Antes de la pandemia, en los colegios y escuelas del
sistema educativo catalán, un niño al
entrar al aula y encontrarse con sus compañeros y su maestro lo primero que
tenía que hacer era confesar su estado de ánimo al resto de la clase. Es decir,
que por imperativo expreso de su profesor previo acuerdo del Consejo Escolar se veía obligado a abrirse emocionalmente en
canal y decirle al resto de compañeros si se encontraba triste o alegre; si
albergaba miedo o rabia; si sentía incontenibles deseos de amar o si por el
contrario el asco dominada en ese momento todo su ser.
En el caso de que la emoción expresada por el niño o por
la niña resultase negativa, el maestro dedicaba unos minutos -con la ayuda de
los otros niños debidamente dirigidos- a
intentar revertir sus emociones por la vía del juicio sumarísimo colectivo,
interrogatorio público incluido, camuflado de conmiseración hipócrita,
preguntas de confesionario y púlpito y la preceptiva ristra de corazones rosas,
moralinas de cuento y sonrojantes golpecitos en la espalda.
Por su puesto, en todas y cada una de las escuelas y aulas catalanas en las que se lleva
a cabo esta práctica ignominiosa, siempre aparece el alumno díscolo que en un
alarde de valentía infantil y haciendo uso de su soberanía y de la defensa de
su intimidad se niega a confesar
públicamente el estado de ánimo y emocional, las causas personales, familiares
o escolares que lo han ocasionado, actuando con ostensible rebeldía contra todo
consejo y petición de cambio.
En casos así, el grupo, auspiciado por el maestro, relega al ostracismo al compañero heterodoxo y
le conmina a cambiar de actitud haciéndole responsable, en ocasiones, de la
buena o mala marcha de la clase o invitándole a seguir las pautas que todos,
sin excepción, respetan, por su bien y el de la convivencia en el aula.
Cualquiera que haya visto la película “La invasión de los ultracuerpos” podrá
hacerse una idea de cómo debe sentirse un niño o una niña de entre ocho y doce
años sometida a tales prácticas.
Este tipo de actividades, digamos escolares, propias de
las llamadas convivencias espirituales organizadas por la Iglesia, por el Opus o
por cualquier otra secta,
está promovida por la Conselleria de Educación de la Generalitat de
Catalunya desde el año 2008, aproximadamente. Cualquiera que desee comprobarlo
puede darse una vuelta por Google y solamente escribiendo “emocions escola
pública catalana” dará con varios enlaces que habitan en la página web de la Conselleria.
Uno de esos enlaces nos lleva al concepto de ‘Ecología Emocional’ y a sus dos creadores, Jaume Soler i Lleonart y Mercè Conangla, cofundadores
de la Fundación “Ecología Emocional” que ha derivado en la Fundación privada
Ambit, de donde nace el máster promocionado bajo el lema “Reforestando nuestros
corazones” reconocido con puntos curriculares
por la Generalitat, que lo ha etiquetado de gran utilidad.
El curriculum y la trayectoria de Soler y Conangla puede
leerse en internet. Ambos están lejos de ser reconocidos como reputados
pedagogos aunque, muy probablemente, sus
cuentas corrientes se encuentren muy cerca de los seis ceros gracias a las
continuas ediciones de sus libros, a las conferencias que realizan y al máster
que ofertan , dirigen y facturan que, como digo, la Generalitat promueve con la
suma de puntos preceptivos en el curriculum del profesorado.
Cuando un sistema educativo público avanzado apuesta por
determinadas líneas pedagógicas destinadas a construir, generación tras
generación, un país mejor, lo hace fundamentándose en prácticas contrastadas,
formuladas por los mejores pensadores y avaladas por equipos multidisciplinares
de excelencia. Esas prácticas deben integrarse en el contexto social particular
de cada país y sobre todo en su legislación educativa vigente, que garantiza la
igualdad de oportunidades para todos y una práctica docente libre y responsable.
Por eso es tan compleja la construcción de un sistema educativo público, que
aunque debe dejar margen de acción tanto al profesor como al centro, sobre todo
debe garantizar la adquisición de contenidos y competencias por parte de los
alumnos enmarcadas en los valores que defienden y promueven los Estados de
derecho.
