Viene de aquí
Los méritos del cura párroco Joseph de Langa para hacer
fortuna en Castrillo de la Reina durante buena parte del siglo XVIII no fueron
destacables. Solamente tenía que ejercer su ministerio con cierta autoridad,
hacer valer la ley, dictada por la Santa Madre Iglesia, y rentabilizar
económicamente los múltiples engaños con que los curas atemorizaban a los feligreses
para sojuzgarles y someterles.
Eso fue así en Castrillo y en toda la península ibérica durante la etapa objeto del estudio de Luis González. Casi cuatro siglos después, las cosas no han cambiado mucho, aunque ahora la Iglesia actúa de un modo más sofisticado, a través, por ejemplo, de las vergonzosas inmatriculaciones con las que los obispados de media España siguen aumentando su escandaloso patrimonio inmobiliario, robando literalmente edificios y terrenos al amparo de la ley, propiedad de otras personas o instituciones.
De hecho, hay una lectura de “Castrillo de la Reina en la Edad Moderna” que va más allá de la película de hechos y datos circunscritos estrictamente al territorio de este pequeño pueblo castellano, porque si abrimos el foco podemos hacernos una idea bastante aproximada de cómo era la vida en la mayor parte de pueblos de la España del Renacimiento tardío, del Barroco y de la Ilustración partiendo de las revelaciones de Luis Miguel González.
Mezclo premeditadamente la terminología artística con la histórica, pues quien lea este libro verá que las gentes de Castrillo de la Reina y de la mayor parte de los pueblos españoles, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo pasado, dispusieron de poco tiempo para las artes y para cultivar otra cosa que no fuese cereal, forraje y hortalizas. Los grandes acontecimientos históricos y las etiquetas que señalan grandes extensiones de tiempo pueden llegar a describirnos colectivamente, pero a menudo la historiografía se olvida o prescinde del estudio y de la descripción de lo cotidiano en épocas extensas en las que discurrieron las horas, los días y los años de nuestros antepasados.
Y es que a través de la historia de Castrillo escrita por Luis González podemos constatar que el campo y la sierra eran realmente duros y que las condiciones de vida de sus habitantes no podían ser más que de subsistencia. La falta de salubridad y de la más mínima higiene en los hogares y en las calles eran causa segura de grandes mortandades. Las epidemias eran habituales. Mujeres y hombres trabajaban de sol a sol, o de hielo a hielo, en las circunstancias más adversas que podamos imaginar, y buena parte del fruto de su trabajo iba a parar a los grandes señores y a las autoridades eclesiásticas.
Aun así, tal y como atestiguan los documentos que aporta Luis en su libro, las gentes de Castrillo supieron buscar alternativas al trabajo estrictamente agrícola y muchos salieron a los caminos con sus carretas para transportar todo tipo de enseres de ciudad en ciudad. Malos carreteros no debieron ser porque gracias a su buen hacer y al número de vecinos que llevaban a cabo esa actividad, la corona ordenó la exención de levas en épocas de guerra para los varones castrillenses debido a su importancia estratégica en la intendencia.
Otra de las joyas de este libro que vale la pena destacar es el gusto de su autor por el léxico no ya moribundo, sino muerto y enterrado. Luis rescata por puro placer -quizás para leerlas despacio, nombrarlas y escuchar cómo suenan- un sinfín de vocablos pertenecientes a la cotidianidad de sus antepasados; palabras que se perdieron en el tiempo junto con los objetos o las acciones que señalaban, definían y a los que dotaban de significado. Luis se las ha robado a la oscuridad para extenderlas con mimo bajo la luz de nuestro siglo y dejar que brillen, igual que extraños diamantes formados en épocas pasadas. Titos, guijas, rangos, arcaceles y bretones; cojudada; igüedos e igüedas; dispunte, muesca, mena, ramisaco, hendía y aguzo; yantar, urción, martiniega y honsadera…Pronunciar en nuestro Siglo XXI palabras como estas, rescatadas del olvido por Luis González, me produce una sensación extraña, muy sugerente, entre nostálgica y esotérica, porque no puedo olvidar que se utilizaban espontáneamente con mucha frecuencia sobre el mismo suelo que pisamos ahora, mucho tiempo antes de que naciesen nuestros abuelos, y mucho tiempo antes de que viniesen al mundo los abuelos de nuestros abuelos.
