martes, 30 de julio de 2013

To have or not to have



Creo que nunca he utilizado el verbo languidecer, y mira que me gusta. Es una palabra hermosa. Hoy ha llegado el día: este blog languidece. Cada semana tiene menos lectores, y menos que va a tener después de que lean esta entrada los pocos que quedan. El tema me viene rondando desde hace tiempo, y ayer encontré el detonante. Según informa el diario “La Marea”, la Galicia de Feijóo -también conocido como el amigo de los niños- se va a gastar este mismo año, del dinero que los gallegos le confían, 640.000 euros en promocionar la natalidad. El proyecto se acuna   con la mano ingeniosa de quien ha ideado semejante título: “Campaña de sensibilización para la dinamización geográfica”; epígrafe que se ha ganado toda mi admiración, al que nomino como candidato de peso, muy a tener en cuenta, para hacerse con el premio nacional al eufemismo más descarado. 

El objetivo de la campaña publicitaria, que desahogará las deudas de algún medio de comunicación afín,  no es otro que propiciar que las mujeres gallegas pasen de  parir los 1,08 hijos actuales que conciben actualmente  cada  útero gallego, a los 1,59 que conciben los úteros del resto de Europa.  Imagino que, en coherencia ideológica,  la campaña contemplará también  la manera, el estilo y la postura de concebir esa diferencia decimal según el patrón y la directriz dictada por Ana Mato: hembra, casada, que folla sin condón con su marido, bajo la mirada atenta de un crucifijo, previa confesión, no por vicio ni por fornicio, sino por traer un hijo a Su servicio.  

Sea como fuere, la cosa es que Feijóo se va a gastar 110 millones de las futuras pesetas (que diría el Gran Wyoming) en provocar múltiples eyaculaciones productivas, revolcones a feria, algún que otro orgasmo con grelos,  y hasta pajillas inducidas con retrogusto  albariñado, cuyas poluciones se custodiaran convenientemente en viscosos bancos de semen do pobo  galego. Todo sea por la dinamización geográfica. 

Esta nueva pachanga patria, este nuevo sablazo al dinero de todos,   a mí me sirve de excusa para confesarme:

Hace ya unos cuantos años, con las pocas luces que se me empezaban a encender, en ese periodo en el que uno empieza a saber lo que quiere, o desea, o espera, o sueña más o menos de la vida, decidí solemnemente no tener descendencia. Y mira por donde  tuve la suerte de dar con una mujer que pensaba lo mismo que yo; una mujer que a ojos de muchos, por mantener su opción,  es incompleta, desnaturalizada, egoísta, y  fría, por no decir pecadora y hasta  criminal. Como lo fueron, por citar algunas, Virgina Wolf, Marilyn Monroe, Frida Kahlo,  Chavela Vargas , y el 90% de las monjas que en el mundo han sido y que  predican y han predicado ¡el coño para la reproducción!.

Uno de los inconvenientes que sufrimos y padecemos en silencio los adultos en edad reproductiva que decidimos no tener hijos es no poder participar de amenas tertulias en las que se describen y debaten temas tan apasionantes como por ejemplo, el  grado de apetencia de  los vástagos; los ricos matices y el aroma de sus excrementos;  los pormenores de una correcta dentición; la brillantez, la promesa futura de ingenio, la inteligencia precoz que se observa, por ejemplo, en cómo babea, en como mira, en cómo agarra o rechaza el dedo; o el sacrificio trágico que jamás será recompensado, ni mínimamente reconocido, consistente en  aprender a convivir con el insomnio en semana laboral, amenizado por suaves e inocentes berridos. 

