domingo, 27 de septiembre de 2009

Aquí te espero


Esta foto responde fidedignamente a la realidad. La lápida existe. No nombro el pueblo en donde se ubica el cementerio y he borrado las inscripciones de las otras lápidas por respeto a las familias que añoran y siguen queriendo a los que allí descansan en paz. La historia que se explica a continuación es pura ficción.

La cabra tira al monte. La tarde pasada visité nuevamente un cementerio, por pasear, por airearme, por estar al lado de los míos. El cementerio era pequeño. En él descansan enterrados los muertos de un acogedor pueblecito que respira a los pies de la Sierra de la Demanda. Al abrir la verja franca pensé, sin riesgo a equivocarme, que el censo de difuntos superaba con mucho al de los vivos del lugar. Y pensaba también que, pocas veces caemos en la cuenta de que, comparado con el número de vivos que morirán, son legión los muertos que vivieron. Por cierto, todas sus andanzas, día a día, minuto a minuto, deben estar recogidas en la fabulosa y célebre “Enciclopedia de los muertos”, de la que nos dio noticia, con mano magistral, el escritor serbio Danilo Kis. Si buscase bien entre sus interminables volúmenes, seguro que alcanzaría a conocer, a recordar con pasmosa precisión, la exacta cotidianidad en la vida de "El Pobrecito Hablador" en los no muy lejanos años del 1800. Me interesaría. Más que nada por fotocopiar algunas páginas con las que desmentir algunas imprecisiones de las que ha hecho gala un sobrino-tataranieto, quien al socaire de mi bicentenario ha publicado recientemente mi biografía.

Me disperso (me sucede a menudo. Por eso nunca haré nada de provecho), y no hablo sobre el tema del que en realidad quería hablar: Al entrar al pequeño cementerio burgalés uno se encuentra como en casa. El recinto es recogido. No crecen los cipreses, pero una frondosa chopera contigua atenua el silencio contenido y confiere una agradable tibieza el aire reverencial de respeto piadoso que parece exigir siempre el monopolista ciprés. Toda la superficie del camposanto está cubierta de lápidas y tumbas y no hay nichos en vertical. Se podría decir, sin miedo a exagerar, que aquel es un cementerio con calidad de vida. Un breve recorrido panorámico me dio una idea bastante precisa sobre el lugar, pero cuando me disponía a salir me vi obligado a detenerme frente a la primera lápida que el visitante encuentra al entrar. Se trata de una lápida que parece estar dispuesta justo ahí con el fin concreto de dar la bienvenida al difunto y al familiar, al amigo, al hijo doliente, a la santa esposa y al amante; al cura, al monaguillo, y al enterrador, y también al forastero. Es una lápida bajo la cual hay verídicos restos humanos. Sin embargo es una lápida sin nombre, sin recuerdo, en la que solamente se ven esculpidas tres palabras, a modo de declaración de intenciones, de manifiesto, o sencillamente a modo de cortesía, como un “bienvenido” tejido en la alfombra que se coloca sobre del suelo del portal dispuesta para que nos limpiemos los zapatos y no ensuciemos el parquet.

Aquí te espero”, se lee en la sepultura, esculpidas las letras bien grandes, sin que a nadie le quepa la menor duda al respecto del deseo que el muerto cobijó desde antes incluso de que le inhumasen; un deseo de amistad, de querencia, de disfrute próximo de nuestra previsible compañía. Aunque bien pensado, lo más probable es que ese deseo fuese únicamente dirigido a una persona, a alguien en particular al que el difunto procesase especial cariño, o bien un odio visceral, atávico, casi secular. Entonces, la esperanza de encontrarse ante ese alguien concreto en camposanto, mano a mano, en compañía de la muerte como notario infalible, quizá respondiese a una venganza frustrada en vida, a un ajuste de cuentas sin saldar; o también a su cobardía, que le impidió acumular el coraje suficiente en vida para enfrentarse a algún serio conflicto, porque ya tenía planeado resolver la afrenta una vez estuviese enterrado.

