Desde luego son posibles
tantas formas de afrontar la vida como personas hay sobre la Tierra, en
equivalencia a la diversidad de criaturas que
nacen, se reproducen y mueren;
cada una de ellas tal y como dicta su instinto, acogida al segmento taxonómico que clasifica y etiqueta
la comunidad científica, previa exhaustiva y minuciosa observación.
A pesar de que los
mamíferos marinos se aparean a través de su aleta dorsal sumergidos en la
intimidad de las profundidades, siguen siendo mamíferos, a diferencia de los
peces, quienes pese a convivir con ballenas, morsas y delfines, jamás
abandonarían el agua porque fallecerían asfixiados.
Mamíferos marinos, peces,
crustáceos y cefalópodos no saben que lo son. Tampoco los rumiantes saben que
la hierba que ingieren se digieres cuatro veces, ni los insectos invertebrados
tienen la menor idea del lugar que ocupan en la clasificación de los
científicos, que intentan ordenar y conocer las características fundamentales
de todo ser vivo, a través de las cuales se integran en grandes familias biológicas, de tal manera
que si alguien intentase mantener
tercamente la opinión de que un boquerón es un paquidermo,
disimuladamente marcaríamos el número de teléfono del centro de salud mental más
cercano.
Nos resulta sencillo clasificar especies animales porque no hay un
solo pulpo nadando en los siete mares que
levante uno de sus tentáculos para solicitar turno de réplica y exigir obligada
rectificación -y si le apuran hasta una cuantiosa indemnización- ante la
afrenta de incorporar a los miembros de su especie en el mismo grupo que a los
pulpitos, a las sepias o a los calamares, a todas luces seres de menor clase y
alcurnia, bastante menos lucidos y sugerentes.
Por el contrario, a pesar
de que los humanos contamos con la conciencia de nuestra existencia y de nuestro final y nos arrogamos la facultad de nombrar y
clasificar a las demás criaturas terrestres, somos muy reacios a que nos
cataloguen nuestros propios congéneres, los únicos capaces de hacerlo, ya que,
a lo sumo, solamente algún gran felino perdería su precioso tiempo salvaje en
encasillarnos en función de su apetito circunstancial y de si nos
encuentra apetecibles o no apetecibles.
El celo con que
defendemos a ultranza nuestra individualidad y diferencia ante los demás miembros
de la especie produce el fenómeno exclusivamente humano de mostrar las uñas y
los dientes frente a cualquiera que intente incluirnos en algún grupo de
sujetos, ya sea numeroso o ínfimo, por mor de determinadas coincidencias con
respecto a otros sujetos. Sólo lo permitimos en algunos casos. Por ejemplo, en
la adolescencia y primera juventud nos identificamos con determinadas estéticas
que nos arropan dentro de un grupo concreto
con cuyos valores, gustos y preferencias compartidos por sus miembros,
nos identificamos, proporcionándonos así la personalidad de la que carecemos.
Ya como adultos seguimos
etiquetando y permitimos que lo hagan cuando la pertenencia a un grupo determinado nos promete diferencias
ostensiblemente ventajosas con respecto a otros grupos que se forman en función
de criterios similares. Por eso, la
religión y la patria o la identidad nacional genera los vínculos gregarios más
potentes, que en la mayor parte de las ocasiones son perpetuos y de carácter
hereditario. Casi de modo parecido actúan sobre los sentimientos de la gente
los clubs de fútbol o de cualquier otro deporte de masas.
En los últimos años ( o
quizás ha sido siempre así), los partidos políticos han dejado de ser
herramientas humanas de organización -susceptibles de cambio, refundación y
desaparición para la consecución de determinados modelos de sociedad- y han
devenido en una suerte de Iglesia, clubs de fans o centros doctrinarios de
beligerante sectarismo ideológico con los que se reconocen acríticamente decenas de miles de personas
como si se tratase de sus mismísimos huesos. El partido político al que votan y
con el que se identifican ha arraigado tanto en sus corazones que son capaces
de enemistarse con sus mejores amigos si alguno de ellos contradice o
cuestiona, ni que sea mínimamente, su credo, o incluso no les duelen prendas poner en peligro la paz
familiar en una sobremesa navideña.