Estoy seguro de que a estas alturas ya he perdido el 50% de los pocos lectores que siguen el blog. Diré en mi descargo, por si algún desertor se lo piensa,  que una vez que el bebé se convierte en persona, crece, habla, y aprende a contar hasta diez , yo me invisto de plena  autoridad y ascendente -ingenuo de mi-  para  intervenir en tertulias relacionadas con la educación de un hijo. Éstas suelen ser apasionantes, porque en ellas se suceden una serie de fenómenos dignos de reflexión y comentario. Uno puede observar, por ejemplo, ante cualquiera tema susceptible de opinión, cómo algunas personas,  mientras fueron personas del pueblo  llano, sin más atributo que su presencia y su visión más o menos racional del mundo decían A. Y sin embargo, la misma persona, ungida  de la infalibilidad con que parece dotarse la m/paternidad, conscientemente, o ante la suposición interiorizada muy íntimamente de que por el hecho de ser m/padre  ha ascendido en la jerarquía humana, dando a entender con la vehemencia y la seguridad de su afirmaciones categóricas que han promocionado en el escalafón antropológico, que su parecer y su conocimiento del mundo, de la vida,  y de todo que les rodea  se encuentran muy por encima de la opinión de la población estéril, esa misma persona, padre y madre en la vida, ente el mismo tema, dirá  B. Y si por casualidad, alguien procedente del mundo estéril, (por voluntad propia, como yo mismo, o no), hallase argumentos suficientemente pesados, convincentes, racionales, de  puro sentido común, en relación a lo que una persona debe ser, a cómo se debe educar a un hijo, a cómo se debe relacionar  un joven en la sociedad actual, a todo aquello que se relaciona de una manera u otra en el desarrollo de un joven, entonces amigo, date por jodido, cállate la boca, porque no tardarás en escuchar el consabido salmo, en  sus múltiples variantes de : “cuando tengas un hijo sabrás de lo que te hablo”, “eso lo dices porque no tienes hijos”, si tuvieses hijos pensarías como yo”; o el más radical y acérrimo: “¡que sabréis de la vida los que no tenéis hijos!”.

El ejemplo de la opción sexual es recurrente. ¡Quién no ha escuchado  de labios de antiguos defensores de gays  y lesbianas que, tras ser padres,  lo que ahora  quieren para su hijo o para su hija es  una relación heterosexual  y que se llevarán un disgusto si no es así! ¡Y quién no ha enarcado la ceja del pasmo cuando, en la misma conversación, después de recordarle su pasado de convicciones y principios, ha escuchado como único argumento: “cuando tengas un hijo me lo cuentas”!

Y sin embargo,  sigo teniendo opinión, y la expreso, y no me callo -unas veces con razón otras sin ella,- porque no me da la gana. Todos los hombres y mujeres que han respirado en la tierra son y han sido hijos. ¡Y qué más razón se puede ofrecer que la razón de la experiencia! Por eso, aquí y ahora, dejo escrito qué cosa es un hijo, y reto a cualquier p/madre con carnet, de los que militan y enarbolan su condición como categoría de pensamiento, que añada algo,  y que confiese públicamente o en la intimidad, si se ha hecho alguna vez esa misma pregunta que yo respondo: 

Futuro, muerte, dolor, sacrificio, tiempo, más tiempo, incertidumbre, tiranía, amor, más amor, mucho amor,  beso, manos, piel, sueño, cuna, cama, comida,  ternura, decepción, desengaño, irresponsabilidad, traición, imaginación, alegría, entusiasmo, pasión, orgullo, obediencia, envidia, manipulación, celos, música, cuento, voz, olor,  renuncia,  peligro, cabello, urgencias,  sensación, juego, labios, pañal, dinero, rebeldía, risa, llanto, ropa, miedo, enfermedad, ojos, herida, termómetro, silla, sillita, coche, cochecito, impotencia, éxito, mierda, fracaso, humildad, insomnio, vacuna,  egoísmo, colonia, generosidad, docilidad, fragilidad, normas, deporte, indiferencia, misterio, secretos, mentira, educación, nostalgia, verdad, promesa, pies, medicina, colegio, amistad, sexo, la vida, un hijo es la vida misma, que crece y se dirige hacia el tiempo, irremisiblemente, mientras languidecen los recuerdos y la memoria que evocan en las noches insomnio aquellos días felices en los que estábamos con nuestros padres, y surgen como fantasmas las culpas en la conciencia para cantar lo que no hicimos por ellos.

