De un tiempo a
esta parte nos apresuramos a etiquetar a decenas de millones de personas que comparten el hecho
de nacer y crecer durante unos años concretos. La necesidad de segmentación o el afán clasificatorio decimonónico con que
vivimos los humanos occidentales nos ha
convertido, queramos o no queramos, en
miembros de una generación determinada que siguen las mismas pautas de vida,
las mismas costumbres y que los sociólogos y ejecutivos del márquetin caracterizan sumariamente a través de
una serie de rasgos uniformados que confinan nuestro carácter, nuestros
gustos y valores en un nicho común.
Creo que la mía
fue la primera de las generaciones con etiqueta. Aunque algunos quisieron
recolocarnos en la generación X, nosotros somos hijos del baby boom, vástagos multitudinarios producto de una gran actividad
procreadora que tuvo lugar en la década de los sesenta. Tal fue la magnitud
demográfica, que allí donde hemos acudido, para cualquier actividad que hemos
desarrollado, siempre encontramos una larga
cola hasta llegar nuestro turno, o sencillamente nos vimos obligados a
renunciar a nuestros deseos porque éramos demasiados. De hecho, probablemente
nuestra generación será la primera que no pueda disfrutar de la preceptiva
pensión de jubilación al completo.
Efectivamente, somos demasiados, aunque, o precisamente por eso, nadie nos robaba el abrigo. A lo sumo lo perdíamos, además de otra serie de objetos. Por ejemplo, discos; discos de vinilo. Ser demasiado generoso o cometer la torpeza de prestar discos se pagaba con su pérdida. Todos tenemos en nuestro poder discos que nos han prestado y todos hemos perdido discos por prestarlos. La cosa era así. Los dejabas para grabar una cinta de casete y ya nos los volvías a ver. Te los dejaban para grabar una cinta de casete y te quedabas el disco. Así era la cosa. Ejercíamos espontáneamente el derecho de usucapión del vinilo.
Efectivamente, somos demasiados, aunque, o precisamente por eso, nadie nos robaba el abrigo. A lo sumo lo perdíamos, además de otra serie de objetos. Por ejemplo, discos; discos de vinilo. Ser demasiado generoso o cometer la torpeza de prestar discos se pagaba con su pérdida. Todos tenemos en nuestro poder discos que nos han prestado y todos hemos perdido discos por prestarlos. La cosa era así. Los dejabas para grabar una cinta de casete y ya nos los volvías a ver. Te los dejaban para grabar una cinta de casete y te quedabas el disco. Así era la cosa. Ejercíamos espontáneamente el derecho de usucapión del vinilo.
A mí me hubiese
gustado que nos hubiesen llamado la generación de vinilo. Fuimos consumidores
y escuchantes compulsivos de discos. Los
hijos de obreros que nacimos en los sesenta teníamos todas las noches sueños
húmedos con cadenas de alta fidelidad, pero nos teníamos que conformar, a lo
sumo, con el monoaural de tapa-altavoz. Por eso nos íbamos en septiembre a la vendimia, o trabajábamos los meses de verano en las fábricas para
poder costearnos un equipo compacto, que era el utilitario de la alta fidelidad.
Sí, la generación
del vinilo. Yo he vuelto a mis vinilos. Dicen que hay una especie de resurrección
del disco de vinilo. Nuestra nostalgia
vivificante es, cómo no, también multitudinaria y viene acompañada de un poder adquisitivo medio,
fruto de décadas de trabajo que nos anima a deshacernos del dinero que
deberíamos ahorrar para pagarnos la pensión en adquirir discos, recuperar la costumbre y el
hábito de escogerlo, observar la portada detenidamente, con delectación,
limpiarlo con un trapito de fieltro, colocarlo sobre el pivote, levantar el
brazo de la aguja, soltar el latiguillo para que se pose tierna y delicadamente
sobre el primer surco y justo, en ese instante, se produzca uno de los sonidos
más gratificantes que yo pueda oír, el baumm
suave, y aterciopelado del primer
contacto del diamante con el vinilo.