De algún modo, decir, hablar, brotar de la garganta esos fonemas que ya no nombran nada, es invocar la época y los lugares donde fueron pronunciados y transportar sobre el aire hasta un presente tecnificado animales, ropajes, instrumentos, herramientas, frutos de la tierra y todo tipo de objetos dotados de un primitivismo secular, en una especie de práctica metafísica inútil, pero extraordinariamente placentera.
Luis también nos regala en su libro un buen puñado de anécdotas liberadas de los archivos; anécdotas que tienen que ver con las relaciones humanas, con el devenir diario y común de los habitantes de Castrillo que defendían con uñas y dientes las pocas posesiones que tenían; que se traicionaban y se querían; que caían en desgracia ante una ley inclemente e injusta; que eran solidarios, que festejaban, que bebían y amaban, que cometían errores y pagaban por ellos con el exilio… Vidas, en definitiva, sometidas, con escaso margen para el goce, porque la necesidad siempre acuciaba y los privilegios de unos pocos subyugaban. Nada nuevo bajo el sol.
Y así llegamos a uno de los momentos culminantes, aquello por lo que un autor da por buenos el trabajo, el esfuerzo y el tiempo invertidos. Luis revela en el corazón de su libro la fuerza y el orgullo de un pueblo; la defensa a ultranza de sus derechos ante los poderosos; la unión de los vecinos para rebelarse contra a la injusticia; la solidez de su conciencia en la verdad de su causa y la constancia organizada a través de generaciones en la defensa de unos derechos adquiridos, incluso a riesgo de perder la vida.
Al llegar a esos capítulos, muchos lectores entenderán, por ejemplo el origen de esa rivalidad histórica entre Salas de los Infantes ( el pueblo vecino) y Castrillo de la Reina, afortunadamente ya relegada a mera anécdota recurrente, reducida a motivo de bromas y chanzas en el bar.
Sin embargo, en mi opinión, lo más valioso de esta obra no lo encontramos en los innumerables documentos que el autor aporta, a través de los cuales reconstruye tres siglos de vida en Castrillo de la Reina. Tampoco es la ventana que Luis abre al lector a través de la cual puede vislumbrar la vida en la mayor parte de los pueblos de España durante la Edad Moderna. En mi opinión, lo más valioso se halla en una humilde y breve nota integrada en la relación de fuentes documentales que el autor ha consultado, ubicada en un apartado humilde, a las afueras del libro, que muy pocos leen. Humilde no significa inofensivo. Humilde puede ser al mismo tiempo valiente, audaz y comprometido.
No fue premeditado. Probablemente actuó de oficio el azar. Al finalizar la lectura de la obra de Luis empecé a leer “Los pasos perdidos” de Alejo Carpentier, una novela excepcionalmente bella en la que el narrador en primera persona nos lleva de la mano en un viaje inolvidable hacia las profundidades del tiempo. Al cerrar la última página de la novela entendí, por ejemplo, que sumergirnos en el pasado hasta llegar a olvidar el presente puede cambiarnos la vida, porque el enfoque de todo lo que uno vive junto a sus contemporáneos se ve forzosamente condicionado por hechos anteriores, protagonizados por personas que en absoluto nos son ajenas. Al mismo tiempo, esa vivencia intensa de la Historia nos proyecta hacia el futuro porque, efectivamente, nos ha cambiado, y ya nada será como estaba previsto que fuese.
Por tanto, si no respetamos el pasado, si no viajamos de vez en cuando a visitar a nuestros ancestros, si no contamos con el material y la voluntad necesarias con las que poder realizar ese viaje, nuestro futuro está hipotecado y nuestro presente se anuncia mudo, insustancial, ausente de forma y de sentido.
La nota escrita en las afueras del libro de Luis dice así:
“El Ayuntamiento de Castrillo de la Reina fue pasto de las llamas en el año de 1976, como consecuencia del incendio que sufrió en la madrugada del día de San Blas, cebándose la fatalidad con la villa, aún más si cabe, durante los días siguientes al siniestro, cuando después del vaciado del edificio se depositaron en “La lindera” los restos de bienes muebles y la documentación del archivo municipal, solo dañada parcialmente, para proceder a su destrucción total en una hoguera – como si la otra no hubiese sido ya suficiente-. La tímida reivindicación de algún vecino no impidió el expurgo total. La Historia de un pueblo quedaba reducida a cenizas.”