La llamada ecología emocional que ha comprado la
Generalitat y que está haciendo ricos a
Soler y Conangla se ofrece y se viste
con el disfraz de la inteligencia emocional. Sin embargo, nada más lejos de
este concepto, que se introdujo en la psicopedagogía a principios de los años
noventa y que acabó por converger junto con otras teoría anteriores en la
bautizada por el filósofo y pedagogo José Antonio
Marina como ‘teoría ejecutiva de la inteligencia (TEI)’ según la cual, la
inteligencia se define como “la capacidad de dirigir bien el comportamiento, es
decir, de elegir bien las metas, aprender con rapidez, utilizar la información
precisa, gestionar las emociones y controlar los procesos necesarios para
resolver problemas y alcanzar así los objetivos.” El objetivo de la psicología
de la inteligencia emocional está encaminado a que el alumno mejore su
capacidad de centrar la atención, a que planifique mejor sus tareas, aprenda a
invertir provechosamente su esfuerzo y también a gestionar adecuadamente sus
emociones en los procesos de aprendizaje.
Esta teoría de la inteligencia emocional y las complejas
y contrastadas propuestas pedagógicas que de ella se derivan nada tiene que ver
con la ya famosa maleta de los sentimientos, o con los semáforos emocionales a los que se somete
a la infancia catalana en las aulas, con el único y estéril fin de confesar su estado de ánimo convirtiendo a los niños y a las niñas en estúpidos
emoticonos vivientes, en el mejor de los casos, y en víctimas de la
irracionalidad y la mediocridad que asola la dirección de nuestro sistema
educativo.
Montessori, Freire, Piaget, Ferrer i Guardia, Vygotski, Giner de los Ríos, Dewey, o Antonio Damàsio ( uno de los precursores de
la inteligencia emocional)… por citar algunos, son nombres sobre los que se han
fundamentado los sistemas educativos y la práctica docente a lo largo de la
historia contemporánea occidental. Sus propuestas, más allá del juicio de valor
que podamos hacer sobre ellas, son el encofrado sobre el que se ha fundamentado
la educación durante los últimos dos siglos. En Catalunya, una corriente de
hombres y mujeres idiotas, neoliberales, muy bien aposentados, aprendices de la
filosofía zen, bebedores de leche cruda, waldorfitas del séptimo cielo, que el primer día de curso riega en comunidad
la fachada de los colegios con flores de
bach (literal) se ha empeñado en poner en manos de unos cuantos oportunistas,
gurús de las emociones, la educación de
nuestros hijos.
CAPA. Así se llama el modelo de niño que pretenden Soler
y Conangla, un acrónimo que resulta de unir las letras iniciales de creativos,
amorosos, pacíficos y autónomos. No, no me lo estoy inventando. Soler y
Conangla quieren niños CAPA , para lo cual forman a profesores en este
sinsentido con el beneplácito de la Generalitat. Es decir, el actual Govern de
La Generalitat de Catalunya quiere niños CAPA. No quiere niños críticos, curiosos, preparados,
inteligentes, competentes, cultos, esforzados,
libres y solidarios. Quiere niños CAPA. Catalunya es un país de niños CAPA y en
poco tiempo será un país de mediocres que, al contrario de lo que rezan las
hermosas palabras del acrónimo mendaz, devendrán en personas incultas, poco
dadas al esfuerzo, víctimas propiciatorias de mercachifles y populismos,
acríticos, dóciles en los lugares de trabajo y actores de un individualismo
pernicioso para cualquier sociedad que pretenda ser y llamarse próspera.
Esta corriente de idiotez extrema e irresponsable que
está devastando el sistema educativo catalán y que padecen a partes iguales
alumnos, profesores y nuestro futuro, se
concreta en el proyecto “Escola Nova 21” que financia CaixaBank (¡!) y dirige
el ínclito Eduard Vallory, un joven advenedizo, amamantado en las ubres de la menjadora independentista, discípulo aventajado del neoliberalismo
norteamericano más radical, cuyos conocimientos del mundo educativo, de las
tendencias pedadogógicas y de la psicología del proceso enseñanza-aprendizaje
son equivalentes a la competencia lectora de un mandril.
Eduard Vallory era el
hombre destinado a desmantelar el sistema público catalán de educación
en caso de que se proclamase la independencia,
según anotaciones del famoso cuaderno de Josep Maria Jové hallado por la
policía en la que el número dos del Departament de Economía dirigido por ERC
preveía un sistema educativo sin profesores funcionarios, sin exámenes, sin
libros… con plena libertad de acción
para cada centro, que contrataría según su parecer a los maestros que
considerase oportunos.
