Man Ray, Velázquez o Van der Weyden las elevaron a
categoría de arte y el gran Peret, afectado de mal de amores, se empeñó en
buscarlas a ritmo de rumba enamorada.
Las lágrimas, el llanto, la expresión psíquica y fisiológica
tanto de la alegría como del dolor, de la emoción, de la nostalgia y de la
tristeza; de la frustración infantil y
de la rabia adulta; de la pérdida y del desamparo; la muestra incontenible de
la impotencia; la consecuencia biológica ante la tortura y la herida; el
torrente desenfrenado de la emoción que desborda los diques de lo racional y
brota revelándonos debilidades, afectos, filias y fobias, instantes acumulados
de tensión.
Nadie sabe a ciencia cierta a qué se deben estos llantos.
Dicen que es un modo espontáneo de comunicación. Dicen que las mujeres lloran
más, pero yo, que soy todo un hombre, me
he convertido en la gran diva del llanto.
Hay quien no ha llorado en su vida, hay quien se pasa la
vida llorando, y hay quien llora solamente viendo llorar.
La lágrima es saludable y tierna, desgarradora y feliz.
La lágrima es desesperanzada y solidaria, sincera y farisea. La lágrima es
publicidad y engaño, señuelo y traición. Hay lágrimas que son emboscadas y
llantos que nos hipnotizan hasta arrastrar-nos
a la perdición.
Nacemos llorando. El llanto es el primer síntoma de vida.
Sin embargo, nadie llora al morir. Lloramos ante la muerte de seres próximos.
Lloramos en soledad ante el anuncio inminente de nuestra muerte y nos
consolamos en brazos que reciben nuestro llanto. Pero al morir no lloramos, por
mucho que se empeñe Violeta Parra, “porque llorando la pena me mata con llanto
amargo como si en verdad lloviera”.
Ayer oí en la radio a una señora llorar. Todos los que la
escuchábamos sabíamos que lloraba porque se entrecortaron sus palabras y se
escuchaban muy nítidamente sus sollozos. Es una señora muy conocida, por eso la
invitaron a hablar en la radio. A las pocas horas de la entrevista pude ver las
lágrimas, ampliamente difundidas, porque
hoy día la radio ha perdido toda su magia, y también se ve. Las vi claramente,
transparentes, deslizándose hacia el
mentón mientras se frotaba la frente en
ese gesto común que parece pedir
disculpas ante lo inevitable o
interrogar en público a nuestro cuerpo por qué permite revelar la emotividad
íntima encerrada en el alma.
Una vez recompuesta confesó que había llorado porque
pensaba en sus hijos. Los hijos son un manantial inagotable de lágrimas. Por los padres
lloramos menos. En ocasiones deberíamos llorarles más, pero no lo hacemos. No
sé por qué lloramos más por los hijos que por los padres. Tendré que pedirle a
Manuel Vilas que me resuelva esta duda.
Toda lágrima tiene su origen. Toda lágrima reside en un
lugar determinado de nuestro organismo porque, tal y como hemos visto, el
llanto se origina por muy diversas circunstancias. De manera que no provienen
del mismo lugar las lágrimas que afloran a los ojos por causa del dolor, de la
tristeza, de la emoción, la rabia o la desesperación.
Al convertirnos en padres o en madres el cuerpo excava el
cubillo lacrimoso de la maternidad o la paternidad. Se desconoce su ubicación
pero una vez nacido el retoño, ese pozo de lágrimas maternales o paternales
mantiene su embalse lacrimal durante
toda la vida. Nunca padece sequía. Siempre está a punto y en disposición de aflorar torrencialmente a
los ojos, ya sea a causa de desgracias, orgullos o enhorabuenas; ya sea porque en alguna ocasión percibimos de nuestros propios vástagos que se avergüenzan
de nosotros, de nuestros actos, que es lo peor que le puede suceder a un padre
y a una madre.
Y fue de ahí, de ese lacrimatorio orgánico de la
maternidad de donde surgieron y se derramaron desde sus párpados las lágrimas
radiofónicas más difundidas, comentadas y vilipendiadas de los últimos tiempos.
Pero ¿No es el llanto un hecho ante el que todo humano se conmisera? ¿Es posible vilipendiar el
llanto? A partir de ahora sí, porque la
política todo lo ensucia, todo lo pudre, todo lo enturbia.
Y es que, como si de expertos plañideristas se tratase,
no pocos han dudado de la emoción incontenida de esta señora. Incluso algunos,
ejerciendo de críticos advenedizos del hermoso arte de llorar, se han permitido
la desfachatez de practicar el plañiderismo comparado, colocando sobre una balanza
infame el valor de esas lágrimas con
otras de otros ojos procedentes de diferentes lugares.
Efectivamente, no
son iguales. Las lágrima de esta señora fueron propiciadas por energúmenos que
la insultaron y las de los señores y señoras que se las reprochan son
consecuencia de sus propios actos. La diferencia es clara y diáfana. En la remota antigüedad los hebreos pudientes, muy
pudientes, contrataban mujeres para que en su funeral o en el de sus seres
queridos llorasen durante horas a lágrima viva y pudiesen depositar así, en
el interior de lacrimatorios, el producto de su llanto fingido. Esos frascos
rebosantes de lágrima se depositaban en el interior de la urna funeraria,
enterrados entre las cenizas, con el fin de atestiguar que su muerte había sido
profusamente sentida y llorada. Quien no tenía ni dinero ni poder no podía
hacerlo y sus lágrimas fidedignas de la muerte se evaporaban en el aire o se
filtraban en los poros de la piel.
Desde la antigüedad innumerables sociedades ha contado
con plañideras. En Cataluña no eran mujeres; eran hombres a quienes se contrataba para
llorar. Se les llamaba ploracossos (lloracuerpos). Muy al contrario de lo que
pudiese parecer, todavía existen y los pagamos entre todos porque, como es
lógico, solamente lloran cobrando. Difunden su llanto discriminado y subvencionado a través de las pantallas, de las ondas, en
papel, por tierra, mar y twitter, como buenos ploracossos profesionales que son.
Y no satisfechos con sus litros de lágrima embotellada, en sus ratos libres,
mientras se suenan los mocos, vilipendian el llanto ajeno.
Es verdad, dan ganas de llorar. Menos mal que me he
encontrado con el bueno de Gustavo y me ha consolado: “Asomaba a sus ojos una
lágrima y a mi labio una frase de perdón; habló el orgullo y se enjugó su
llanto y la frase en mis labios expiró.” Gracias, amigo.
Vuelvo mañana