Todo podría haberse aclarado el día en que Padre agonizaba en el lecho en el que había estado durmiendo solo desde hacía ya los cinco años que Madre falleciese, sobre el mismo colchón, bajo el mismo techo, en donde a él se le aparecían ahora, como en una película de sombras alumbradas en temblores por la llama de la única vela, las imágenes más significativas de su vida. A Padre solamente le quedaban sus dos hijos. Se llevaban tres años, aunque en medio de sus dos respectivos nacimientos nació una hermana, muerta a los tres días de ser alumbrada y enterrada en el interior de un hoyo olvidado, bajo una sencilla cruz de hierro borde, en el mismo cementerio, dentro de una mísera caja de madera sin barnizar y envuelta, la pobrecita, en un sudario blanco tejido con sábanas viejas. Madre la lloró en silencio y soledad todas las noches insomnes de su propia vida, hasta el amanecer de su propia muerte, sin poder nombrarla nada más que en mudos suspiros de pena íntima.

No le estaba siendo muy difícil irse de este mundo. No parecía sufrir, y tampoco daba la impresión de temerle excesivamente a la muerte. Miraba a sus dos vástagos con una extraña lucidez, impropia de un viejo cuyo cerebro debía estar segregando esas extrañas sustancias químicas que, en los momentos previos al deceso, según nos quieren hacer creer los científicos, son las que nos provocan los delirios y las que nos facilitan la facultad de vislumbrar nítidamente los recuerdos secuestrados de nuestra vida, que se refugian en los más ignotos zulos de la memoria.

Aún así, a pesar de la serenidad consciente, algo parecía inquietarle y no era el miedo. Ambos hijos intentaban darle la mano para reconfortarle, pero cada vez que el mayor y el menor se la ofrecieron, él la despreció, incluso con desdén, como queriendo hacer gala ante su prole de una digna valentía de la que quizá careció en vida. A veces esa inquietud se expresaba a través de leves movimientos de cabeza, de pequeños mordiscos que él mismo se infligía en el labio inferior, o con un constante arañar la lana áspera del cubrecamas con las uñas callosas de sus manos gruesas que ya amarilleaban. El mayor de los hijos se percató de su estado e intuyó que Padre quería hablar, que Padre no se iba tranquilo de este mundo y que, como en vida, en el momento de la muerte la parquedad y la incapacidad innata para poder explicar nada le impedía decir aquello que finalmente le proporcionaría la paz.

“Padre ¿quiere decirnos algo?”. Y Padre atendió a la pregunta del hijo mirando desde la cueva de sus propios ojos, que se abrían exaltados por el esfuerzo que a cada bocanada de aire tenía que hacer para respirar. El hijo sabía que, sin haber pronunciado una sola palabra, quien agonizaba reclamaba un poco más de proximidad para poder susurrarle al oído las que serían, probablemente, sus últimas palabras. De manera que, inclinándose hacia lecho, el mayor dispuso el oído junto a los labios secos que bisbisearon en un ronco quejido la última orden que saldría de ellos.

“Padre sufría porque temía que nos olvidásemos”, le dijo el primogénito al hermano, casi en el mismo instante en que se incoporaba mientras ambos contemplaban el rostro afilado y boquiabierto del cadáver. “La cosa ya estaba resuelta. Yo mismo le di al marmolista las medidas de las letras, y él lo sabía.”
Después de proferir con todo respeto un fastidioso “¡Joder!”, el menor de los tres hijos que nacieron sobre aquella misma cama acercó la mano a los ojos del recién difunto y, sin demasiado esfuerzo, se los cerró.

Vuelvo mañana

domingo, 20 de septiembre de 2009

Autorretrato con criptonita


Estoy completamente borracho. Mientras leía me he bebido casi una botella de Whisky. Con hielo, el whisky llena la boca de un frío amargo que se abre paso hacia dentro sin demasiado esfuerzo. En este estado llega un punto en que no logro entender nada de lo que leo y me doy de cuenta de que en realidad lo que hago es sobreescribir mentalmente sobre las palabras impresas. O sea, que al leer escribo una obra diferente sobre la original, tal y como hacían los antiguos cuando creaban un palimpsesto, con la diferencia de que yo no borro, porque las dos historias, la que leo y la que dibujo sobre la inicial, conviven dentro de los mismos párrafos en un enrevesado ovillo de signos, letras y palabras superpuestas que solamente yo soy capaz de descifrar, de manera que durante unos instantes me siento un superhombre capaz de leer y entender un código lingüístico secreto con el que disfrutar de dos historias, y hasta de una tercera, que es la que surge misteriosamente de la cópula de las otras dos. Pero pronto me doy cuenta de que es el alcohol, que me proporciona una euforia falaz, y me da por pensar que es peligroso leer bebido y que el Ministerio (uno) debería tomar cartas en el asunto y legislar por decreto un carnet por puntos de lector con el que poder castigar infracciones al código de lectura, como por ejemplo leer en estado de embriaguez, por el serio peligro que supone para el autor y para el panorama crítico nacional el hallazgo de segundas, y hasta terceras historias, con sus consecuentes segundas y terceras interpretaciones.

