Doña Mercedes tenía la intención de dejarme solo con Don Augusto. Eso es al menos lo que concluí cuando vi solamente dos tazas en la bandeja. Pensé que no era una buena idea; que la madre me sería de más ayuda que él porque, si algo había sacado en claro durante aquellos minutos era que no le había entrado por el lado bueno y me daba en la nariz que tenía pocas ganas de hablar, no solamente conmigo, sino con el resto del mundo.
Definitivamente, aquel era un hombre enfadado con la vida, o con las horas interminables de los días. Viéndole sentado como estaba, con los brazos cruzados sobre el respaldo de la silla, en posición inversa a como nos solemos sentar todos, con la cabeza apoyada sobre ellos, me recordó una gárgola en el alero, con la boca y los ojos abiertos, dirigidos o colgados hacia la ventana, y me dio por ver en el padre de Adán la imagen de un animal viejo inclinado ante el abrevadero de la memoria, absorbiendo sediento las imágenes de la calle y del discurrir constante de los trenes, como si de esa manera hallase el fluir de un tiempo lejano de plenitudes, incertidumbres y futuros. Todo lo demás le sobraba y yo, por añadidura, le molestaba. Estoy seguro de que se quedó con las ganas de decirme, sin contemplaciones, que le dejase de una vez en paz, que me buscase la vida si quería averiguar algo sobre su hijo y que fuese a otro a tocarle los cojones.
Estuve a punto de pedirle a Doña Mercedes que se quedase. Respiré aliviado, porque por segunda vez en diez minutos hubiese hecho el ridículo. Empezó a servir, me acercó una taza, se sentó en una silla sujetando sobre el vacío la otra, y se puso a remover el café, a darle vueltas parsimoniosamente con la cucharilla, absorta en el pequeño remolino que se forma. Seguro que ella no buscaba el pasado allí, en el ojo del tornado. Mercedes daba la sensación de ser una mujer con algo muy asumido: de la memoria ya no hay nada que pueda nacer; los recuerdos son, a lo sumo, huellas que descubren cómo el tiempo ha pisado la vida. Por eso me percaté de que lo que estaba haciendo era anticiparse a mí, intentar adivinar las preguntas que yo estaba dispuesto a hacerle. De manera que, vuelta a vuelta, entre tintineos de porcelana y acero inoxidable, se tomaba su tiempo para planear cómo y qué contestarme. Yo hice lo propio, pero a la inversa: me devanaba la sesera sobre cómo formular las preguntas sin provocar su desconfianza.
Al fin y al cabo yo no era más que un jubilado reciente simulando o intentando realizar las labores propias de un detective de novela, pero sin ánimo de lucro, sin sueños de grandeza, por pura curiosidad malsana, por aburrimiento, por sentir la sangre circular rápido en la cabeza, o quién sabe si por una sincera preocupación después de que hubiese leído, de cabo a rabo, las más de 400 páginas que no hacía mucho había escrito un tal Adán, del que no conocía gran cosa a excepción de unos cuantos recuerdos y una plan diseñado hasta el más mínimo detalle, propio de alguien que dejaba pistas en sus escritos suficientemente alarmantes como para concluir que no estaba muy bien de la azotea; un plan con el que él mismo y más de uno podían salir malparados.
Antes de beber el primer sorbo, disimuladamente soslayé a Don Augusto. Todavía me encontraba descolocado por el error que cometí, cuando relacioné las dos tazas con él y conmigo. Éste, sin mirarme, como si disfrutase del privilegio de la clarividencia de un tercer ojo, sabiendo perfectamente que yo había esperado una conversación de hombre a hombre, me dijo:
-Yo no bebo café, amigo. La hipertensión, o los años, lo que usted prefiera. Aproveche porque no le queda mucho. En poco tiempo va a estar igual, ya lo verá. Mercedes lo hace descafeinado, sin gotas, ya me entiende, y para tomar ese mejunje, mejor no tomo nada.
-No seas así Augusto. El señor no tiene culpa de nuestros años. Si quieres, pongo ahora mismo la cafetera pequeña y hoy te tomas uno. Todavía queda algo de lo que bebe Maruja cuando viene a vernos.
-Mira, eso es verdad. De los años, el único culpable soy yo. ¡Valentía, un par de huevos es lo que me ha faltado más de una vez.!
