jueves, 20 de mayo de 2021

Dialécticas urbanas

 


Nos puede parecer una gamberrada pero,  bien mirado, perpetrar una pintada requiere  de altas dosis de valentía, insensatez, determinación y deseo o necesidad expresiva. Una pintada es el resultado final de   todo un proceso que exige  el cumplimiento de una serie de decisiones racionales realizadas de manera consciente. Es cierto; antes que nada existe la necesidad, quizás irracional, salvaje, impetuosa de expresar a lo grande lo más pequeño,  pero una vez que ésta aflora como cuestión vital, el perpetrador tiene que aprobar en su propio presupuesto un dispendio,  ir a la tienda , elegir el color de la pintura, planificar el número de sprays que necesitará, escoger la pared sobre la que va a imprimir  su huella anónima, su grito, denuncia, llamada proselitista,  imprecación o desahogo y, finalmente, concretar el día y la hora en que ejecutará su obra.

Por otro lado, pintar las paredes de las ciudades supone la preservación de una costumbre clásica que ya nuestros antepasados los griegos y los romanos  realizaban con equivalente intensidad, similar maestría  y parecida locuacidad. Así es que deberíamos ir despojándonos de prejuicios clasistas, miramientos pequeñoburgueses y actitudes más o menos victorianas, y aceptar de una vez por todas que del mismo modo que un futbolista luce su ignorancia, un jardín sus flores y un político su vanidad, una ciudad luce sus pintadas.

Y es que, además de la resolución consciente que asiste al autor de una pintada, debemos valorar también, en última instancia, las dos fases cruciales en su ejecución. A saber, por un lado, la elaboración paciente, reflexiva, sosegada y racional  del pensamiento que  leeremos  después en el muro, la pared, la persiana o la fachada escogida. Y en segundo lugar, el acopio de valor, audacia y arrojo que el anónimo aforista debe cosechar para salir a la calle, con  nocturnidad alevosa y premeditada, pintura en mano, para esbozar con rapidez, letra clara y gramática impoluta el mensaje  previamente decidido,  arriesgando un par de noches de calabozo, unas horas de trabajo comunitario o un puñado de euros para liquidar la multa preceptiva.

Con todo, como en cualquier otra actividad humana, también en las pintadas urbanas existen las jerarquías. Las ciudades son prolijas  en aes mayúsculas circundadas, obra de crípticos anarquistas; hoces y martillos más o menos ortodoxos, que acompañan máximas prosélitas de marxismos mal digeridos; esvásticas dextrógiras y  esvásticas  levógiras, esvásticas icoságonas comme il fait,   y hasta  esvásticas de 19 brazos, que de todo hay en la viña del señor; conceptualizaciones y abstracciones diversas de ikurriñas y  esteladas, puntos de mira, flechas yugos y lazos, y demás inconografía pseudopolítica que decora las calles de nuestros pueblos y ciudades.

A pesar de su variedad, son tan frecuentes que, tal y como indican las leyes del mercado, tanto su elevada profusión como la repetición de los eslóganes y la falta de originalidad rebajan drásticamente su valor. Aconsejaría encarecidamente a sus autores que reservasen su interés,  valor y audacia en menesteres más productivos. De verdad se lo digo, su pretendido compromiso ideológico no es más que contumacia sin eco. Un poco de adrenalina nocturna no amortiza la pobreza de los resultados.

Sin embargo, confieso mi admiración hacia otro tipo de autores y de temas. Es más, he reunido sin pretenderlo una pequeña colección de pintadas tras las cuales preservan  su anonimato auténticos filósofos de la vida,  atrevidos pensadores urbanos, admirables sabios del asfalto; ciudadanos que arriesgan durante unos breves segundos la libertad o el dinero y que invierten su tiempo nocturno en ofrecer a sus conciudadanos el resultado de sus desvelos.

Una de mis favoritas apareció hace unos pocos años sobre una larga pared virginal,  próxima a mi lugar de trabajo, propiedad de una universidad, tras la cual ingenieros e ingenieras se devanan los sesos en pos del progreso tecnológico. Vale la pena consignar que en aquel tiempo, la situación política en Catalunya se había vuelto irrespirable. La polarización había llegado al zénit. Era obligatorio definirse a diario, tanto en el entorno familiar, laboral o de amigos,  como catalán o como español. Todo aquel que no decía ¡Visca Catalunya! era tachado de fascista y todo aquel que no decía ¡Viva España! era acusado de terrorista. Los edificios de las ciudades competían en el número de banderas embalconadas.  Las calles y el mobiliario urbano pasaron a ser propiedad de los independentistas y los unionistas se dedicaban a retirar las simbologías contrarias.  Los enfrentamientos a base de empujones, insultos e imprecaciones  entre personas de uno u otro signo  eran constantes. Los líderes políticos exacerbaban por tierra, mar y twitter las emociones de sus seguidores, y así.

