En la vida como en la muerte todavía hay clases. Y si no, que se lo pregunten a los que duermen plácidamente el sueño de los justos lejos de aquellos para quienes trabajaron, cuyos huesos tiritan de frío eterno al abrigo del mármol suntuoso, en el interior de sus magníficos mausoleos. A éstos les acompaña el apellido labrado en la lápida colosal, o el esposo y la mujer al que engañaron en vida, y el papá y la mamá y quizá el abuelo de quienes pudieron heredar fortuna. Toda la estirpe, en familia, dentro de una capilla abovedada repleta de ecos hipócritas. Por el contrario, aquéllos continúan haciéndose compañía, hacinados en un mínimo espacio, al calor de sus huesos, de su aliento hueco, unos junto a otros, ejerciendo la muerte tal y como vivieron la vida, en el chafardeo cotidiano, la risa fácil, la envidia insana, el favor desinteresado y una fotografía en medio de la ventanita como único salvoconducto individual para distinguirse una pizca de la masa mortuoria, en el más puro sentido orteguiano.
Las noches de los cementerios se llenan de voces vulgares, de llantos de niños, gemidos de amantes, riñas repetidas, toses crónicas y hasta alirones póstumos, que llegan como el runrún de un alboroto lejano a las paredes de las heladas capillas blancas, flanqueadas en vano por ángeles alados que miran con desgana al jardinero a sueldo del último heredero vivo. Todos ellos volverían a hacer exactamente lo mismo que hicieron en vida, y también lo que ahora hacen después de muertos, por mucho que les hubiese aleccionado la experiencia recíproca de ida y vuelta sobre uno y otro lado de la existencia. Yo soy un buen ejemplo.
En ambos extremos sociales la muerte ofrece sus ventajas. Es poco probable que algo peor pueda suceder, así es que cada cual vive sus virtudes y sus defectos como mejor le place, sin límites. El muerto ya no le teme a nada. Lo digo por experiencia. El muerto sufre de nostalgia, y muchos sufrimos de ausencias. Sufre de ver a sus vivos y no poder avisar, como al ver una película de Hitchkock y saber cómo y cuándo va a ocurrir la desgracia. Todos lo saben, menos la víctima, que no oye el griterío unánimemente contenido de la platea por muy angustioso que este sea. Por eso, cuando un muerto sabe que va a tener visita, se ausenta discretamente y acampa durante algunas horas a la sombra de algún ciprés, para así ahorrarse la impotencia angustiosa de no poder ofrecer al amigo, viudo, viuda o huérfano los consejos más convenientes que cambiarían su destino. Después, cuando ha pasado un tiempo prudencial, vuelve a su nicho y agradece eternamente, aunque en silencio íntimo, un cambio de flores, el olor a limpiacristales, una pluma desprendida del plumero y las piedrecitas húmedas del suelo que mojó alguna lágrima desconsolada.
Jorge Manrique cantó como nadie a la muerte y escribió ingenuamente bellos versos como estos.
Allí los ríos caudales
allí los otros medianos
e mas chicos;
allegados son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos
Manrique era un visionario, pero cuando escribió lo hizo desde de la tesis, sin experimentar, sin praxis, sin elementos empíricos. Porque como todo el mundo sabe, predicó con sus “Coplas…” el fin de las clases, el final de la Historia avant Fukuyama, aunque de otro color . Pero yo doy fe de que en camposanto se vive la muerte de igual manera que la vida al otro lado de la tapia. De modo que para acabar con las clases de una vez por todas, lo que está por hacer es la revolución de los muertos; si no es por nosotros, que sea por no dejar en mal lugar al gran Manrique quien, seis siglos después de escribir su obra, se convertiría en nuestro materialista dialéctico y sus “Coplas” serían elevadas a la categoría de manifiesto. No hay ninguna otra posibilidad, porque aquí, entre las gentes que respiran todavía oxígeno, no se ven ganas. Ya lo escribí hace siglo y medio. “El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo”. Si la revolución triunfa entre los muertos, quizá serviría de ejemplo y así nos seguirían los vivos. Es una buena estrategia, absolutamente eficaz, con un margen para el fracaso muy cercano a cero.
Vuelvo mañana