-Bueno, Augusto, no te vayas a poner estupendo ahora. Si piensas en tirarte al tren, te sabes los horarios de memoria, así es que no empecemos, no empecemos otra vez con la monserga. ¿Quieres o no quieres café?
Augusto se giró hacia Mercedes y me pareció que sonreía con amabilidad; casi hubiese dicho que con ternura. Mercedes no le miró. Hablaba y seguía pendiente del marido, pero lo hacía como hipnotizada por la espiral del café. Me dio la sensación de que, aun sin verle directamente el gesto, sabía que su esposo le había dedicado algo que se parecía mucho a una disculpa; una sincera, tierna y cómplice disculpa.
En ese instante, no sé ni cómo, ni porqué, sentí una gran vergüenza de mí mismo. ¿Quién me había creído que era? ¿Con qué derecho me presentaba a hurgar en la vida de nadie; a preguntar, a intentar conocer cosas que no me incumbían, primero en casa de Maruja, y después en la de un par de ancianos que lo único que desean es morir en paz? ¿Por qué, si estaba real y sinceramente preocupado por lo que le pudiese hacer o sucederle a su único hijo, no me iba directo a la policía y les mostraba el manuscrito, y se acababa la historia en un plis plas ?
-Creo que lo mejor es que me marche- dije al fin incorporándome y dejando la taza sobre la mesa, justo al lado del retrato de Adan tocado con birrete- Ha sido usted muy amable, Doña Mercedes, pero no quiero importunarles, aunque ya que estoy aquí, sí que me gustaría serles sincero y darles alguna explicación. Si he venido ha sido sobre todo por curiosidad, por saber y, no les miento, también por una pizca de preocupación.
>>Verán, el agente inmobiliario al que le encargué la gestión del alquiler de un piso de mi propiedad me llamó el otro día. Me dijo que el inquilino -su hijo Adán- le había dado el aviso de una avería, un escape o algo por el estilo. Por lo visto el operario, a la semana del aviso, se ha presentado allí tres o cuatro veces en cinco días y no le han abierto la puerta. Parece ser que no hay nadie. Por eso mi agente me llamó, para pedirme permiso y poder abrir al lampista con la llave que yo le dejé.
>>Como yo ahora ando bastante libre y no tengo mucho que hacer, le dije que lo dejase en mis manos, que yo me encargaba. Así es que me presenté en el barrio, en los pisos de la montaña, aquí cerca, ya saben, y después de tocar al timbre unas cuantas veces y de aporrear la puerta decidí abrir, y entré. Recorrí cada una de las habitaciones del piso. En el dormitorio de matrimonio la cama estaba hecha. La cocina recogida. Solamente encontré en el fregadero una taza sin fregar. Sin embargo, el cuarto de baño era un desastre. El olor a humedad encerrada tiraba para atrás. Me encontré el suelo cubierto de toallas todavía mojadas y el tubo de desagüe de la pica del lavabo como si fuese una escultura de esas modernas, hecha de papel maché, porque Adán se había dedicado a colocar capas y capas de papel higiénico sobre las juntas para intentar taponar un escape de agua, y al secarse la celulosa se había formado una catarata de cartón piedra que llegaba hasta el suelo. Por supuesto, debió desistir y cayó en la cuenta de que lo mejor era cortar el agua cerrando la llave de paso.
>>En el comedor había un fuerte olor a tabaco. El cenicero rebosaba de colillas. Al lado había un vaso vacío, pero no vi ninguna botella. La persiana estaba abierta, hasta arriba, y junto a la ventana había una silla. Como el piso está orientado al mar, entraba todo el sol de la mañana y-tengo que confesárselo-me dio apuro tener en esas condiciones la vivienda, porque con la luz tan fuerte fui consciente de su estado tan lamentable. Imagínense, yo hacía que había dejado ese piso el año que enviudé. Me fui al centro, y no había estado allí desde entonces, hará unos 10 años.
>>Cuando ya me iba a ir, pensaba en decirle al agente que empezase a hacer un presupuesto para arreglar lo más visible. Entonces vi algo encima de una de las sillas que circundaban la mesa del comedor. Desde la ventana parecía un paquete. Me acerqué y enseguida me di cuenta que se trataba de una cantidad indeterminada de cuadernos apilados cuidadosamente cubiertos por un paño de cocina.
(Continua aquí)