Respirando esta atmósfera  densa y tóxica, una mañana de lunes, alguien de género, edad y profesión  indeterminados,  en la soberanía de su hogar, decidió ir a comprar a la droguería un spray de pintura verde. Probablemente invirtió todo el fin de semana en pensar el mensaje que deseaba compartir, o quizás la esencia de su reflexión ya le rondaba desde hacía días, hasta que, finalmente, en ese instante de inspiración que sólo les es dado a  los filósofos, supo sintetizar el compendio de sus inquietudes.

Encapuchado hasta las trancas, sigiloso y al abrigo de la noche, llegó hasta el muro, se cercioró de que nadie le veía y en un instante fugaz, decisivo  e irreversible, desenfundó del bolsillo del pantalón el bote de pintura. Rápido igual que un lince y efectivo cual  disparo, decoró el muro con una frase lapidaria  y contundente, una proposición de las que quedan grabadas en la memoria y postulan a imprimirse durante generaciones en las mentes de los ciudadanos, como un refrán o una oración : “Los cachopos no son sanjacobos.”

Yo leí tamaña osadía a primera hora del martes. Por supuesto, lo fotografié al instante. Dado el contexto político que vivíamos, temí que la autoridad competente encargaría a la brigada de limpieza su eliminación inmediata. Recuerdo que los estudiantes circulaban somnolientos, probablemente dándole vueltas al efecto Bernouille o la tercera ley de la termodinámica, ajenos al espectáculo que les interpelaba allí mismo, a medio brazo de su paso. De hecho, alguno se apercibió de las cinco palabras en acrílico verde porque les llamó la atención de que yo me detuviese a inmortalizarlas. Allí siguieron por poco tiempo, aleccionando a quien quiso leerlas de los peligros que encierran las artimañas lingüísticas y el compromiso con la verdad. Acuciado por las denuncias de unos y de otros, el Ayuntamiento no tardó en borrarla.

Algunos años después, con el procès ya desprocesado y unas pocas manzanas al norte de la ciudad, un domingo tedioso paseaba sin norte la novela que a la sazón intentaba leer.  No es que no me gustase, pero a veces, cuando de repente uno se da cuenta de que los párrafos le saben a infusión templada, es recomendable cerrar el libro y sacarlo a la calle por ver si con el fresco de la mañana o en el crepúsculo de la tarde hace sus necesidades, se desahoga en algún bar, ve mundo y después ya las líneas recobran nuevamente su sabor y la lectura fluye.

De vuelta a casa, al doblar una esquina la vi frente a mí, sobre el muro de una casa medio derruida, ese tipo de edificios antiguos que pueblan las ciudades y quedan vacíos durante décadas a la muerte del propietario sin que nadie haga nada con ellos, probablemente debido a los desacuerdos de la descendencia o a que no dejaron herederos. Desde el primer momento supe que la había escrito ella. Estuvo en la ciudad hacía bien pocos días dando un mitin en la plaza mayor acompañando y apoyando al candidato a la alcaldía de las elecciones locales  y estoy convencido de que, debido a su juventud, intentó emular a Banksy, el líder del grupo de rock Massive Attack que imprime siempre su obra y su firma en los rincones más insospechados de las  ciudades donde esa misma noche actúa.

Tras el acto político, Inés Arrimadas entró en un bazar chino, compró un bote de spray negro y ataviada para la ocasión, camuflada de rapera con una sudadera de “El Ganso”, se apostó a la pared de la casa ruinosa y escribió precipitadamente: “Todo me male sal.” La pintada es antológicamente  significativa. De todas las que atesoro, quizás sea de las más entrañables. Quien quiera puede pasar y verla. A día de hoy nadie se ha atrevido a borrarla, quizás en una especie de apoyo colectivo a ese grito desgarrado, a esa necesidad imperiosa y agónica por expresar sus angustias. ¡Qué diablos! Todos merecemos compasión.