martes, 23 de julio de 2013

Tirar el pantalón



Ya no recuerdo el año en que Miguel Indurain ganó su quinto Tour. Tampoco el año en que se retiró. Sé que a partir de entonces, paulatinamente, mi interés por la carrera francesa fue menguando. Aun así, siempre que puedo, veo los últimos kilómetros de alguna de las etapas alpinas y las que discurren por los puertos pirenaicos. Me da la sensación de estar haciendo el canelo, pero yo erre que erre. Soy consciente, igual que la mayor parte de la audiencia y de los aficionados que se agolpan en la carretera, de que, como mínimo, los diez primeros de cada etapa y de la general van puestos  hasta las trancas de cualquier sustancia más o menos invisible  que les permita correr más alto, más fuerte, más rápido. Aun así, año tras año, todos pegados a la tele, a esperar conocer el nombre del ganador para después, a las pocas semanas, certificar, como viene siendo habitual, que fulano de tal,  ese esforzado héroe de la carretera, referente de sacrificio y trabajo honesto, hizo trampas para ganar. De hecho, desde Indurain -y ya ha llovido- no ha habido edición de la mejor carrera de bicicletas del mundo  en la  que el pódium no haya dejado rastro de doping. Debe de ser rentable.


La primera bicicleta que yo tuve era comunitaria. Nos la compraron nuestros padres a mi hermano el pequeño, a mi hermana la mayor y a mí cuando yo tenía 10 años. Me parecía enorme, pero no pasaba de mediana tirando a pequeña. Nueva, daba gusto verla brillar en azul. No tenía  barra en medio pero sí unos aparatosos guardabarros plateados. Sobre el delantero lucía un pequeño faro circular que funcionaba con dinamo. Una bicicleta de niña, digámoslo claro.  Sin embargo, cada noche soñaba con ella, sobre todo las primeras semanas. No había otra. Lo que más gustaba de esa bicicleta era la forma del manillar-igual que la cornamenta  de los mansos-  y los accionamientos de los frenos, que forzosamente debían ir  justo bajo las empuñaduras del manillar,  dispuestos hacia dentro.


Los tres hermanos aprendimos a montar con ella. Papá se pasó algunos domingos completos corriendo detrás de nosotros esquivando los hoyos y las piedras que salpicaban, como un campo minado,  un solar de RENFE que había enfrente de casa. Papá sudaba la gota gorda agachado, a paso ligero, sujetando el sillín con la mano derecha y aguantando nuestro cuerpo con la izquierda cada vez que perdíamos el equilibrio y nos íbamos al suelo. No obstante, a papá le costaba más gestionar los turnos que evitar nuestras caídas. Como no teníamos reloj, después de la tercera vuelta reclamábamos, exigíamos indefectible y enérgicamente nuestro turno de biciescuela. No perdonábamos una. Si después de tu tanda de tres vueltas habías conseguido rodar unos metros sin ayuda, mejor para ti. Si no, a matar hormigas.


Pocos años después empezaron a proliferar las BH con luz y poco antes de vestir pantalones largos, los dos chicos  tuvimos una cada uno, de color rojo. Mi hermana nunca reclamó la suya. Seguramente ya tenía cosas más importantes en qué pensar. La roja fue mi segunda bici. Cuando íbamos de vacaciones al pueblo no podíamos llevarlas, porque facturarlas en 'El Borreguero' costaba una pasta. De manera que para rodar por los montes, los campos, las peñas, aplastando boñigas de vaca,  arreglamos la que tenía mi abuelo Vicente abandonada en la cuadra, una astifina negra  de hierro colado que pesaría bien, bien, unos 25 kilos, marcada en la frente, bajo el manillar, con una chapa roja de plomo gravada,  fechada poco antes   a la Guerra Civil


Aunque aquella  bicicleta  en realidad parecía un toro de lidia,  la bautizamos como La Burra. Una vez limpia y enjaezada, parecía confortable a primer avista,  mansa, porque todavía conservaba la piel marrón del sillín triangular, amortiguado en su parte inferior con muelles de acero, del que colgaba  una pequeño  maletín, también de piel, que se cerraba con dos hebillas, donde se guardaban las cubiertas de repuesto, los parches, el pegamento y dos pequeñas  llaves inglesas. Las ruedas de La Burra  debían medir más de un metro de diámetro y la dinamo que iluminaba el faro  cónico  era tan grande que cuando la activábamos sonaba como si fuese  una pequeña central eléctrica, o como si mugiese bravamente.


