(A la memoria de mis antepasados)
Dos semanas antes de la fecha prevista para la celebración de su boda, mi abuela supo que su madre biológica no era la misma que la que la llevaría al altar.
Le dio la noticia el cura párroco tras recibir por correo certificado la documentación preceptiva remitida por el obispado después de los esponsales de rigor. Era su deber.
Al conocer el origen de su cuna, mi abuela no se inmutó. Lo primero que hizo fue comunicárselo a mi abuelo, su futuro marido, quien asumió casi con la misma indiferencia la primicia con la que ella se la transmitió.
Después, en el molino donde vivían y trabajaban, mi abuela reveló a sus padres lo que ellos ya sabían y, al contrario de lo que podría esperarse, no manifestó la nueva en tono de reproche. Fue durante la cena, mientras sorbían la sopa frente al fuego que mantenía el calor de la olla. De hecho, les informó de que conocía el hipotético secreto como si se tratase de algo que le hubiese sucedido a otra persona, casi con la misma displicencia con la que se lee en alto la noticia breve de un periódico.
Sus padres se miraron y mientras él soplaba sobre la cuchara, mi bisabuela se dirigió a mi abuela en estos términos:
-Así es. Tu madre murió al poco de nacer tú, en un pueblo al otro lado de la sierra, de donde yo soy. Allí conocí a tu padre cuando todavía no caminabas. Vino por asunto de su trabajo, buscando molino. De modo que tú eres mi hija, tu padre es tu padre y yo soy tu madre. Come, que se enfría.
Mi abuela asintió, cerró los ojos y tras ingerir otro poco de sopa miró a su madre durante unos instantes, sin decir nada. En la vieja cocina sólo se escuchaba el susurro del fuego barruntando bajo la chimenea cónica, que refulgía sobre los tres miembros de la familia reproduciendo sus sombras temblonas sobre la pared.
Mi bisabuelo se levantó, cogió el atizador y removió los leños que ardían entre las patas de la trébede de hierro, despertando un enjambre de chiribitas que se elevaron hacia la oscuridad de la chimenea, igual que insectos candentes volando hacia el frío de la noche.
-Mañana madrugaré. Quiero hacer el reparto lo antes posible para después ir donde el carnicero y encargar el mejor cordero. Me voy a acostar- dijo mi bisabuelo.
Las dos mujeres le dieron las buenas noches. Después lavaron las escudillas y se sentaron de nuevo a observar las llamas debilitándose junto a la olla de barro, transformándose paulatinamente en el rescoldo quebrado del roble abrasado.
Un instante antes de que las siluetas se difuminasen, mi abuela se levantó, besó la frente de su madre y salió de la cocina hacia su habitación. Con el resplandor de las últimas brasas mi bisabuela tuvo tiempo de dar unas puntadas de cruz al velo blanco que su hija luciría el día de la boda.