Más o menos por las mismas fechas, muy cerca del lugar donde aquel eximio anónimo estableció en color verde y  para siempre los límites de la hipérbole, debió de ocurrir un trágico suceso a consecuencia  del desamor, o quién sabe si fue el amor y el recuerdo sincero de una noche apasionada lo que empujó a nuestra nueva heroína o a nuestro nuevo héroe a estampar sobre fondo blanco el agradecimiento eterno a su amante. Aunque hay quien se inclina más a pensar que en realidad, lo que él o ella pintaron, borraron y volvieron a pintar es un reproche en toda regla, y no el testimonio indeleble de un recuerdo gozoso.

Y es que desde que una mañana de mayo apareció, la pintada ha generado un amplio y rico debate en el barrio, no exento de gestualidad exagerada y vehemencias más o menos contenidas. En este sentido, el lugar donde se ejecutó cobra  especial protagonismo. Se trata de un pequeño muro esquinero ubicado en el rincón más escondido de una plaza resguardada por varios bloques de pisos. La singularidad de la pared, objeto de la inspiración de los rapsodas, alienta las especulaciones de unos y otros porque limita con el acceso a una larga escalinata encajada entre las fachadas laterales de los dos edificios más altos; es decir, un espacio adecuado en el que sentarse cómodamente, a resguardo de la luz indiscreta de las farolas, el lugar idóneo para el escarceo íntimo, el tálamo de la fogosa e incontenible lubricidad urbana.

Ahí, en el recoveco oscuro del amor clandestino, un hombre y una mujer, dos hombres, o dos mujeres, compartieron unos minutos de placer y desahogo -quién sabe  si también de amor- sin atender al riesgo de presencias indeseadas, porque la imperiosa llamada de la carne limita la prudencia y nos convierte en valientes o insensatos amantes.

Algo no debió salir bien aquella noche loca; quizás la negativa de un compromiso duradero por parte de uno de los amantes; acaso el desacuerdo en ir más allá de lo conveniente dadas las circunstancias, o  posiblemente la ausencia de sincronía en pos de un éxtasis recíproco. La cuestión es que  tras la despedida, cada cual recaló en su olivo y él o ella, insatisfecho, enfadado, o realmente dolido, abrió el armario de las herramientas, cogió un bote de pintura en spray y volvió al lugar de los hechos, donde sin tomar precaución alguna se dispuso a escribir sobre la misma pared que  protegió  el  encuentro “Gracias por aquella triste paja.”

Juro por mis hijos que así era la pintada original, pero confieso que anduve lento de reflejos y no pude inmortalizarla. La verdad es que lo tenía difícil porque la vi mientras conducía y no pude detenerme, de manera que cuando llegué al día siguiente  el original había cambiado.  El receptor del mensaje, es decir, el elemento activo de la pareja, se sintió ofendido en su autoestima y decidió borrar el epíteto que calificaba la calidad de la acción masturbadora, de modo que la pintada quedó en un objetivo y desapasionado  Gracias por aquella paja.” Tampoco pude inmortalizar la segunda edición corregida.  Sin embargo, y contra todo pronóstico, el despechado o la despechad a amante, posiblemente aquejado del mal de la última palabra,  sintió la necesidad de expresar irónicamente su desdén o su despecho y zanjó tan edificante  intercambio epistolar con un - hasta el momento, definitivo-  Gracias por borrar el agradecimiento a aquella paja”, donde por lo que se ve, ambos han llegado al acuerdo de no señalar emocionalmente la calidad de la gayola.

Antes de finalizar este -llamémosle  así- análisis y exégesis de la expresión callejera, me gustaría ultimarlo con  un ejemplo que eleva, si cabe, un tanto mi trabajo y que dejará boquiabierto a más de uno, sobre todo a los elitistas de turno, supremacistas del intelecto, ratones de biblioteca y demás ralea  carpetovetónica. En los arrabales de mi ciudad, allí donde el asfalto desaparece y surgen con orgullo suburbial la chabola, el algarrobo y la chatarra, la filosofía recobra su esencia y ofrece a los hombres, entre toldos de plástico, polvo y desamparo, el inicio de todo, el primer brote de inteligencia, la semilla del pensamiento occidental, aquel debate  seminal, confrontación esencial, que dio pie a dos visiones del mundo antagónicas, hasta el momento, nunca reconciliadas.