Unas cuantas  veces me dejé los huevos  pegados a  la barra del cuadro haciendo el  cabra por aquellas calles transitadas  más por  el ganado que por  las personas, pero es que pedalear y gobernar  aquel semental de acero, de piel y de caucho, era realmente arduo, solo apto para iniciados, para hombres hechos y derechos con arrestos suficientes como para sostenerla sobre la vertical de la tierra. Por eso, quizá, me sentía tan bien cuando la montaba. Papá la solía coger a primera hora de la mañana, inmediatamente después de desayunar. Decía: “¡Me voy a tirar el pantalón!”, lo cual venía a significar, poco más a menos, que se iba al campo a cagar.


Hace muy poco volví a verla. Bueno, volví a ver lo que queda de ella. El cuadro y el manillar, de cuyas horquillas descuelgan los guardabarros, sobreviven al tiempo, colgados en la pared de la misma cuadra, entre babas del diablo, telarañas, cubierta de polvo, sin maletín de piel, sin manillar, y lo que es peor, sin ruedas. Verla así, crucificada y olvidada sobre la piedra, con los guardabarros vacíos igual que si fuesen  cuencas sin ojos,  me hizo recordar el esqueleto del  animal que muere solo  en el corazón  de un páramo yermo; el cuerpo inerte de un caballo amputado; su cráneo blanco,  víctima él y su dueño de criminales anónimos.


Las dos BH’s pasaron también a la historia. Finalmente una año pudieron viajar al pueblo, no recuerdo cómo, y allí se quedaron, conviviendo y compartiendo espacio con La Burra.  Es curioso, pero por la roja no siento nostalgia alguna, aunque rodé mucho y bien con ella. La utilizaba cuando salíamos de excursión  toda la cuadrilla,  por ejemplo a las piscinas heladas de los pueblos limítrofes, o al  Colgao, un pequeño paraíso, un auténtico lugar ameno, remanso de paz, agua, y oquedades  fantásticas  donde Eduardo Chillida disfrutaba junto a su familia numerosa de su  Molino restaurado, en el que se escondían del mundanal ruido. Ese lugar ya no existe. Ha sucumbido bajo las palas excavadoras para la construcción de un embalse que se proyectó hace más de un siglo, en tiempos de Alfonso XIII. Pero esa es otra historia. La cuestión era que la BH roja pesaba menos, y era más moderna, y por tanto podíamos hacer mejor el cabra y lucirnos ante las chicas que formaban parte del pelotón. Ni siquiera esos recuerdos  me han provocado una mínima  preocupación por su último destino. La pobre se fue al otro barrio sin letra mayúscula con la que ser bautizada. Seguramente, yo por aquel entonces también tenía cosas más importantes en qué pensar.


Desde entonces, pasó mucho, mucho tiempo hasta que tuve otra bicicleta, una de montaña. Me la regaló un buen amigo, un consumado ciclista aficionado, auténtico fanático de las dos ruedas. Sacó un cuadro de aquí, un manillar de allá, unas buenas amortiguaciones, trasplantó y encajó a la perfección  todos y cada uno de  los demás elementos procedentes de bicis muertas y me fabricó con sus manos un auténtico bólido con el que transitar por senderos, trialeras,  cortafuegos y todo tipo de caminos,  por muy abruptos que fuesen. Me compré todo el equipaje: casco, mallot, guantes, mochila, y unas gafas de línea aerodinámica  que me dotaban de un sorprendente rostro de velocidad, con las que me sentía todo un campeón.  Yo he sido fumador compulsivo y esa bici me fue muy útil para dejar los dos paquetes de Ducados diarios. Me motivaba comprobar cómo cada día que rodaba con ella, tosía y escupía menos, avanzaba más rápido y subía mejor cuestas cada vez más empinadas. Un día se me ocurrió pensar que podría hacer con ella el camino de Santiago. Por supuesto, me rajé. Quizá por eso, desde entonces, descansa plácida en una habitación de casa, como un perro viejo, a salvo de la calle salvaje,  con las  dos ruedas deshinchadas, medio volcada y apoyada contra la pared.


