Leyendo al gran Antonio di Benedetto esta semana le daba vueltas a la cosa de la eternidad. Su Silenciero dice que la eternidad es la sucesión infinita de instantes. O sea, que de algún modo, todos somos eternos si, primero, somos capaces de considerar lo eterno como un espacio inmensamente inmenso de tiempo y, segundo, considerar que, por muy cortita que sea nuestra vida, vivimos tantos instantes como para sumar con todos ellos algo equivalente a un infinito particular y doméstico en el que no han dejado de ocurrirnos cosas. Quien no se consuela es porque no quiere. Pobre Silenciero.
Tiraba de este hilo cuando se me coló el Pastor Alemán Benedicto XVI, que ya parece Belen Esteban en sus mejores tiempos, porque no hay dios que se pueda abstraer de su acampada junto a la legión global de jóvenes alegres y combativos. (Por cierto, eso es una acampada indignada, y lo demás son hostias). Y como en lo que andaba pensando era en la idea de la eternidad, pues no me fue muy difícil llegar a mourinhizar al respecto de la imagen de un Dios eterno como un venerable anciano, entradito en años. ¿Por qué todo Papa que se precie- el recuerdo, el símbolo carnal y humano de la existencia de la vida eterna- debe ser un anciano renqueante, de movimientos lentos y torpes, voz débil, y mirada glauca? ¿Por qué nunca levanta la cabeza por encima de sus hombros?¿Por qué no camina erguido?¿Por qué se esfuerza en parecer más senil de lo que es? Nada de todos estos atributos nos lleva a dibujar la eternidad. Todo lo contrario. Enseguida pensamos “¡qué pocos instantes por sumar le quedan a este!” Y eso es lo que le debe pasar por la cabeza a alguno de los centenares de miles de jóvenes que estos días se corren de gusto al verle, al masturbarse por las noches pensando en la belleza con la que duerme al lado sin poder tocarla, al concluir que si hay algo eterno en la explanada madrileña del gran concierto católico-apostólico-romano ese es su propio futuro y su propia vida porque al que habla, la viva imagen (o la imagen viva) de la eternidad, le quedan tres telediarios muy bien cronometrados.
Después de esta diarrea mental, más ligero de intestinos que Escrivá de Balaguer en Cuaresma, me dio por intentar entender a este hombre, o estos hombres, que a lo largo de la Historia pontifican creyéndose a salvo de yerro, equivocación o pecado. A este hombre que dice, sin que en la cara le aparezca el más mínimo reflejo del color de sus zapatos, que no está bien que nos creamos dioses, porque la exclusiva la tiene él. Pensé en escribir su propio diario, como si yo fuese el mismísimo representante de Dios a la tierra, en primera persona. Lo escribiría on line, es decir, como si a cada momento vivido de la visita a Madrid el Santo Padre tuviese en las manos una bendita Blackberri en la que, al empezar su baño de multitudes a través de las calles, dentro de su papamovil, escribiese, por ejemplo
"No es porque yo lo quiera. Es todo voluntad de Dios. Ahí los tengo, postrados a mis pies. Desde aquí ni siquiera me parecen hombres, o mujeres. Todo es una larga procesión de colores a derecha e izquierda; una larga cadena de voluntades que me pertenecen, que se extasía a mi paso solamente con levantar una mano y hacer con ella la señal de la cruz, y después sonrío tras este cristal con que Dios me protege, con mi sonrisa de anticristo. (Cuando era Obispo, Inquisidor general y profesor en la facultad de teología, creía que mi incapacidad para sonreír amablemente me imposibilitaría llegar a lo más alto y tener más cerca que nadie a mi Señor. Pero el tiempo y la experiencia me hicieron ver que no hay nada que se interponga entre yo, Dios y las voluntades de ambos. Nadie escribió nunca en ningún libro de leyes, humanas o divinas, que a un hombre con dientes de perro y risa de sádico hay que negarle el trono de Pedro.). Míralos. Con cada cruz que trazo en el aire abochornado de este camino, esa masa coloreada, esas dos hileras interminables de luces que flanquean mi desfile entra en éxtasis. Ahora mismo podría pedirles cualquier cosa. En verdad os digo que cómo no voy acabar creyendo, después de años experimentando el cumplimiento de todos mis deseos, como si el mismísimo Dios hubiese escogido este cuerpo para reencarnarse. Me besan reyes y reinas, gobernantes, banqueros, militares de los más altos rangos, y niños, muchos niños, que nunca me falten los besos de los niños.
“Ya falta poco para que finalice el paseo. En unos minutos estaré sentado de nuevo bajo el palio y desde allí, durante unos breves instantes, haré como si les viese a todos mirando a lo lejos, hacia la línea más lejana que encuentre, y yo pensaré que el mundo entero me observa, y me sentiré bien, en paz con Dios, y dibujaré con el índice la enésima cruz del día, y después de que se haga el silencio entonaré con mi mejor voz de anciano conmiserado, pastor sabio, abuelo universal, la bendición urbi et orbi, y para entonces seré un poco más Dios y todos los demás un poco más hombres. Esta es mi eternidad. Lo demás un cuento chino. 'Vamos', le digo al guardaespaldas.