Entonces, cuando se me ocurren esas ideas, un golpe de mareo acompañado de una arcada me vence y ya no puedo más y tengo que levantar la cabeza y al levantarla me veo reflejado sobre el cristal de la puerta que cierra la terraza. Y la visión de mi mismo me sorprende como si un fantasma, de repente, se encontrase con su propia cara a la que hace siglos que no ha visto porque, como todo el mundo sabe, los fantasmas carecen de rostro, piel y huesos (los fantasmas, en realidad, vivimos gracias al corazón y al alma). La sorpresa -o quizá debería decir el susto- provoca que casi se me caiga el libro de una mano, y de la otra, el vaso vacío que dejo sobre la mesa con la rapidez que permite mi estado, y levanto un brazo para atusarme el cabello hacia atrás como si en ese gesto pudiese quitarme de encima el plomo que me mantiene en estado mortal, que neutraliza la impunidad que me otorga mi inmortalidad y que me hace inmune a cualquier peligro físico que padecen los hombres. Cuando leo, únicamente cuando leo, el whisky es para mí lo que la criptonita para Klark Kent. “Claro", pienso de repente, como si en un instante se hubiese hecho la luz: “por eso puedo verme”.


Acopio todo el valor del que soy capaz y haciendo gala de una audacia inusitada mantengo fija la mirada sobre el rostro brumoso y fantasmagórico que se empeña en mirarme y sentarse frente a mí. “No hay más, se terminó”, le digo agarrando la botella y agitándola con el cuello hacia abajo. Aún así, ahí sigue, sin moverse. Ya no tiene la mano sujetando la cabeza sobre la nuca, aunque distingo una mirada vidriosa dentro de unos ojos pequeños, diminutos, desprotegidos, casi diría que vivos y muertos. Siempre he mirado a los ojos de la gente, pero ya no sirve para nada. Creo que gasta barba, no lo juraría. La distancia entre hombros es quilométrica; tras de ellos se adivina una buena espalda para echarse encima todo lo que le echen. Carnes flojas, que no acaban de caer, porque viven de rentas pasadas. Otra vez la mano a la botella. “Ya no hay más”, vuelvo a decir, y entonces intento levantarme, pero él no se mueve; permanece quieto dentro del reflejo nebuloso sobre el cristal, insolente como la conciencia, como mi criado cuando llegaba a mi casa de Santa Clara: se sentaba frente a mí, y justo en el momento en que mi estómago se vaciaba en un doloroso vómito, me soltaba una retahíla de acusaciones que me recuerdan mucho a los reproches que ahora creo descubrir detrás de esos ojillos de no haber roto nunca un plato que no dejan de insinuar una especie de burla por creerme algo que nadie ve y que yo me empeño con tozudez casi adolescente en difundir a los cuatro vientos cada vez que tengo oportunidad.


“Si no hay más, podríamos salir a tomar la última”, parece que me está diciendo. Acepto. Me visto y salimos y nos sentamos en el primer tugurio que encontramos y le digo al camarero que llene bien los vasos, que tenemos mucho de qué hablar.

Vuelvo mañana

jueves, 17 de septiembre de 2009

Un puño cerrado al viento (o la vergüenza ajena)


Tuvimos la experiencia , pero perdimos el sentido,
y acercarse al sentido restaura la experiencia
Eliot



Un puño cerrado al viento, que mira desafiante al cielo, es el símbolo de la fuerza del hombre que vive oprimido y tiene la voluntad de jugarse la vida para ganar la libertad suya y de sus semejantes.

Un puño cerrado al viento es la unión de todos los elementos que conforman una mano que se cierra para golpear y desafiar en un gesto altivo y digno al que le pide que la abra para depositar en ella las migajas de sus ganancias y las herramientas de su riqueza.

Un puño cerrado al viento, con sus cuatro nudillos como cuatro cimas, es una meta, una escalada, una aventura imposible para encontrar lo posible en la que al que lo cierra le va la vida.

Un puño cerrado al viento, junto a otro puño cerrado al viento, junto a decenas de puños levantados al viento, junto a millares de puños levantados el viento cambia la Historia.

Un puño cerrado al viento es homenaje, recuerdo y memoria, himno, oración laica dirigida hacia quienes dejaron sus vidas por mí.