Y la última, rutilante, hermosa y provocativa bicicleta de mi vida es un regalo de mi amor. Una bici de paseo, plegable, de ruedas pequeñas, manillar estrecho  y sillín alto. Es negra. La marca está rotulada sobre la diagonal  del cuadro con letras verdes en redondilla.  Tiene un pequeño  timbre, muy agudo, que  suena igual que una campanilla de hotel. Me desplazo con ella a través del  paseo marítimo. Me gusta sentir la brisa fresca a primera hora de  la mañana mientras pedaleo tranquilo,  miro hacia la playa todavía desierta y me dirijo al bar más madrugador, donde puedo aparcarla tranquilamente y sentarme una cuantas horas a leer. El bar es bastante cutre, pero en su terraza  sopla siempre el aire y se ve el mar enmarcado por una hermosa bóveda. Lo regenta una familia franco árabe,  buena gente: cada día me saludan  muy amablemente y me dejan tranquilo, sin decir ni mu, con un par de  cortaditos y un agua fresquita hasta casi la hora de comer. Ya no hay bares así en la costa.


No, ya no hay bares así en la costa, y ya tampoco existe el Colgao, ni mi roja. Sobre la pared de piedra, en un rincón de la cuadra vieja,   los huesos de La Burra soportan la tortura del tiempo. Todo eso ya es historia, pura y doliente nostalgia, como la que emerge con rabia cuando uno se pone delante del televisor para ver sin ilusión como una cuadrilla de tramposos escala el Tourmalet. Y aún así, insistimos, y nos ponemos frente al televisor adoptando  una experimentada desidia de telespectador escéptico con la que camuflamos  el deseo de que este año sí, este año será limpio. Se parece todo un poco a nuestro presente de peatones andantes. Por eso el próximo Julio volveré a ver el Tour y en las próximas elecciones seguramente volveré a votar.

miércoles, 17 de julio de 2013

Poética de la mentira



En la memoria habitan en armoniosa vecindad la verdad y la mentira, lo real y lo falso, los recuerdos y la imaginación. Se pasan la sal, se piden un huevo y de vez en cuando quedan para tomar café y poner a caldo a quien se les antoja. Son así de caprichosas, de frívolos y  despreocupadas. Por eso se llevan tan bien. Forman, entre todos, una comunidad ejemplar. Viven y dejan vivir. Ni las más recalcitrantes comunidades hippies experimentaron tal nivel de tolerancia recíproca, amor fraterno, sexo sin fronteras, libertad y cooperación colectiva en aras del individuo. 

Ahí tenemos a nuestro presidente, más mentiroso que el alma de judas. Sin embargo, luce el  aspecto más creíble de sinceridad seria y responsable que nadie,  en ningún lugar del mundo, podría ofrecer. Este hijo de la gran puta es capaz de presentarse delante de un micrófono, ante toda la opinión pública, y esbozando el  semblante más serio que jamás se haya visto, decir con la naturalidad propia de un hombre de Estado, igual que un Churchill declarando la guerra a Hitler, que los mensajes de ánimo  que le envió a Bárcenas demuestran que nunca cedió ante chantaje alguno.  

Después Mariano baja del atril y mientras camina erguido, digno, reflexivo  hacia las cortinas que le harán desaparecer de nuevo durante días,  piensa  “que les den a todos por el culo”.

