No es verdad: no se bebe para olvidar porque en realidad olvidar es esconderse en la memoria, correr hacia el refugio de los recuerdos que nos protegen y nos redimen del presente. Yo cuando bebo, si los tragos son cortos y frecuentes, suelo ponerme nostálgico y, como les ocurre a los agónicos, veo pasar toda mi vida en instantes, en destellos, en escenas de doble plano en las que encuentro figuras nítidas y también siluetas desenfocadas, turbias, que formaron parte del momento, pero que, por cualquier razón, no quieren darse a conocer.
Sin embargo, cuando el trago es largo, me pongo de mala uva,
se me excita la bilis, prorrumpo y reviento las reuniones con mis opiniones que expreso
casi a gritos, frunciendo el entrecejo, agitando mucho las manos, y los brazos,
y no hay Dios que me pueda quitar el turno. Si el vino es de crianza suelo
tener razón y entonces la concurrencia me escucha como si quien les hablase fuese el mismísimo Unamuno
republicano pontificando desde el balcón, cuando decía aquello de “¡con el rey o contra el rey!”. Por el
contario, si el vino es peleón, como suele ser habitual, me obceco y arrimo mi
parecer a un clavo ardiendo, aunque
siempre llega un momento en que
hay alguien que me empuja hacia una
contradicción evidente. Eso es lo peor que puede pasar porque a partir de
entonces emprendo una huida hacia delante y ya no hay quien me haga callar. Creo que a
los que no me conocen bien incluso les puedo llegar a provocar miedo, o al
menos esa prevención sutil y disimulada con la que nos guardamos de los locos.
Lo veo a menudo en sus ojos, y me hace sentir muy fuerte. Me siento Arrabal en
televisión, gritando aquello de “¡hablemos del milenarismo, hablemos del milenarismo! o Paco Umbral exigiendo que se hable de mi
libro. Puedo asegurar que en esos
momentos todo lo que explico es
inventado. Es inevitable. La cabeza se me llena de hechos, recuerdos, personajes,
datos, cifras, autores, citas, situaciones falsas, ficticias, de las que estoy
absolutamente seguro conocer, haber
leído, vivido o formado parte y que me vienen que ni al pelo
para justificar todos mis argumentos a los que algún incauto, que posiblemente
habrá bebido más o menos lo que yo, se le ha ocurrido poner en duda o
contradecir.
A partir de ese instante solamente interrumpo mi discurso cuando
veo mi copa vacía con un silencio técnico que utilizo estratégicamente. Mientras la lleno recupero el resuello y aunque alguien se dirija a mí con
el fin de hacerme entrar en razón, no
escucho porque en realidad estoy
pensando en la siguiente barbaridad, y entonces, frecuentemente hay alguien
que pretende aprovechar ese impase para cambiar de conversación. Si se sale con la suya todos respiran
aliviados y yo me hundo en la copa viendo el reflejo de mis ojos flotando
temblones sobre el vino tinto, absorto, buscando algún recuerdo real al que
agarrarme para poder olvidar todas y cada una de las palabras que durante media
hora he sido capaz de pronunciar.
Hoy no he bebido más que un par de tragos para camuflar unos
canalones de setas muy bien vendidos pero muy mal cocinados. Nadaban sobre
bechamel líquida y sabían a harina cruda y a cueces o enriqueces. Al salir del restaurante me he abrigado hasta el cuello
porque caía una lluvia fina muy fría, casi
más fría que si fuese nieve. (A la lluvia le pasa lo que a los hombres, que
cuando no es lo que pretenden ser hace lo posible por parecerlo, aunque
terminan por no cuajar). Como me tengo por un hombre virtuoso, además de beber con frecuencia, también soy
coqueto y lo primero que he hecho es certificar mi aspecto en la luna del
primer escaparate. Al verme he detenido el paso de inmediato, me he quedado
paralizado ante el cristal y he tenido
que hacer un serio esfuerzo para confirmar que no había bebido tanto como para
desvariar. De hecho, no las tenía todas conmigo porque me han entrado unas
ganas incontenibles de entablar una
buena discusión con semejante aparición.
Y es que lo que estaba viendo frente a mí era la figura de un adolescente
calzado con botas marrones de caña alta, vestido con pantalones de tubo
estrecho de pana marrón y abrigado con un abultado anorak de color azul,
exactamente igual a como yo iba vestido.¡ Y cómo si no, si era mi reflejo.! ¡Qué
otra
cosa podía ver más que a mí mismo!
Aun sobrio, con mis sentidos intactos, le he lanzado
un gesto; ese gesto torero, chulo y
castizo, que consiste en afirmar con la
cabeza pero a la inversa un envite mudo ¡qué pasa, hombre! ¡aquí estoy yo! Pero no ha contestado. Me conoce muy bien.
Sabe lo que le espera: la tortura de mis
lamentos, la utopía imposible, y la última novela leída, con final incluido. Lo
que en términos clásicos se suele llamar un auténtico plasta. De manera que sin palabras, mirándome durante unos segundos, el que me ha
hablado ha sido él con la misma voz y la misma ropa que hace
30 años en el día de los santos inocentes, sobre la nieve de la
calle sin asfaltar, junto a unos amigos abrazados antes de entrar en la taberna
para tomar los primeros vasos del frío
día de invierno, día blanco de fiesta, de recuerdos gratos, de memoria helada, que surgió hoy, gracias al azar, con todo su poder evocador sobre la línea azul de electrodomésticos en oferta. El olvido, que entra cuando quiere, sin beber y
sin llamar.