Un puño se cierra y se alza al viento con pasión, decisión, rabia, valentía y dignidad. Un puño se cierra y se levanta al viento por necesidad.

A Leire Pajin y toda la ejecutiva del PSOE presente en Rodiezmo, con grande vergüenza ajena.

Vuelvo mañana

lunes, 14 de septiembre de 2009

La Partida del Trueno (I)


Diluvia. Ahora mismo está cayendo una tormenta apoteósica. Relampaguea y todo el mundo corre en vano a guarecerse. Mi madre, como todas las madres, se arrugaba en un rincón y le rezaba a Santa Bárbara. Ya no recuerdo la oración, pero tenía su gracia. También le rezaba a Santa Bárbara cuando salíamos toda la familia por Roncesvalles huyendo hacia Francia. ¡Qué paradojas!. Creo que mamá relacionaba el trueno con la artillería y por eso también rezaba dentro de la diligencia. Aunque en realidad esta tormenta me trae otros recuerdos. Es el ruido seco del trueno, que me rejuvenece y me invita a beber.

Salíamos en la noche canalla y pestilente de Madrid. Éramos Pepe, Ventura, Manolo y a veces también Ramón, que en cuanto bebía un par de claretes rasposos se ponía estupendo y se apuntaba a todo. Frecuentábamos lo peorcito y también lo más exquisito. Empezábamos serios, muy formales, con una tertulia bien almidonada en casa de Mister Willer o en la del padre de Dolores. Como todos queríamos meritar, exhibíamos nuestros mejores modales, toda nuestra erudición y nuestro ingenio, aunque a menudo nos aburríamos tremendamente y salíamos de allí con dolor de espalda, porque con tanta finura, cortesía y modales impostados, a veces nos daba la sensación de estar en Palacio. Por eso en esas tertulias, el que se sentía de verdad como pez en el agua era Ventura. Pepe y yo le mirábamos y le interrogábamos con gestos que le incomodaban y que le hacían perder el hilo de un discurso que no decía nada. Después de un par de horas compitiendo en latinajos y en memoria de endecasílabo, salíamos a la calles anochecidas, nos embozábamos la capa y Ventura gritaba, casi bajo el dintel del portal del Cambronero : “¡Estimados cofrades, ahora soy el Argentino, hágase la tormenta en Madrid!” Y de esa manera, con ese grito dado bajo la penumbra del candil temblón, quedaba inaugurada la noche de 'La Partida del Trueno’.

Ahora que ha escampado y sale el sol recuerdo especialmente a Manolo. Creo que era el mejor de los cinco y ejemplo para muchos. Manolo se la jugaba de verdad. Para él el compromiso era sagrado y si la causa era justa lo mismo le daba lanzarse contra uno que contra los Cien mil hijos de San Luis. Así es que jamás me perdonaré lo que le hice. Uno aprende tarde, ya muerto, que si en la vida es necesario administrar la sinceridad, lo mejor es ahorrarse alguna verdad para mantener al amigo que vale la pena, mentir en la crítica, o mejor, callar. Y es que a Manolo no le faltaba un detalle, porque también en el amor lo daba todo. La estocada de un florete y un desengaño le dejaron sin el ojo izquierdo. Por eso, al ser el más decidido, entraba siempre el primero en los cafés y en las tabernas y ya nadie de la parroquia quedaba indiferente ante la imagen de 5 poetas encapados, capitaneados por un tuerto ataviado con un parche que tapaba el hueco donde antes miró un ojo, tocado además de sombrero ancho, pues Manolo hubiese sido hoy objeto de fashion hunter, ya que 50 años antes de que el vate Darío atracase en España, él ya lucía ala ancha.

De manera que después de tomar unos vinos en El Parnasillo y en un par de tabernuchas de Ramales y San Nicolás, ya habían llegado a todas las fondas y tabernas de la Plaza Santa Ana noticias de nuestras correrías, incluso algunas falsas: como el día en que se corrió el bulo de que Ramón, el pobre Ramón, con su carita de empollón -venía con nosotros medio engañado porque nos caía bien- se había hecho el muerto en el callejón del Cordón al paso de una calesa en la que viajaba un ministro (jamás nadie supo decir de qué ministro se trataba). Al parecer, según nos contaron con gran algarabía al entrar aquella noche en un Genyies abarrotado, al detenerse el carruaje y avisar el cochero de que un hombre yacía sobre el suelo medio muerto, el ministro se apeó y al agacharse para ver si la supuesta víctima respiraba, Ramón, el pobre Ramón, se levantó de un salto y le espetó: “Así, tal y como ahora mismo me ha visto su excelencia, se ve España merced a su mediocridad.” Por supuesto, nosotros no desmentimos el incidente. Cuando Ramón intentó explicar que en realidad fue el Valdepeñas perfumado con lirio el que le hizo perder el equilibrio al paso de un carro cargado de queso, Pepe, el del bajel pirata, le cogió por el hombro y se lo llevó a la barra cantando a gritos “Morena, ay morena, tienes el sabor de la yerbabuena”, para ponerle en la boca otro vaso de vino.

