Qué gustito tomar una copa en un bar lleno de humo, y de ruido, de gente que sale y que entra, que se busca, toma cerveza, se habla y, en un momento, por una palabra mal dicha, por una frase mal entendida ya nunca más se dirán nada y nunca entrarán ni se volverán a encontrar en el mismo bar a no ser que el destino les coincida nuevamente y entonces se mirarán de soslayo, se evitaran, simularan no haberse visto y mientras apuran los vasos y fuman -no porque les apetezca fumar, sino solamente para mirar por dónde se cuela o cómo se disuelve en niebla el humo que expiran y evitar así mirar hacia el lugar prohibido- rememoran el momento de la ruptura y entonces uno de los dos, o quizá los dos, se dan cuenta, en los rincones respectivos de sus memorias que, en realidad, todo fue una tontería porque apenas pueden cada uno de ellos recordar el contenido de la palabra dicha, maldita, la frase disparada con odio, irónica, cínica, a gritos o golpeando con el puño y la mano sobre la barra, aporreando la lanza del paraguas sobre el suelo al mismo tiempo que profirieron insultos hirientes, reproches guardados como cartas viejas que contienen debilidades, errores, cuentas pendientes depositadas a plazo fijo hasta que llega el momento de cobrar en metálico los intereses del rencor justo cuando el camarero vacía el cenicero, porque no dejaban de fumar en el mismo probable cenicero en el que ahora cae la ceniza como tiempo quemado, estéril, y aunque se saben cerca, casi mesa con mesa, siguen sin mirarse y sin recordar si en verdad aquella discusión tuvo razón de ser o hay un tercero, o tercera que nunca aparecerá por el bar, el cual, la cual, habló con ambos, en privado, por separado, y les explicó versiones diferentes y encontradas del mismo asunto para congraciarse, para sentirse el centro de algo en lo que ni siquiera intervino, para ser cómplice, cerciorarse de que su palabra vale algo, significa algo, genera consecuencias, para ser querido, o querida, y en el momento del gesto de dolor, de la expresión amarga, de la mirada baja, humedecida por la rabia y la tristeza, él o ella posaría la mano sobre el hombro y prometería afecto, compañía, ayuda, llámame cuando lo necesites, a la hora que quieras salgo y voy a verte, lo mismo, exactamente lo mismo que hizo con el otro o con la otra, aunque es probable que el tercero, que jamás entrará en el bar donde ahora me tomo tan a gustito el segundo whisky mientras leo, o leía, sencillamente el tercero es malo o mala, perverso, y disfruta en el juego efectivo de la cizaña y la difamación en el que hay perdedores perpetuos porque jamás recuperan la inocencia o el honor, los cuales, por mucho que digan tertulianos y sabihondos no son previos a nada y para defenderlos hacemos lo que sea, dar la razón, reconocer veracidad en palabras que nos brindan, agravios sin contrastar a los que damos pábulo porque -y sólo porque- tenemos unas ganas tremendas de creer, de confiar en terceros (Yagos eficaces, eficientes) de caer en el conflicto que les separó, que les mantiene meses después separados a tres metros de distancia en el mismo bar en el que rompieron, cada uno con su copa, jugando con el extremo ardiente del cigarrillo sobre el cenicero a la manera de un bolígrafo con el que trazan extraños polígonos, estrellas mágicas, signos esotéricos entre la ceniza, como grabados efímeros deshechos en el instante en el que un amago de lucidez les ha empujado a levantarse, caminar tres pasos e invitarle a la próxima copa, qué bebes, me siento, siéntate si quieres, cómo andas, bien, podría ser el inicio de la conversación, de la reconciliación, que acabaría con tres o cuatro botellas sobre la mesa, unas risotadas, quizá una cena rápida, o bien opípara, el camino de vuelta a casa, aliviados, ligeros, sin el peso del resentimiento y la certeza de que todo aquello seguramente fue una tontería, una soberana estupidez, aunque lo que hacen ambos es dar un trago, encender el décimo cigarrillo y grabar otro extraño signo en el cenicero justo cuando ya no quiero beber más, recojo los bártulos, le pago a la camarera y salgo con la congoja de su futuro a cuestas, que me empuja a volver después de haber caminado unos metros, suficientes como para darles tiempo a desaparecer y no saber nada más de ellos, porque ya no podré estar a gustito en ese bar, leyendo, escribiendo, bebiendo y fumando mientras la gente sale, y entra, se habla y en un momento, por una palabra mal dicha, por una frase mal entendida nunca más se dirán nada.
Vuelvo mañana
La imagen es un dibujo a tinta que se titula Var-paraiso. Procede de http://pescador72.blogspot.com propiedad de un artista chileno del cual, lo único que sé es la dirección de su blog. Con su permiso