lunes, 31 de agosto de 2009

Revolución


Al finalizar el tercer día estaban exhaustos. Habían estado amándose desde el amanecer que sucedió a la noche que llegaron. Cuando ya el calor empapaba las sábanas decidieron conducir unos quilómetros hacia la costa para poder bañarse en las aguas limpias que arribaban vagas, casi sin fuerza, a la orilla de algunas calitas conocidas solamente por contrabandistas, pescadores y traficantes de hombres.

Tumbados sobre los cantos marinos dejaban tostar sus cuerpos al sol. Si alguna gota de sudor resbalaba sobre la piel, se incorporaban lentamente y, prácticamente sin ver, con los ojos muy cerrados para no ser cegados por el resplandor, se zambullían. En el mismo instante en que se sumeregían, un estremecimiento de placer les liberaba nuevamente, porque aunque sus cuerpos no estaban unidos, las sensaciones se comunicaban en una caricia constante, como si la piel de cada uno estuviese conectada, copulada a través del agua, sin necesidad ni intervención del sexo de cada cual. Era un momento revolucionario, el minuto soberano en que los cuerpos recuperaban el sentido de la existencia para emerger nuevos, como reencarnaciones gestadas en el recuerdo de horas pasadas; pechos, hombros, caderas, piernas, brazos, renacidos, brillantes bajo la luz del origen, y la sensación concluyente al tomar oxígeno, flotando en el mar virgen, "de que la existencia humana se reduce a ti y a mi, Dolores, en este sueño de verano, en la noche húmeda que respiro, entre cigarras y grillos, bajo todas las estrellas sobre la hermosa tierra árida de Almería."

Vuelvo mañana.

La imagen corresponde a los Amantes de Valdaro, hallados en Italia en 2007: se aman eternamente desde hace 6.000 años.

miércoles, 5 de agosto de 2009

La princesa de arena


La luna aparecía en el cielo con la forma indefinida que está obligada a padecer cuando apenas le falta una semana para ser llena. Era una luna adolescente, pero una luna al fin. El mar oscuro captaba la luz como un espejo en negativo y permitía intuir el aburrimiento en las caras de las parejas y de las familias que paseaban sus problemas mudos a través del descuidado y mal iluminado paseo marítimo de aquel pueblecito de la costa. El trayecto por el que caminaban los veraneantes era una línea recta de un kilómetro de longitud, que limitaba en sus dos extremos con la arena de la playa. Aproximadamente en el centro del paseo, tres restaurantes entoldados hacían el agosto ofreciendo al respetable mesa con romántica lamparita IKEA, el sonido de las olas, pescaito frito, paella enriquecida y sangría helada. Justo al lado, tocando a un murete que separa el espacio de los hombres y el del mar, se agolpaba una pequeña muchedumbre. Allí, los niños luchaban por hacerse sitio entre bermudas adultas y chanclas de colores. Algún perro chiquito ladraba su falsete reclamando un hueco para ver el espectáculo: un gigantesto dragón artúrico de unos 15 metros de arena, coronado a lo largo de toda la espina dorsal por más de una docena de placas puntiagudas y provisto en la cola de un poderoso aguijón en forma de mortífera flecha. El dragón yacía sobre el suelo de la playa de manera que cabeza y cola eran los extremos de un círculo sin cerrar, como el que forma una pescadilla que no llega a morderse. En el interior del círculo, sobre el vientre de la mítica bestia, reposaba un caballero medieval junto a un caballo exhausto, quién sabe si muerto. El dragón, ya sin perla en el cuello, y por tanto inofensivo, aparecía con la boca abierta ante el público alborozado, enseñando sus colmillos y la curva incial de su lengua seca. Su creador había colocado en su interior una antorcha de queroseno, otras dos clavadas sobre la cabeza, a ambos lados de los cuernos, una cuarta en la punta de la cola y dos más, sobre sendas cañas, velando el sueño del Sant Jordi estival y el descanso eterno del caballo sin nombre.