Ya  en la Moncloa, en la intimidad del hogar, se dispone a disfrutar de ese momento que todo hombre se merece después de una dura jornada. Se sirve él mismo un brandy en semejante  copa globo, se sienta en el sofá  a ver el Tour y mientras observa cómo Froom se come a Contador, teclea con sus pulgares de pajillero precoz  el penúltimo sms diciendo: “Luis, sé fuerte, un añito pasa rápido. La bolsa está a buen recaudo. Te envío unos cigarrillos”. 

La cuestión es que yo quería elucubrar sobre la memoria. Sobre  cómo los recuerdos se convierten, con el paso del tiempo, en pura fantasía, en complejos y elaboradísimos artefactos narrativos producto de una curiosa capacidad  innata que todos atesoramos y que nos posibilita mentir como bellacos al respecto de nosotros mismos y de  los demás, al respecto de  todo lo que existía en el lugar y el momento, de manera que al evocar o recordar, lo que en realidad estamos  haciendo  es ejercitar la mentira, ficcionar y reconstruir unos hechos en función de nuestros intereses presentes.  

Lo divertido de la cosa es que el presente desde el que reinterpretamos el pretérito a menudo también se desentiende de lo verdadero, porque a la hora de observar la realidad,  o bien no somos sinceros con nosotros mismos, o bien nos escondemos en el caparazón, como las tortugas, que saben que algo sucede allí afuera, pero se niegan a comprobarlo por sí mismas. Así es que, tal y como me enseñó un profesor de matemáticas, menos por menos es igual a más. Más de todo. Más mentira, más imaginación, más falsedad, más diversión, más literatura, más mierda, más pobres, más cínicos, más cobardes ¿Más libres? 'Libertad para qué'. Si no recuerdo mal, eso lo dije yo mismo poco después de asaltar el Palacio de Invierno, antes de la quinta cerveza, en el bar de costumbre.

martes, 9 de julio de 2013

Morir dos veces



El lugar donde nací y me crié está atrapado entre montañas viejas, carreteras, líneas de ferrocarril, ríos tóxicos  y fábricas. Tenía calle Mayor, campo de fútbol,  iglesia de hormigón, y dos cines: el cine Nuevo y el cine Viejo. Las fábricas ahora se han multiplicado, son más pequeñas, están dispuestas en naves alineadas en polígonos industriales, a la vera de la riera,  y se construyeron durante el tiempo  de la reconversión industrial sobre tierras  que fueron huertos. Aquellos años,  Felipe González  cambió el tejido industrial del país a base de dinero europeo, despidos y jubilaciones anticipadas hasta que cumplió con la promesa de hacer de España  una completa desconocida para  la madre que la parió. 

Antes del desmantelamiento de toda una época, en el lugar donde yo nací  había cinco grandes fábricas dentro de la ciudad en las que trabajaba casi todo el mundo. Todos vivíamos a expensas de los sonidos de las sirenas, que marcaban los turnos de entrada y salida. Entonces  las calles olían a cemento, disolvente y taladrina y los monos azules ondeaban tendidos en los alambres de los balcones de los bloques de pisos esparcidos aquí y allá alrededor del centro. La fábrica estaba tan presente en la cotidianidad  y en el aire que respirábamos que en algunos casos incluso la marca de la empresa bautizaba con su mismo nombre el barrio donde estaba ubicada y en su área de influencia el aroma ambiental  era exclusivo y endémico.

Por eso las huelgas de los años setenta se vivieron con gran intensidad. Estaban lideradas por auténticos valientes, héroes audaces, íntegros, que defendían lo suyo, lo de su familia y lo de todos, aunque al final quienes rentabilizasen los resultados fueron otros, aquellos que finalmente idearon y ejecutaron la ínclita reconversión. 