Lo dicho: humilde, valiente y comprometido, como aquellos castrillenses de la Edad Moderna, que defendieron con su vida los derechos adquiridos en el pasado.
"Castrillo de la Reina en la Edad Moderna"
Eso fue así en Castrillo y en toda la península ibérica durante la etapa objeto del estudio de Luis González. Casi cuatro siglos después, las cosas no han cambiado mucho, aunque ahora la Iglesia actúa de un modo más sofisticado, a través, por ejemplo, de las vergonzosas inmatriculaciones con las que los obispados de media España siguen aumentando su escandaloso patrimonio inmobiliario, robando literalmente edificios y terrenos al amparo de la ley, propiedad de otras personas o instituciones.
De hecho, hay una lectura de “Castrillo de la Reina en la Edad Moderna” que va más allá de la película de hechos y datos circunscritos estrictamente al territorio de este pequeño pueblo castellano, porque si abrimos el foco podemos hacernos una idea bastante aproximada de cómo era la vida en la mayor parte de pueblos de la España del Renacimiento tardío, del Barroco y de la Ilustración partiendo de las revelaciones de Luis Miguel González.
Mezclo premeditadamente la terminología artística con la histórica, pues quien lea este libro verá que las gentes de Castrillo de la Reina y de la mayor parte de los pueblos españoles, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo pasado, dispusieron de poco tiempo para las artes y para cultivar otra cosa que no fuese cereal, forraje y hortalizas. Los grandes acontecimientos históricos y las etiquetas que señalan grandes extensiones de tiempo pueden llegar a describirnos colectivamente, pero a menudo la historiografía se olvida o prescinde del estudio y de la descripción de lo cotidiano en épocas extensas en las que discurrieron las horas, los días y los años de nuestros antepasados.
Y es que a través de la historia de Castrillo escrita por Luis González podemos constatar que el campo y la sierra eran realmente duros y que las condiciones de vida de sus habitantes no podían ser más que de subsistencia. La falta de salubridad y de la más mínima higiene en los hogares y en las calles eran causa segura de grandes mortandades. Las epidemias eran habituales. Mujeres y hombres trabajaban de sol a sol, o de hielo a hielo, en las circunstancias más adversas que podamos imaginar, y buena parte del fruto de su trabajo iba a parar a los grandes señores y a las autoridades eclesiásticas.
Aun así, tal y como atestiguan los documentos que aporta Luis en su libro, las gentes de Castrillo supieron buscar alternativas al trabajo estrictamente agrícola y muchos salieron a los caminos con sus carretas para transportar todo tipo de enseres de ciudad en ciudad. Malos carreteros no debieron ser porque gracias a su buen hacer y al número de vecinos que llevaban a cabo esa actividad, la corona ordenó la exención de levas en épocas de guerra para los varones castrillenses debido a su importancia estratégica en la intendencia.
Otra de las joyas de este libro que vale la pena destacar es el gusto de su autor por el léxico no ya moribundo, sino muerto y enterrado. Luis rescata por puro placer -quizás para leerlas despacio, nombrarlas y escuchar cómo suenan- un sinfín de vocablos pertenecientes a la cotidianidad de sus antepasados; palabras que se perdieron en el tiempo junto con los objetos o las acciones que señalaban, definían y a los que dotaban de significado. Luis se las ha robado a la oscuridad para extenderlas con mimo bajo la luz de nuestro siglo y dejar que brillen, igual que extraños diamantes formados en épocas pasadas. Titos, guijas, rangos, arcaceles y bretones; cojudada; igüedos e igüedas; dispunte, muesca, mena, ramisaco, hendía y aguzo; yantar, urción, martiniega y honsadera…Pronunciar en nuestro Siglo XXI palabras como estas, rescatadas del olvido por Luis González, me produce una sensación extraña, muy sugerente, entre nostálgica y esotérica, porque no puedo olvidar que se utilizaban espontáneamente con mucha frecuencia sobre el mismo suelo que pisamos ahora, mucho tiempo antes de que naciesen nuestros abuelos, y mucho tiempo antes de que viniesen al mundo los abuelos de nuestros abuelos.
De algún modo, decir, hablar, brotar de la garganta esos fonemas que ya no nombran nada, es invocar la época y los lugares donde fueron pronunciados y transportar sobre el aire hasta un presente tecnificado animales, ropajes, instrumentos, herramientas, frutos de la tierra y todo tipo de objetos dotados de un primitivismo secular, en una especie de práctica metafísica inútil, pero extraordinariamente placentera.
