algún lugar de las estanterías, entre Ramiro Pinilla y Antonio Muñoz Molina, reposaba una bonita flauta africana. La música amansa las fieras -creo que pensé- y sería por esa razón por la que me dio por buscar la dichosa flauta, hasta que di con ella; pero era tan espesa la capa de polvo que acumulaba, que al cogerla dejé mis dedos marcados sobre la madera y me produjo tal vergüenza que desistí de mi propósito.

Así es que, mientras escuchaba al otro lado del tabique el llanto insistente y desconsolado de Bruna y las onomatopeyas animalescas de toda la familia intentado consolarla, yo me sentía en el estudio como un héroe de película ante los dígitos rojos en la pantallita de un artefacto explosivo, intentando averiguar a contra reloj qué cable había que cortar para abortar la deflagración.

Miraba angustiado, a un lado y otro, escrutando con urgencia cada centímetro de las baldas: libros, muchos libros, muñecos, postales, fotos,  un hórreo gallego, la Torre Eiffel, una Harley Davison, el candelabro de bolitas de cristal, cinco vampiros con paraguas, unas gafas de sol redondas, bolígrafos secos… y así mil y un objetos, hasta que en un rincón, olvidada, divisé una cajita de color verde en forma de cofre con la inscripción grabada en la tapa “M. Hohner”.

Quien haya visto la película Ciudadano Kane del gran Orson Wells sabrá lo que se siente cuando de modo insospechado, en el instante que menos esperas, irrumpe tu infancia y el tiempo lejano gracias a la presencia imprevista de algo que ni recordabas que tuvieses o que conservases de modo consciente.

Allí estaba, bajo el diccionario de la Real Academia, y junto a los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust, el estuche verde oliva en el que ha dormido su letargo durante cinco largas décadas la pequeña armónica que mamá y papá me regalaron a finales de abril de 1974, justo cuando cumplí los diez años.

Súbitamente, un chillido agudo, extraterrestre, proveniente del comedor, que de ningún modo podía ser de este mundo, me expulsó de mi infancia absorto como estaba ante la hermosa armónica plateada, y me impuso nuevamente el presente de la realidad. La extraje con cuidado del estuche y como el rey Arturo recién ungido con el poder de Excalibur, corrí resuelto a enfrentarme a mis deberes familiares.

La situación, lejos de mejorar, había devenido en un sindiós. Ahora los reproches ya no eran exclusivos de los padres de la criatura; ahora tíos, primos, hermanos, abuelas y bisabuela discutían sobre la preminencia de las recetas propias contra el llanto y la inconveniencia de las ajenas, en una disputa por una medalla que nadie iba a investir, mientras Bruna ejercitaba como nunca lo había hecho su capacidad torácica, las cuerdas vocales y el límite acuoso de su lagrimal.

De manera que, ya con la mayor parte de la flota hundida, de perdidos al río. Ni corto ni perezoso me llevé la armónica a los labios y empecé a soplar y a emitir notas sin ton si son al tiempo que saltaba igual que lo hubiese hecho un bufón de la corte, abriendo las rodillas al estilo jota aragonesa y moviendo la cabeza como un energúmeno. Mi cuerpo serrano de un quintal en canal dando brincos sobre un piso, como si se tratase del viejo Ian Anderson de Jethro Tull, en vivo y en directo.

Al unísono, en perfecta coreografía, todas las miradas se dirigieron hacia mí comunicando, sin el menor asomo de dudas, la condena inquisitorial colectiva al remedio que estaba poniendo en práctica como un último recurso para preservar la paz en lo poco que ya quedaba de tarde familiar.

Y entonces ocurrió lo inesperado. Cuando ya todos miraban el reloj y se palpaban los bolsillos intentando recordar donde habían guardado las llaves del coche, la niña dejó de llorar y poco a poco se fue acercando tímidamente hasta colocarse frente a mi persona que, pertinaz, insistía en bufar y aspirar sin compasión sobre los orificios de la armónica, desatalentado, saltando al compás del ruido que era capaz de emitir.

