Al entrar se le distingue a lo lejos, casi imperceptible,
como una intuición. Por eso aligeré el paso,impaciente. Creía que de un momento desaparecería. Era como si un temor irracional y estúpido me indicase
que si no me apresuraba perdería para siempre la oportunidad de contemplarlo de
cerca. Sin embargo, por extraño que pueda parecer, a medida que me aproximaba, que su figura se
engrandecía y que iba constatando la
realidad de sus dimensiones, gradualmente mi paso perdió el apremio, hasta
que unos diez metros antes de llegar a
su ubicación, donde la muchedumbre se agolpaba frente a él, me detuve,
y entonces algo indefinido e inexplicable,
una sensación espontánea de admiración profunda que me vinculaba muy
directamente con él me impidió seguir.
No eran los centenares de turistas que alzaban el
teléfono móvil para poder fotografiarlo. Algunos incluso chocaban contra mí,
ansiosos por capturar la imagen que días después habrían de mostrar ufanos en
la oficina, o que en ese mismo instante, a los pocos segundos de aprisionarla,
compartirían en sus redes sociales. Aun
así, si en aquel instante me detuve no fue por ellos, porque podría haber
sorteado perfectamente el tumulto que se agolpaba frente a él rodeándolo por
alguno de los flancos, desde donde se disfrutaba de una visón mejor y más sosegada, sin el padecimiento de codazos
ni empellones.
Quiero decir que no me detuvo mi voluntad, ni la voluntad
de los hombres. Me paré allí, a escasos metros de él, poco antes de situarme bajo
la sombra blanca de su magnificencia, porque algo, no sé si espiritual, pero en
cualquier caso sin forma ni presencia material,
me decía que me parase, que mirase, que admirase, e incluso que
escuchase. Y es que, a pesar del bullicio, de las advertencias constantes de
los guardas solicitando silencio sin fortuna, misteriosamente pareció que me
cubría un escudo invisible que me protegía del rumor alborotado que invadía la
sala y que no solamente me aislaría de la algazara, sino que me permitió
experimentar algo que todavía hoy no puedo explicar sin que mis interlocutores
me escuchen con cierto gesto de compasión. De ahí que ahora prefiera no
extenderme en los detalles de toda la experiencia, porque temo la burla, o en el
mejor de los casos, la conmiseración paternal y dolorosa que se concede a los
desequilibrados.
Solo diré que permanecí inmóvil unos cuantos minutos sin tener conciencia de mí
mismo. Alguien que no era yo, pero que se mostraba ante el resto de personas con
mi propia apariencia, observaba extasiado la figura espléndida, armoniosa e
irrepetible de David mirando expectante hacia el horizonte, a la espera, o quizá divisando ya la proximidad de su descomunal
enemigo, con la determinación sosegada propia de los audaces que osan enfrentarse a
lo imposible, esgrimiendo las únicas armas de la inteligencia y la plena confianza
en sus posibilidades. Y una honda colgada sobre el hombro; el arma básica; un
pedazo de piel cosida eficazmente a los tendones de algún animal sacrificado, que en
unos instantes acogerá el proyectil letal, a punto en la otra mano,serena,
fuerte y experimentada; el canto justiciero con el que derribará a su
adversario constituido así en símbolo
universal y esperanza para los débiles de la historia, desde el preciso momento
en que el gigante muerda el polvo y se produzca el temblor de la tierra ante la
caída y la hazaña.
Porque con su criatura, además de la figura esculpida,
además de alumbrar con su genio una de
las obras de arte concluyentes y determinantes de toda la historia de la humanidad, Miguel Ángel nos
ofrece la narración completa de unos hechos conocidos por todos, sin necesidad
de colocar ante David más que el aire a través del cual viaja su mirada, el espacio
que todos nosotros completamos,
anonadados, bajo la protección del héroe que nos salva de la amenaza del mal
que se aproxima, inexorable, a través de
su fuerza, su determinación y su belleza. Y la narración de su epopeya, el relato de la historia eterna
del bien contra el mal, se halla en su totalidad volcada en el gesto altivo de
su rostro, constatado el arrojo imperturbable en el interior de sus ojos
vacíos, blancos, marmóreos que, sin
embargo, contienen más vida que los ojos de cualquiera de los miles de visitantes
que allí nos congregábamos, afanados por
mirar únicamente a través de artefactos luminosos, a través de la intermediación de la futilidad, en un intento vano por aprisionar la belleza eterna
con la fugacidad tramposa de la obsolescencia programada.
Tampoco voy a explicar los síntomas que experimenté al
volver en mí. No estoy dispuesto a arriesgar el prestigio de mi esforzada lucidez.
Únicamente diré que al recuperar la conciencia y el movimiento de todas las
extremidades, pude acercarme más a él.
Tuve la oportunidad de rodearlo, de contemplar y admirar desde todos los ángulos
posibles los cinco metros de mármol blanco transformado en vida imperecedera,
en fuerza armónica, en crónica perpetua del hombre gracias al genio
irrepetible de un artista. Su contemporáneo, Giorgio Vassari, dijo al ver la obra
terminada que, con el David, Miguel Ángel había clausurado el arte de la escultura. Es decir, que había conseguido la perfección, y que a partir de entonces, cualquier intento de cualquier artista en futuras generaciones no sería más que
un intento por acercarse, a lo sumo, al genio de Caprese.
Yo observa y observaba el David. Acabé apoyado en una columna,
de pie, a la izquierda del héroe, justo bajo su mirada, y mientras esperaba que
de un momento a otro frunciese el ceño y se dispusiese a cargar la honda, me
asaltó la curiosidad de saber la reacción de los coetáneos al ver por primera
vez la escultura plantada en la plaza de la Signoria, a la
vista de todos. Quise saber si sabían que, solamente tres años antes, el símbolo
que en ese momento representaba a la república florentina era un inmenso bloque
de mármol de 6 metros de altura llamado “el gigante”, dañado y olvidado en un
rincón de Santa Maria di Fiore, y por tres veces violado. Quise saber si el resultado
del trabajo de Miguel Ángel con ese ciclópeo bloque de piedra causó la
admiración de sus contemporáneos; si la admiración llegó en algún momento al
éxtasis o a la adoración, o si en
realidad no se produjo más que cierta indiferencia, la reacción desdeñosa de quienes no
esperaban otra cosa de él; sencillamente, la conformidad ante un trabajo correcto, bien ejecutado, digno resultado de un encargo oficial.