Luis también nos regala en su libro un buen puñado de anécdotas liberadas de los archivos; anécdotas que tienen que ver con las relaciones humanas, con el devenir diario y común de los habitantes de Castrillo que defendían con uñas y dientes las pocas posesiones que tenían; que se traicionaban y se querían; que caían en desgracia ante una ley inclemente e injusta; que eran solidarios, que festejaban, que bebían y amaban, que cometían errores y pagaban por ellos con el exilio… Vidas, en definitiva, sometidas, con escaso margen para el goce, porque la necesidad siempre acuciaba y los privilegios de unos pocos subyugaban. Nada nuevo bajo el sol.
Y así llegamos a uno de los momentos culminantes, aquello por lo que un autor da por buenos el trabajo, el esfuerzo y el tiempo invertidos. Luis revela en el corazón de su libro la fuerza y el orgullo de un pueblo; la defensa a ultranza de sus derechos ante los poderosos; la unión de los vecinos para rebelarse contra a la injusticia; la solidez de su conciencia en la verdad de su causa y la constancia organizada a través de generaciones en la defensa de unos derechos adquiridos, incluso a riesgo de perder la vida.
Al llegar a esos capítulos, muchos lectores entenderán, por ejemplo el origen de esa rivalidad histórica entre Salas de los Infantes ( el pueblo vecino) y Castrillo de la Reina, afortunadamente ya relegada a mera anécdota recurrente, reducida a motivo de bromas y chanzas en el bar.
Sin embargo, en mi opinión, lo más valioso de esta obra no lo encontramos en los innumerables documentos que el autor aporta, a través de los cuales reconstruye tres siglos de vida en Castrillo de la Reina. Tampoco es la ventana que Luis abre al lector a través de la cual puede vislumbrar la vida en la mayor parte de los pueblos de España durante la Edad Moderna. En mi opinión, lo más valioso se halla en una humilde y breve nota integrada en la relación de fuentes documentales que el autor ha consultado, ubicada en un apartado humilde, a las afueras del libro, que muy pocos leen. Humilde no significa inofensivo. Humilde puede ser al mismo tiempo valiente, audaz y comprometido.
No fue premeditado. Probablemente actuó de oficio el azar. Al finalizar la lectura de la obra de Luis empecé a leer “Los pasos perdidos” de Alejo Carpentier, una novela excepcionalmente bella en la que el narrador en primera persona nos lleva de la mano en un viaje inolvidable hacia las profundidades del tiempo. Al cerrar la última página de la novela entendí, por ejemplo, que sumergirnos en el pasado hasta llegar a olvidar el presente puede cambiarnos la vida, porque el enfoque de todo lo que uno vive junto a sus contemporáneos se ve forzosamente condicionado por hechos anteriores, protagonizados por personas que en absoluto nos son ajenas. Al mismo tiempo, esa vivencia intensa de la Historia nos proyecta hacia el futuro porque, efectivamente, nos ha cambiado, y ya nada será como estaba previsto que fuese.
Por tanto, si no respetamos el pasado, si no viajamos de vez en cuando a visitar a nuestros ancestros, si no contamos con el material y la voluntad necesarias con las que poder realizar ese viaje, nuestro futuro está hipotecado y nuestro presente se anuncia mudo, insustancial, ausente de forma y de sentido.
La nota escrita en las afueras del libro de Luis dice así:
“El Ayuntamiento de Castrillo de la Reina fue pasto de las llamas en el año de 1976, como consecuencia del incendio que sufrió en la madrugada del día de San Blas, cebándose la fatalidad con la villa, aún más si cabe, durante los días siguientes al siniestro, cuando después del vaciado del edificio se depositaron en “La lindera” los restos de bienes muebles y la documentación del archivo municipal, solo dañada parcialmente, para proceder a su destrucción total en una hoguera – como si la otra no hubiese sido ya suficiente-. La tímida reivindicación de algún vecino no impidió el expurgo total. La Historia de un pueblo quedaba reducida a cenizas.”
Lo dicho: humilde, valiente y comprometido, como aquellos castrillenses de la Edad Moderna, que defendieron con su vida los derechos adquiridos en el pasado.
"Castrillo de la Reina en la Edad Moderna"
Luis Miguel González González
Editorial DoSSoles
Burgos, 2016
Editorial DoSSoles
Burgos, 2016