Medio metro a la izquierda de la cola, una pequeña tienda de campaña de color amarillo intentaba esconder los enseres del artista playero y las herramientas con las que algunos días antes había esculpido aquella escena milenaria, ahora en penumbra, que reclamaba las monedas de la audiencia: Un fusil de agua, con su bidón blanco, semicubierto por una toalla; tres paletines de diferentes calibres; dos pares de calcetines olvidados, una azada, una pala y, finalmente, un pedazo de tela rectangular de fieltro púrpura flanqueada por dos velas suecas sobre el que el público dejaba sus monedas. Esa era la tramoya descuidada que se podía ver entre las bambalinas de aquella representación. Ante tanto lujo de detalles es lógico pensar que yo también me detuve a ver el evento. Por eso pude apercibirme de algo de lo que algún niño se percató, aunque por más que señalaba con el dedo y tiraba de la falda de mamá, ni ella ni papá le hicieran el menor caso. Y es que la escena no estaba finalizada, porque entre el largo cuello del dragón y el caballero dormido mediaba un espacio demasiado amplio como para dejarlo vacío. Es más, daba la sensación de que la arena estaba especialmente lisa allí donde el pequeño señalaba con insistencia estéril una ausencia intuida.

Dejé un par de monedas ingénuas sobre el tapete púrpura y continué el paseo con la incógnita acompañándome en los primeros pasos. No anduve demasiado tiempo porque a los pocos minutos encontré un bar desde el que se oía, puertas afuera, los sonidos de un saxo meloso, cálido, lento, y el choque del cristal con el hielo cuando se mueve entre licor. Hubiese apostado por Dexter Gordon, aunque mi oído no es muy de fiar. Sin más, entré a beber y a escuchar. Divisé un hueco con taburete libre y me senté acodado en la barra. Pedí mi copa, jugué un poco con el pedacito de lima que incorporaba el trago y bebí el primer sorbo al compás de las últimas notas de aquel triste blues. Y cuando ya pensaba que iba a pasar a la Historia por ser el pirmer muerto capaz de experimentar el nirvana, noté un ligero roce de alguien que gritaba a mi espalda. Era un tipo delgado, tocado en la cabeza por un pañuelo pirata de color verde que hablaba animadamente con una mujer y con otro tipo un poco más alto. Éste lucía perilla oscura de chivo y cuatro piercings en distintas partes de su rostro. Los tres vestían pantalones morunos de vivos colores. La mujer peinaba rastas y reía contínuamente, a menudo sin sentido. Cada vez que daba un carcajada cerraba mucho los ojos y levantaba los brazos. A su lado, el de la barbita de chivo charlaba y charlaba con un pronunciado acento italiano, pontificando sobre las propiedades del agua salada, sobre la tierra, sobre la humedad y sobre lo que sufren los huesos cuando se duerme el lado del mar. También sobre las veces que se habían amado a gritos él y su compañera al abrigo de una tienda amarilla y la de veces que habían comparecido en las comisarías por carecer de permisos. Entonces, el pirata de los siete mares, con marcado deje metropolitano, aprovechó una pequeña pausa y entre carcajada y calada al cigarrillo de marihuana, le preguntó a voces al italiano que cuándo iba a empezar a esculpir a la princesa, que ya tenía ganas de verla y que él ya se la imaginaba retozando el lado del guerrero, alumbrada por las llamas de dos antorchas de puta madre. " A ver, a ver... Mañana por la mañana, según me levante". No contento con la respuesta, el nativo apremió al italiano y mirando a la compañera le dijo:

- Escucha, mira, díselo tú, yo tengo la manera. Buenas tetas, que tenga buenas tetas. Y si te dan mucho trabajo sacamos la toalla, la blanca, la colocamos debajo del cuello y como si llevase un pareo: sólo tienes que hacer las piernas y la cara, que total, como estan durmiendo, porque se supone que están durmiendo, pues da igual. Un poco el pelo así, la tocha por allá y ya está. ¿no?

Los tres rieron tan fuerte que durante unos instantes el bar parecía haberse transformado en un gallinero. Bebí la copa de un trago y señalando con el pulgar hacia atrás le dije al camarero que mi ron lo pagaban mis colegas. Al salir de nuevo al paseo, la multitud seguía agolpada ante el dragón malvado y ante el heroico San Jordi. Muchos fotografiaban con los teléfonos la escena legendaria, aunque sabían que sólo conseguirían captar la luminosidad de las antorchas, el único recuerdo que se llevarían a sus casas de aquella noche de luna adolescente, en la que había empezado a nacer una nueva princesa de arena.

Vuelvo mañana

No sé si podré volver durante lo que queda de Agosto. Si no me es posible, hasta Septiembre os voy a echar mucho de menos. ¡Salud!