Probablemente, una tarde de primavera, el estudiante aplicado, señalado como friki,  víctima propiciatoria de bulling, sintió la necesidad de expresar el descubrimiento de su naturaleza materialista. De hecho, aquella mañana, durante el recreo, en la pista de deportes del instituto, mientras sus compañeros se castigaban las piernas jugando a fútbol o flirteaban, súbitamente entendió que ante determinadas ideas es necesario posicionarse, tomar partido y comprometerse. Así es que en lugar de volver a clase decidió que daba inicio a  una nueva etapa en su vida, y que a partir de aquel día dedicaría todos sus esfuerzos a proclamar la verdad allá donde tuviese oportunidad. Y qué mejor lugar-pensaría- que el espacio más inhóspito de la ciudad, donde las  aquiescencias sociales se disuelven y se ven obligadas a dejar paso a la inherencia, el meollo de la existencia, a la nada alimentada de una insultante vocación de ser.

De modo que ni corto perezoso, corrió a la  droguería y compró el bote aerógrafo, tomó el primer autobús hacia las afueras, caminó un par de kilómetros hasta llegar al límite  de la ciudad y allí, sobre el muro curvo, a salvo de miradas y censuras, plantó en negro sobre blanco su declaración de principios. “¡Arriba Heráclito!¡Abajo Parménides! Pocos han leído la proclama. Entre esos pocos privilegiados se encuentra la comitiva municipal compuesta por el concejal de urbanismo, el técnico del área y dos promotores inmobiliarios, que una mañana visitó la zona. Al verla, se desencadenó un interesante  debate. Por un lado el concejal defendía que el escrito era meramente descriptivo; es decir que, efectivamente, Heráclito estaba en la parte superior del texto y Parménides en la inferior. La  obediencia debida provocó el asentimiento del técnico, que al comentario de su superior añadió “está claro.” Uno de los dos empresarios, sin embargo, sostuvo otra tesis bien diferente. Opinaba, expresándose con cierto  tono de autoridad en la materia mientras se ajustaba la corbata, que su proyecto de cinco bloques de pisos, con más de 400 viviendas y un polígono industrial en los aledaños transformaría la periferia y expulsaría a las dos bandas de delincuentes lideradas por ese Heráclito y ese Parménides.  Si alguien cree que exagero, le diré que esto que  explico es absolutamente verídico. Me lo contó el técnico del área, compañero mío del colegio desde mi más tierna infancia.

Y en atención a  aquellos que muy amablemente  me concedan el valor de la imaginación, porque  creen que el contenido de las otras pintadas es inventado, aquí les dejo las pruebas. No pretendo en absoluto que esta  narración de hechos, estrictamente  veraces, empañe la humildad de mis pretensiones, pues tengo muy presente el consejo que un sabio pintó con tinta roja, hace unos días,  en la fachada de la Escuela de Cine de Catalunya, dirigido sin duda a futuros cineastas, actores, ulteriores objetos de admiración y de fama: “Destruye tu ego.”



 



lunes, 17 de mayo de 2021

Filosofía del viento Gregal

 


Abro la libreta y atestiguo el espectáculo glorioso del mar esmeralda azotado por el Gregal, iluminado per el sol limpio de Mayo cuando las nubes blancas que estucan el cielo no le estorban, produciendo tantos matices entre el azul, el verde y el gris que  convierte el agua en una carta de colores frecuentada por cobaltos, añiles y glaucos, azures, índigos y marengos.

Me acompañan media docena de personas, pero no miento si afirmo que en este preciso instante soy el único ser humano en el mundo que atiende a lo que acontece más allá de la arena.

Dos parejas dan cuenta de sendas raciones de pescado alternando  miradas al plato y gestos acostumbrados.

Tres jóvenes amigas sorben café mientras sobrellevan en el peso de sus rostros los excesos de la noche anterior.

El camarero va y viene disimulando con profesionalidad el desdén hacia la clientela, sin más interés que  la preservación del trabajo y el deseo insistente  del final de la jornada.

De modo que, efectivamente, no hay nadie más en la Tierra contemplando la asombrosa exhibición de belleza,  el resultado de la unión de voluntades con que el cielo, la luz y el mar ejemplifican el resultado del compromiso sincero en pos de una existencia armónica.

Y mientras observo extasiado el prodigio natural,  un golpe de viento libera media cuartilla que dormía en la libreta intercalada entre páginas viejas, cautiva custodiada  entre deshechos, esperando paciente al rescate del olvido.

El aire juega con el papel, lo voltea y lo eleva levemente en impulsos traviesos; durante un momento parece posarse en la arena, a salvo de los juegos del viento, pero nuevamente el Gregal lo aúpa en volteretas blancas que  lo llevan hasta el borde de la orilla, donde la espuma de las olas lo acoge para que el agua salada disuelva en unos pocos segundos  la tinta roja con la que un día escribí  así como la libertad es  conciencia de necesidad, el arte es conciencia de mortalidad .”