Ya anochece. Huele a tierra mojada, igual que los recuerdos lejanos, que dejan un aroma húmedo en los ojos, o en la memoria, y hasta dentro del alma. Probablemente mañana descargará de nuevo el cielo y volverán aquellas noches del trueno, que empiezan cuando amaina la tormenta y la luna luce blanca todavía, entre restos de nubes, en donde ahora me parece distinguir el rostro tuerto de mi buen Manolo. Me bebo toda la nostalgia de un trago. Ahora me arrepiento de no haber aprendido a rezar la oración a Santa Bárbara.

Vuelvo mañana
La tormenta del cuadro es de Turner

domingo, 6 de septiembre de 2009

El Pastor


El Pastor jamás ha concedido una entrevista. Nadie sabe qué aspecto tiene. No hay fotografías, ni imágenes, y tampoco documento sonoro alguno que permita intuir, por su timbre de voz, si es honrado, malvado, pervertido, o una hermanita de la caridad. Sin embrago El Pastor es poderoso, muy poderoso. El Pastor controla la mayor agencia de comunicación del planeta. En su cartera palpita, sosegada, la confianza de las más grandes corporaciones empresariales y las estrategias a corto, medio y largo plazo de los 10 países más ricos del mundo. Para trabajar con El Pastor, para contar con sus servicios, es necesario presentar previamente credenciales fiables que permitan asegurar altos rendimientos después de poner en parcha el plan adecuado. Si no es así, El Pastor no mueve un dedo, porque El Pastor basa su prestigio en la eficacia de su método, en su profesionalidad contrastada a través de los años, gracias a los centenares de proyectos que ha desarrollado en muy diversos ámbitos.

Se podría decir que la de El Pastor es una de las primeras empresas de la Historia. El trabajo más conocido, por el que adquirió fama y notoriedad, se realizó para el medio rural, auque el valor de su metodología se remonta en los siglos. Fue El Pastor quien tuvo la sagacidad para identificar el provecho que podía sacarse de un método milenario. Se podría decir, en lenguaje de hoy, que El Pastor fue un emprendedor inteligente que creyó en una idea y que la supo desarrollar hasta hacerla universal, porque cada vez que El Pastor finalizaba un proyecto con éxito, el valor de su marca se multiplicaba exponencialmente hasta lograr un posicionamiento global, consiguiendo así el monopolio casi total del mercado. Algunos aficionados han intentado copiarle con descaro. Otros, sin medios para contratarle, han imitado su método, pero los resultados han sido nefastos. El Pastor es único, y el mundo lo sabe.

Debido a su celebridad, puede que parezca vano recordar algunas de sus más sonadas campañas, pero a la vista del éxito del último encargo bien vale la pena mencionarlas. Osama Bin Laden es un genuino producto de la factoria El Pastor. Gracias a su creación, una ola de miedo sin precedentes, con la consecuente pérdida de los derechos de la personas, asola el mundo desde hace unos años. Osama permitió a varios gobiernos hacer lo que más les conviniese, sin dar explicaciones, y algunas grandes empresas del sector energético y de la guerra, en colaboración con estos gobiernos, han visto con gran satisfacción como ha incrementado, de forma vertiginosa, la cuenta de resultados. Para esta importante campaña El Pastor utilizó ingeniosos agentes creativos con un perfil adaptado a los intereses de cada zona. Alguno de ellos no dio la talla, como por ejemplo el conocido José MªAznar, que fue despedido junto con todo su equipo por creerse mejor que el mismísimo El Pastor.