En cierto modo puedo
llegar entenderlo, porque al fin y al cabo lo que hacen los partidos políticos es venderse a un público objetivo como
depositarios de determinados valores, tanto morales, éticos como sociales de modo que, abanderándolos, pretenden conectar directamente con nuestras
percepciones de la vida en el mundo, azuzando miedo, rechazo e incertidumbre,
o esperanza, ilusión y certezas, según convenga. Así, no somos más
que simples moscas vulnerables en una tela de araña publicitaria, atrapadas y
transformadas en alimento del poder.
Sin embargo, lejos de
concedernos el beneficio de la víctima y a pesar de que en cierto modo lo
somos, no es menos cierta la indolencia con la que aceptamos y asumimos sin más
los mensajes y los ardides de quienes intentan atraernos a sus redes. Hasta tal
punto es así que, por ejemplo, renunciamos a leer prensa crítica con nuestros
postulados y hemos dejado de ser lectores, oyentes o espectadores de periódicos,
radios y televisión para convertirnos en intolerantes militantes de medios de
comunicación, renunciando así a conocer otros puntos de vista, a contrastar lo
que nos dicen a sabiendas de que en su mayor parte no es información, sino
publicidad, regalos para nuestros ojos, bálsamos o himnos para nuestros oídos.
En consecuencia, también aceptamos orgullosos, sin poner ningún reparo, la etiqueta de lectores de determinadas
cabeceras, haciendo ostentación de ello.
Y a pesar de todo, lo
cierto es que al hermanarnos con otros
tantos miles de personas al calor de unas siglas, de un logotipo y de unas
consignas, lo que hacemos es posicionarnos en un determinado segmento moral.
Desde que Norberto Bobbio escribiese en 1992 “Derecha e izquierda” constatamos (
por si cabía alguna duda) que, efectivamente, ambos extremos de la cosa
política en la que se posicionan los partidos en función de su ideología no son
meras clasificaciones sumarias o conceptos demodé, superados por el prometido
final de la Historia que vaticinó Francis Fukuyama justo el mismo año en el que
Bobbio publicó su ensayo, con tan mal ojo que, muy a pesar suyo, no sólo la
Historia continua, sino que casi cuatro décadas después de tan desafortunada
predicción, nuestro Occidente no podía estar más polarizado y la dialéctica
entre los que poseen o no poseen los medios de producción, entre justicia o
injusticia, explotados y explotadores, igualdad y desigualdad, distribución o
acumulación sigue tan vigente como la ausencia del politólogo norteamericano en
el debate intelectual.
Y es que alumbrada la
década de los noventa, después de la defunción de la URSS, de la caída del Muro
de Berlín y del triunfo global de la
revolución neoliberal liderada por Reagan y Thatcher, hubo quien creyó en el
final de las ideologías, de tal manera
que si osabas proclamar en público soy de derechas o soy de izquierdas corrías
el riesgo de la risa, la burla, o el
mejor de los casos, el desdén. Norberto Bobbio salió al paso de la gran juerga
del pensamiento único y levantó la aguja del tocadiscos con un ensayo que, para
su sorpresa y la de otros muchos, en
pocos meses se convirtió en un best seller.
Dice Bobbio que “ El
criterio más frecuentemente adoptado para distinguir la derecha de la izquierda
es el de la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad
frente al ideal de la igualdad, que es, junto al de la libertad y al de la paz,
uno de los fines últimos que se proponen alcanzar y por los cuales están
dispuestos a luchar”. Es decir, más que un par de etiquetas con las que podemos
identificarnos o clasificar a las formaciones de un arco parlamentario, la
derecha y la izquierda son dos conceptos morales que trascienden la clasificación política y su
origen: el lugar de la cámara parlamentaria donde asentaban sus posaderas los diputados de
diferente signo político.