En casa, delante de mí y de mis hermanos, nunca se hablaba de eso. Yo nunca le oí a mi papá decir las palabras lucha, comunista, sindicatos, convenio, pero sí que supimos lo que era una huelga: negarse todos los trabajadores a la vez, al mismo tiempo, a trabajar como método de protesta porque les pagaban poco, porque estaban muchas horas dentro de la fábrica y porque querían negociar las condiciones de trabajo; también significaba que  dejaban de trabajar para conseguir que les pagasen más por trabajar menos horas, aunque las consecuencia mientras mantuviesen la huelga eran que  no cobrarían nada, de modo que mientras durase la huelga no podríamos comprar comida, ni ropa,  seríamos cada día  un poco más pobres y además papá podría ser despedido, quedarse sin trabajo para siempre e incluso ir a la cárcel. 


Aquella gran huelga en los estertores del franquismo se mantuvo durante tres meses, hasta que los trabajadores consiguieron la totalidad de las reivindicaciones y readmitieron a los cabecillas -a los que por supuesto habían despedido-y lo único que nos dijeron papá y mamá directamente sobre el asunto era que los sábados no podían darnos la paga semanal que nos servía para ir al cine. Delante de nosotros jamás nos dijeron nada y si sabíamos o imaginábamos algo era a través de conversaciones cazadas de manera subrepticia, casi clandestinamente entre tabiques de yeso y puertas entreabiertas. Quizá, por todo ello, ahora  pienso que de alguna manera yo aprendí lo que era luchar y jugársela, casi sin querer, solamente viviendo.

Después de aquellos sucesos  España se convirtió en un país normal, si por normalidad entendemos que murió Franco, que llegó la democracia, que por mucho que lo pedía no me querían vestir con pantalón largo  y que mi hermano y yo  empezamos a compartir tardes enteras de domingo en el cine,  aventuras excitantes que luego hacíamos realidad en tremendas luchas onomatopéyicas, hasta la muerte, con espadas de madera, sombreros de plástico, cuerdas de tender la ropa y los sillones desvencijados de casa a falta de los parapetos naturales que ofrecían  las montañas del Diablo o los árboles del bosque de Sherwood.  

Las mejores películas eran las que proyectaban en el cine Viejo. Además, era más barato que el cine Nuevo, enmoquetado de rojo con asientos de  fieltro verde, muy moderno, pero la entrada costaba 10 pesetas más y de las dos películas que  proyectaban, una de ellas no solía interesarnos, porque los protagonistas hablaban de cosas que no entendíamos, o porque todo el rato aparecían tipos bajitos y feos haciendo muecas muy poco graciosas detrás de señoras vestidas solamente con el  sujetador y las bragas. Por eso casi siempre íbamos al cine Viejo. Nos costaba 15 pelas, nos sobraba para comprar pipas y cromos al día siguiente y además -y no menos importante- podíamos poner los pies en el respaldo del asiento de delante, que eran de madera vieja.

El programa era de lo más completo: sesión continua desde las 4 de la tarde hasta las 9 de la noche, con dos películas, por lo general una del oeste con El Zorro, los hermanos Trinidad, un espagueti western,  y después una de Godzilla, King Kong, o cualquier otro monstruo colosal aplastaciudades.También eran habituales las de romanos, las de caballeros medievales de las cruzadas,  de ladrones buenos de prodigiosa puntería con el arco y las flechas, que dejaban siempre en ridículo a reyes malos con cara de lobo, abusadores de la plebe y usurpadores de tronos. Fumanchú, Fantomas y Louis de Funes nos hicieron pasar igualmente muy buenos ratos. 

El cine Viejo ofrecía, además, un valor añadido: la repetición de la cartelera, lo cual ya era el colmo de la felicidad, porque entonces sí que disfrutábamos la película de verdad: nos avanzábamos todo el tiempo a los acontecimientos y disfrutábamos con el privilegio de prever todas las escenas, de modo que sabíamos perfectamente el momento en que, por ejemplo, el gordo abría la mano y de un tremendo sopapo  derribaba al sheriff corrupto; o cuando iba a producirse la muerte de Godzilla fulminado por el estallido de un volcán, o  la llegada de la caballería, o de las legiones, o de las huestes de Ivanhoe, y entonces prorrumpíamos y saludábamos a los buenos cabalgando al galope  con una buena salva de aplausos,  vítores y manotazos en los asientos.