Y Bruna sonrió, y volvió a sonreír, y entre Bruna y yo se produjo la magia, y ya nadie me miraba mal y todos se admiraban del milagro que acababa de producirse, y yo continué soplando y  aspirando y bailando bajo la admiración de Bruna hasta que ya el resuello me abandonó, y tuve que sentarme, y entonces Bruna dijo “¡más!” y todos rieron, y yo otra vez, saltando y danzando con mi armónica de cincuenta años frente a la última criatura nacida de mi estirpe, hasta que ya no pude más y ya a Bruna le dio igual, y se puso a sus cosas, sus cosas de niña, y todos nosotros pasamos el resto de la tarde hablando de lo extraño en el proceder de los niños, y de mi M. Hohner.

Desde ese día, la armónica M. Hohner que me regalaron papá y mamá por mi décimo cumpleaños ocupa un lugar preminente en mi casa. Luce su plata ya un tanto ajada sobre la cómoda blanca del comedor. Es de fabricación alemana. En uno de los lados lleva grabados en forma de medallas los premios y reconocimientos obtenidos en París, Philadelphia, Chicago y New York. El otro lado, enmarcada en una filigrana de flores, se lee el nombre con el que la bautizaron: Seductora. Mi vieja armónica M. Hohner se llama Seductora. Quizás, quién sabe, contiene en su factura el secreto de Hamelin.

Seductora ahora descansa bajo un hermoso espejo, junto a dos pequeños escarabajos dorados, una rutilante poinseittia navideña  y una fotografía en la que aparezco yo semidesnudo, con traje de baño, cuando tenía 13 años, de pie, sobre la arena de la playa, sorprendido porque alguien, quizás papá, me llamó para fotografiarme con aquella pequeña cámara automática de carrete y rodete que guardaba en una funda negra imitación de piel. Creo que aquella fue una de las pocas mañanas playeras que pasamos juntos toda la familia. Nunca hemos sido muy de playa.

Seductora también comparte cómoda con un pequeño cuadro que mi amor y yo compramos en la Plaza Bib Rambla de  Granada, en el que sobre un fondo rojo aparecen una docena de mujeres desnudas y libres. En el mismo espacio, Seductora convive desde hace un año con la imagen de un beso en un abrazo apasionado que nos dimos mi amor y yo hace ya más de treinta años. Y, finalmente, Seductora permanece tranquila, viendo pasar los días, junto a un retrato en primerísimo plano que nos hicimos mi amor y yo el día anterior al entierro, en la fosa familiar, de la urna que contiene las cenizas de papá y que descansan desde entonces en la tierra que amaba, bajo una humilde cruz de hierro con su nombre y el de mis abuelos.

Cincuenta años después del regalo de Seductora todavía me pregunto por qué papá y mamá pensaron en regalarme una armónica. Recuerdo que a mi hermana mayor le regalaron en su momento una guitarra española, de la que jamás extrajo acorde alguno, y a mi hermano pequeño una flauta dulce, de la que salieron pocas canciones. Acaso depositaron la esperanza en que sus hijos supiesen tocar un instrumento con la idea de que la música nos haría mejores personas. Eso, o cierta frustración personal que intentaron redimir con nosotros proyectada en una ilusión también defraudada.

Y es que, en honor a la verdad, jamás conseguí más de tres notas armoniosas de mi Seductora. Recuerdo que con mucho esfuerzo fui capaz de tocar, casi por completo, el célebre villancico “Noche de Paz” y la sintonía de aquella serie de dibujos animados llamada “Vicky el vikingo.”

Sea como fuere, ya advertí al inicio que esta era una historia encuadrada en lo sobrenatural. Insisto en ello porque resultará extraño la siguiente afirmación con la que la cierro, confesando  la verdadera y misteriosa razón por la que mis padres me regalaron una armónica:  hace medio siglo mamá y papá sabían que llegaría un día que en que Seductora sería útil, no solamente a mí, sino a toda la familia. Nunca gastaron a lo tonto; nunca dieron puntada sin hilo, por pura necesidad.  Y ahora, si lo deseáis, si no podéis reprimir vuestra insensatez y me lo pedís de modo tan insistente, puedo tocar “Noche de paz”. Sin duda, es el momento.