Y mientras suena
el disco, seguimos observando la portada, o el libreto del interior, y
acompañamos la música con la lectura de las letras, o fijamos la mirada en el
giradiscos, absortos, como quien mira fascinado las llamas hipnóticas de una
hoguera.
Si lo pensamos
bien, el disco de vinilo explica muchas
más cosas de los miembros de nuestra generación que cualquier tratado de
sociología. Y las explica por oposición a generaciones posteriores, sobre todo
a la de nuestros hijos, que han sido
ninis, digitales y comparten frontera generacional con los milenials y griegas o
zetas.
Podríamos afirmar
que lo fundamental de un disco de vinilo estriba en la grabación analógica, en
los matices del sonido, en esa conjunción armoniosa de graves y agudos cuyo resultado nos
proporciona un abanico cromático que
ningún sistema digital ha podido todavía igualar. Aunque quizás para algunos lo significativo es el material con que está fabricado, o el
brillo azabache, o el diseño de las portadas, el celofán protector y el forro de plástico que lo conserva como
recién comprado.
Nada de eso. Lo fundamental
en un disco es la doble cara. A y B. 1 y 2. Lo fundamental es que se rallan. Lo
fundamental es que hay que cuidarlos. Lo fundamental es que
veces se escuchan frituras. Lo fundamental es que son imperfectos.
Un disco de vinilo
es escuela de vida. Nos ha obligado siempre a tener en
cuenta el otro lado de las cosas, ver más allá, buscar, investigar, encontrar,
contrastar. Nos ha obligado siempre a
entender y a interpretar la realidad como la suma de varios puntos de vista. Nos ha obligado a
levantarnos, a estar siempre atentos, porque cuando se acaba la música de la
cara A tenemos que incorporarnos y repetir el proceso para la cara B, siempre
con amor, interés, con sumo cuidado; lo
que tenemos entre manos es frágil, muy frágil y se puede echar a perder.
Un disco de
vinilo nos ha enseñado que la perfección no existe, que la vida ralla, que hay
que levantarse, sí, levantarse, una vez
más, levantarse, mover la aguja cuando se empecina en deslizarse por el mismo surco y colocarla despacio, con
mimo, en el surco donde empieza la
siguiente canción.
Un disco de
vinilo ocupa espacio. Por eso hay que decidir muy bien los que adquirimos,
porque el espacio es limitado. Y es que la música del vinilo no está en las
nubes. Es material, se escucha en casa, entre todos los demás objetos que
forman nuestro hogar. Por eso un disco
es como una parte de la familia, que echas de menos cuando no lo tienes, porque
cuando viajas, cuando estás solo allí afuera, o atraviesas un mal momento en el trabajo, necesitas escuchar sus melodías igual que
necesitas del abrazo cálido de la gente que te quiere.
Un disco de
vinilo nos enseña que la vida caduca, que la vida son 50 minutos a 33 revoluciones. Después de ese tiempo, la aguja completará el final de la espiral y
de repente ya no escucharemos la música, y tendremos que esforzarnos por
recordar ese ínfimo instante de felicidad en el que sonó nuestra canción
favorita.
Ahora que por
culpa de los años somos un poco más sabios, y que por fin hemos descubierto la realidad de un disco de vinilo, compartamos el
descubrimiento con nuestros hijos. Dejemos en mal lugar a los sociólogos,
destruyamos los segmentos de
ventas, seamos audaces y
transformemos su generación seduciéndoles con el baumm
suave y aterciopelado del diamante sobre el vinilo y mostrémosles que estamos aquí
de paso, que la vida no es perfecta, más bien lo contrario; que hay que pisar en la tierra, bajar de las
nubes y levantarse, una y otra vez; que
deberán escoger, decidir, continuamente, y cuidar de sí mismos, y de los suyos, y, sobre
todo, que busquen y tengan siempre presente el otro lado de las cosas.