Al acabar la sesión mi hermano y yo pasábamos unos minutos en shock. Primero teníamos que  acomodar nuestra vista a la luz de la calle, ya fuese de las farolas o del atardecer. Después nos mirábamos y sin decirnos nada ya sabíamos uno y otro qué personaje queríamos interpretar. Cuando coincidíamos, se imponía  mi criterio, que para eso yo era el mayor, a no ser que mi hermano insistiese. En ese caso negociábamos y si me tocaba ser el malo le tendría que matar dos veces y después el bueno resucitaría en mi cuerpo, de manera que los dos, a menudo, acabábamos interpretando los dos papeles. De hecho, en el camino, antes de llegar a casa, ya empezábamos a actuar, apareciendo y desapareciendo entre las esquinas o los dinteles de los comercios y los portales con las manos enlazadas formando la silueta de una pistola. Al cruzar la puerta nos sometíamos al fastidio de la cena, un intermedio impostergable, pero después, antes de ir a dormir, atravesábamos el piso de Norte a Sur y de Este a Oeste unas cuantas veces, al galope, camuflándonos debajo de las camas, tras los armarios, o parapetados entre las sillas y el sofá  del comedor y luchábamos, moríamos y matábamos unas cuantas veces, hasta la extenuación, hasta que ya no nos quedaba saliva de tanto imitar el sonido de los disparos, el choque de las espadas o el golpe del puño en la cara; hasta  que mamá se hartaba y nos enviaba a la cama porque papá quería ver tranquilamente el parte. 


Entonces nosotros no lo sabíamos -  era una cuestión que nos importaba bien poco- pero si había algo que nos enseñaba el programa del cine Viejo es que en la vida había buenos y malos y que los buenos se la jugaban siempre para ganar a los malos, aun con riesgo para sus vidas que, por supuesto, nunca perdían, pero que tenían que poner en juego si querían conseguir que la justicia se alzase con la victoria. Porque si no era así el mundo dejaba de tener sentido. Incluso en el más exagerado  argumento de animales monstruosos asolando ciudades enteras, pobladas por miles de almas, (o no tan increíble, porque al fin y al cabo qué es, si no, un bombardeo)  acababa por  imponerse el bien, porque alguien decidía comprometerse y  actuar con valentía, audacia e inteligencia para restablecer la paz. 


La estrategia de la memoria es impredecible. De repente te llegan recuerdos como éstos, sin venir a cuento, sin tener ninguna relación  con  lo que uno piensa, con lo que nos inquieta. Y en qué va a estar uno  pensando  si no es en el presente, y en aguantar, y en contrastar día a día la integridad de nuestra situación, y en estirar y retractilar la cabeza como una tortuga, y en caminar despacio, muy despacio, mirando y comprobando con suma atención dónde ponemos los pies a cada paso. 

Han pasado cerca de 40 años desde los tiempos grises de la huelgas, de aquel  tiempo en que los derechos y la libertad se ganaban en la calle, y en la cárcel,  a riesgo seguro de la integridad física y económica; a riesgo, muchas veces, de la propia vida. Han pasado cerca de 40 años y  en mis recuerdos mis héroes todavía pisan el suelo de la casa donde nací, se revuelcan, luchan y agonizan sobre el terrazo resbaladizo, gritan con voz aguda soflamas de victoria, justicia y sacrificio, se intercambian los papeles, y siempre, siempre, el bien vence al mal,  aunque sé -ahora que asumo mi cobardía, ahora que incluso he renunciado a hacerme el valiente con la grandilocuencia de los gestos y de las grandes ideas en los bares, ahora que soy incapaz, siquiera, de participar en una manifestación- ahora sé  quién fue realmente  el único héroe que pisó  ese mismo suelo que todavía, de vez en cuando, transito de la manera más parecida a la de un pusilánime que camina hacia su destino.