“Nova Escola 21” ha finalizado en julio de este año y
ahora, según el acuerdo firmado por CaixaBank , la UOC, La Fundació Bofill y la
Conselleria de Educación, la Generalitat debería hacerse cargo del proyecto,
en el que han participado alrededor de
500 escuelas públicas, concertadas y privadas de Catalunya hipnotizadas o
ilusionadas por promesas de innovación y de financiación. Agnès Barba, la directora del
Colegio Els Encants, uno de los primeros 21 colegios que participaron del
proyecto dice al respecto que “Las emociones tienen una causa-efecto total en
el aprendizaje de los niños y en su conocimiento personal.”
Por su parte, Vallory, a pesar de su ignorancia en temas
de pedagogía o de educación afirma que “tenemos que reformular la educación
centrando el aprendizaje en las personas porque si son receptoras pasivas de
información no serán capaces de solucionar unos retos que nunca antes habíamos
tenido como sociedad.” ¿Quién no compra este discurso, verdad? Es tan
extraordinariamente innovador que Sócrates, hace 2500 años, ya lo practicó.
Desde los albores de nuestra historia los hombres sabemos que lo que uno descubre
por su cuenta gracias a su propia capacidad e inteligencia es mucho más valioso
para su crecimiento personal que aquello que se ve obligado a memorizar de un
modo acrítico y pasivo. De hecho, desde María Montessori a finales del XIX no
hay ninguna pedagogía contemporánea que niegue este hecho.
Por otro lado, me intriga mucho la última parte de la
cita, porque esta clase de trepas oportunistas
pocas veces hacen mención a esos grandes retos
que nunca habíamos tenido como sociedad
para los que, sin embargo, es
necesario utilizar técnicas pedagógicas del siglo IV antes de Cristo. Y es que
la apelación a lo inusitado y a las dimensiones gigantescas de los desafíos que tenemos que afrontar como
sociedad es otro de los mantras más socorridos por este tipo de personajes,
para quienes la Academia de Platón, las dos revoluciones industriales, el Renacimiento,
el Humanismo, la Ilustración, las
grandes conflictos o avances que ha vivido la humanidad durante toda su Historia
hasta llevarnos a la mejor época en la que
ningún ser humano haya podido vivir, no son más que menudencias resueltas de
cualquier manera , deprisa y corriendo, por hombres y mujeres mal preparados, ignorantes
incapaces de gestionar sus alegrías y sus tristezas, sus temores, su rabia
incontenible o las pasiones de su amor por el prójimo.
Entonces ¿A qué vienen estos tipos ahora? ¿Cuál es la
verdadera razón de su aterrizaje en el sistema educativo catalán? En mi opinión, son igual que ladrones de
verano provistos de la ganzúa de la
innovación -la palabra mágica de nuestro tiempo- gracias a la cual irrumpen con
nocturnidad alevosa y premeditada en el
sistema público de enseñanza con la finalidad de desmantelarlo, sumirlo en la más desoladora
mediocridad para poder argumentar posteriormente la incapacidad de lo público, abrir
de una vez por todas el gran negocio que supone la educación, negar y aniquilar la igualdad
de oportunidades a las clases menos favorecidas y crear una élite que, ésta sí,
se formará en los mejores colegios, con los mejores profesores y los mejores medios,
tal y como hizo, por ejemplo Vallory, al que me resulta difícil imaginar de
niño confesando al resto de la clase su asco, miedo, rabia, alegría o el amor
desbocado que sentía hacia su maestro,
sus papás y todos sus compañeros.
Este curso la imagen de niños y niñas con mascarillas en
las aulas puede resultarnos distópica, propia de una pesadilla o del género de
ciencia ficción. La gran preocupación es
la incidencia que podrá causar la pandemia a lo largo del curso. La
preservación de la salud de nuestros
hijos y de los profesionales de la educación es una cuestión prioritaria. Sin embargo, más pronto que tarde, las
mascarillas desaparecerán y junto a su mirada viva e inquieta los niños y sus maestros volverán a ver, de manera
recíproca y colectiva, la expresión
completa de sus rostros y con ella las señales que advierten o que revelan su
curiosidad, su cansancio, su ilusión, su indiferencia o cualquier otra emoción
que experimenta cualquiera a lo largo del día. Algunos niños, cuando el maestro convertido en confesor, director
espiritual o gurú insospechado de la secta les solicite que hagan público su
estado de ánimo, añorarán la mascarilla
con la que, al menos, podían camuflar el enfado, la rabia y la impotencia de
una intimidad asaltada y humillada. Y es que una vez que la pesadilla de la pandemia se diluya y no
queden más que el recuerdo terrible de nuestros sufrimientos e
incertidumbres, la distopía de los niños CAPA continuará en las aulas catalanas, a no ser
que algo lo remedie.