Y añade el politólogo
italiano. “El mayor obstáculo a la igualdad entre los hombres ha sido la
propiedad individual, ‘el terrible derecho´”. Porque, efectivamente, si algo
proclaman las ideologías que acogen y defienden el libre comercio y el libre
mercado es la libertad por encima de todo, por encima del bien común, la
libertad de enriquecimiento a costa del empobrecimiento de otros. Por eso,
Norberto Bobbio asegura que “la libertad de elección de la esfera privada es intrínsicamente no igualitaria, porque la
libertad privada de los ricos es inmensamente más amplia que la de los pobres.”
De ahí que los partidos de derecha o centro derecha propongan medidas dirigidas
a una libertad sin igualdad, o a lo sumo proclamen la igualdad ante la ley, lo
cual, como descubrió su compatriota Antonio Gramsci, no deja de ser una trampa,
sobre todo para los más desfavorecidos. Creo que fue Eduardo Galdeano quien
definió a la justicia “como una serpiente, porque sólo muerde a quien camina
descalzo”.
Consecuentemente, la cuestión que a mí me interesa es la
eficacia de los partidos de izquierda contemporáneos para conseguir
establecerse de manera hegemónica, ante la mayoría de la población y en un
sistema democrático, como el referente de los valores de la libertad, de los derechos humanos, de
la dignidad, del trabajo, del esfuerzo, de la igualdad, del bien común, de la
conciencia comunitaria, de la solidaridad, del progreso humano y social, de la
conciencia, de la justicia, de la regeneración, de la honradez, de la
distribución de la riqueza, del respeto al planeta tierra y en definitiva de la
bondad. La ejemplaridad de sus líderes sería un buen comienzo, junto al compromiso de todos nosotros con
estos valores y con las organizaciones que los defiendan.
Pero ¿Cabe en las
actuales circunstancias, en el contexto actual, con los modos y maneras de
hacer política, de albergar algún tipo de esperanza en que algo así tenga lugar?
Sinceramente, yo creo que no. La red de la araña es muy poderosa. Cada cual con
nuestra etiqueta nos hemos acostumbrado a movernos, unos mejor y otros más
torpes, en la viscosidad de los hilos de los que penden nuestras voluntades y
nuestras vidas. Por ello creo que es necesario cambiar de paradigma.
La política institucional
y convencional ya no va aportar nada
nuevo a la historia, aunque la historia y sus hijos, que somos todos
nosotros, exija cambios radicales. Los valores morales que
siglo a siglo nos han conducido a la época de la Historia en la que cualquier
hombre y mujer del pasado le hubiese gustado vivir son los valores de la
izquierda. Ha llegado el momento de la imaginación, de inventar nuevos
mecanismos de participación y acción democrática, de superar las estrategias y los de los partidos políticos convencionales, de
la participación ciudadana en proyectos comunes que se conviertan en realidades
regeneradoras, emancipadoras, redistributivas, igualitarias y justas.
Podríamos empezar por
mirarnos a nosotros mismos y dilucidar si, a
pesar de que nos hemos clasificado a nosotros mismos como especie
humana, mamíferos, vertebrados y racionales, pertenecemos a algún otro
subgrupo. Por ejemplo al de los
preocupados por nuestro futuro en común; o quizás a los que solo les preocupa
su propio futuro; al de los preocupados por el devenir de la historia, del hombre y de
todas las criaturas del planeta; o al de
los que solamente les preocupa la cuenta de resultados y su propio y exclusivo
bienestar. Por el momento no somos más que moscas, kafkianas, vulnerables; a
veces, caprichosas, y en ocasiones díscolas; en el mejor de los casos moscas
cojoneras que de vez en cuando molestan un poco. Algunos ejemplares incluso
escapan de la red pero al poco son aplastadas. Estaban solas.