Ahora El Pastor se encuentra de nuevo en su salsa, enfrascado en una nueva aventura empresarial. Dos grandes corporaciones, una de ellas farmacéutica y la otra del sector de la alimentación, han unido esfuerzos para poder lanzar una campaña conjunta bajo la batuta del gran El Pastor. La empresa farmacéutica es de origen suizo y se llama Roche; la alimentaria es Smithfield Foods, una de las más importantes productoras de carne que, por cierto, controla el 24% del capital de la española Campofrío. El Pastor recibe el encargo de ponerse manos a la obra cuando, cerca de La Gloria, un pueblecito mexicano de no más de 3000 habitantes, se detecta el foco de una extraña mutación del virus de la gripe. En La Gloria más de un millón de cerdos, propiedad de Smithfiel Foods, se hacinan sin ningún control sanitario ni mediomabiental y varios estudios avalados por universidades señalan el origen de esta mutación en la deficiente salubridad con que se cría a los animales y en el nulo control medioambiental que se ejerce sobre los purines. Durante años, y desde que se ubicaron las más de 200 granjas de cerdos en esta villa, sus vecinos ya venían desarrollando extraños accesos de tos, raras neumonías y anómalas fiebres. El nuevo virus, nacido de la cría industrial y descontrolada de cerdos, al igual que el que origina la gripe estacional común, es muy contagioso y en seguida se expande por todos los rincones del mundo. Todos los medios de comunicación , siguiendo la lógica del origen, nombran a la enfermedad como la nueva gripe porcina, y con este nombre se da a conocer globalmente. Para entonces, El Pastor ya había concebido un plan magistral que tardaría poco más de una semana en poner en marcha. El Pastor presentó su plan creativo a las dos multinacionales dividido en dos fases. En primer lugar era prioritario cambiar el nombre de la enfermedad por otro más fácil de nombrar pero, sobre todo, por otro que hiciese olvidar cualquier relación del virus con el sabroso animal. La facturación de embutidos y productos cárnicos procedentes del cerdo estaba en juego. Inicialmente se ensayó una terminología científica, pero no cuajó por ser demasiado compleja y difícil de pronunciar. Así es que El Pastor resolvió el reto con el abecedario, con la universal primera letra A, de la que hasta los analfabetos saben de su existencia, perfecta para que periodistas del mundo entero escriban titulares cortos, efectivos y brillantes. Ni qué decir tienen que el primer paso de la campaña fue todo un éxito. Ya nadie nombra como porcina a la nueva gripe. El Pastor, consiguió, además, lo más importante: desprestigiar y marginar a los pocos que se empeñan en seguir nombrando a la enfermedad en función de su origen, los cuales, en consecuencia, son tachados de irresponsables, malnacidos, demagogos y creenfastasmas.

La segunda parte se ha revelado como un golpe maestro. El Pastor explicó a los responsables de Roche que se veía capaz de sembrar una alarma mundial introduciendo a nivel universal el terrorífico término de pandemia, y que se veía capaz también de colocar en los despachos ministeriales de todos los gobiernos del mundo unas previsones de mortalidad a causa del nuevo virus porcino capaces de derrumbar cualquier atisbo de optimismo o de estado de gracia electoral. Los resultados han sido asombrosos. Mientras todas las empresas de occidente miran la línea gráfica de su facturación hacia abajo, los pedidos de Tamiflu, el medicamento que cura la gripe porcina, se han disparado y las acciones de la empresa se cotizan a precio de oro. Cada vez que una persona muere de gripe porcina, el deceso y la historia del difunto aparecen en todos los medios de comunicación. Lo gracioso, lo realmente meritorio de la campaña orquestada por El Pastor es que la gripe estacional común, la que padecemos tirios y troyanos anualmente, es mucho más mortífera que la porcina. Ahora, por ejemplo, en el hemisferio Austral se vive en pleno invierno, la estación ideal para el virus y, que se sepa, no hay millones de muertos, ni siquiera de afectados por la gripe porcina. !Qué grande es El Pastor! A partir de este año ya no será conocido por su memorable campaña de El Lobo, con la que, por cierto, fundó su empresa. El año 2009 será recordado por el año en que El Pastor cosechó un nuevo éxito global con la campaña llamada El Pastor y el Cerdo. Y curiosamente, aunque todo el mundo sabe cómo acabó la primera, a El Pastor no dejan de proponerle nuevos retos con los que seguir aumentando su gloria y prestigio por los siglos de los siglos.

Vuelvo mañana
Para una información detallada sobre la verdad de la gripe porcina, es muy reveladora la lectura del artículo firmado por Ignacio Ramonet en el número 164 de Junio de 2009 de Le Monde Diplomatique, edición española.