Esta foto responde fidedignamente a la realidad. La lápida existe. No nombro el pueblo en donde se ubica el cementerio y he borrado las inscripciones de las otras lápidas por respeto a las familias que añoran y siguen queriendo a los que allí descansan en paz. La historia que se explica a continuación es pura ficción.
La cabra tira al monte. La tarde pasada visité nuevamente un cementerio, por pasear, por airearme, por estar al lado de los míos. El cementerio era pequeño. En él descansan enterrados los muertos de un acogedor pueblecito que respira a los pies de la Sierra de la Demanda. Al abrir la verja franca pensé, sin riesgo a equivocarme, que el censo de difuntos superaba con mucho al de los vivos del lugar. Y pensaba también que, pocas veces caemos en la cuenta de que, comparado con el número de vivos que morirán, son legión los muertos que vivieron. Por cierto, todas sus andanzas, día a día, minuto a minuto, deben estar recogidas en la fabulosa y célebre “Enciclopedia de los muertos”, de la que nos dio noticia, con mano magistral, el escritor serbio Danilo Kis. Si buscase bien entre sus interminables volúmenes, seguro que alcanzaría a conocer, a recordar con pasmosa precisión, la exacta cotidianidad en la vida de "El Pobrecito Hablador" en los no muy lejanos años del 1800. Me interesaría. Más que nada por fotocopiar algunas páginas con las que desmentir algunas imprecisiones de las que ha hecho gala un sobrino-tataranieto, quien al socaire de mi bicentenario ha publicado recientemente mi biografía.
Me disperso (me sucede a menudo. Por eso nunca haré nada de provecho), y no hablo sobre el tema del que en realidad quería hablar: Al entrar al pequeño cementerio burgalés uno se encuentra como en casa. El recinto es recogido. No crecen los cipreses, pero una frondosa chopera contigua atenua el silencio contenido y confiere una agradable tibieza el aire reverencial de respeto piadoso que parece exigir siempre el monopolista ciprés. Toda la superficie del camposanto está cubierta de lápidas y tumbas y no hay nichos en vertical. Se podría decir, sin miedo a exagerar, que aquel es un cementerio con calidad de vida. Un breve recorrido panorámico me dio una idea bastante precisa sobre el lugar, pero cuando me disponía a salir me vi obligado a detenerme frente a la primera lápida que el visitante encuentra al entrar. Se trata de una lápida que parece estar dispuesta justo ahí con el fin concreto de dar la bienvenida al difunto y al familiar, al amigo, al hijo doliente, a la santa esposa y al amante; al cura, al monaguillo, y al enterrador, y también al forastero. Es una lápida bajo la cual hay verídicos restos humanos. Sin embargo es una lápida sin nombre, sin recuerdo, en la que solamente se ven esculpidas tres palabras, a modo de declaración de intenciones, de manifiesto, o sencillamente a modo de cortesía, como un “bienvenido” tejido en la alfombra que se coloca sobre del suelo del portal dispuesta para que nos limpiemos los zapatos y no ensuciemos el parquet.
“Aquí te espero”, se lee en la sepultura, esculpidas las letras bien grandes, sin que a nadie le quepa la menor duda al respecto del deseo que el muerto cobijó desde antes incluso de que le inhumasen; un deseo de amistad, de querencia, de disfrute próximo de nuestra previsible compañía. Aunque bien pensado, lo más probable es que ese deseo fuese únicamente dirigido a una persona, a alguien en particular al que el difunto procesase especial cariño, o bien un odio visceral, atávico, casi secular. Entonces, la esperanza de encontrarse ante ese alguien concreto en camposanto, mano a mano, en compañía de la muerte como notario infalible, quizá respondiese a una venganza frustrada en vida, a un ajuste de cuentas sin saldar; o también a su cobardía, que le impidió acumular el coraje suficiente en vida para enfrentarse a algún serio conflicto, porque ya tenía planeado resolver la afrenta una vez estuviese enterrado.
Todo podría haberse aclarado el día en que Padre agonizaba en el lecho en el que había estado durmiendo solo desde hacía ya los cinco años que Madre falleciese, sobre el mismo colchón, bajo el mismo techo, en donde a él se le aparecían ahora, como en una película de sombras alumbradas en temblores por la llama de la única vela, las imágenes más significativas de su vida. A Padre solamente le quedaban sus dos hijos. Se llevaban tres años, aunque en medio de sus dos respectivos nacimientos nació una hermana, muerta a los tres días de ser alumbrada y enterrada en el interior de un hoyo olvidado, bajo una sencilla cruz de hierro borde, en el mismo cementerio, dentro de una mísera caja de madera sin barnizar y envuelta, la pobrecita, en un sudario blanco tejido con sábanas viejas. Madre la lloró en silencio y soledad todas las noches insomnes de su propia vida, hasta el amanecer de su propia muerte, sin poder nombrarla nada más que en mudos suspiros de pena íntima.
No le estaba siendo muy difícil irse de este mundo. No parecía sufrir, y tampoco daba la impresión de temerle excesivamente a la muerte. Miraba a sus dos vástagos con una extraña lucidez, impropia de un viejo cuyo cerebro debía estar segregando esas extrañas sustancias químicas que, en los momentos previos al deceso, según nos quieren hacer creer los científicos, son las que nos provocan los delirios y las que nos facilitan la facultad de vislumbrar nítidamente los recuerdos secuestrados de nuestra vida, que se refugian en los más ignotos zulos de la memoria.
Aún así, a pesar de la serenidad consciente, algo parecía inquietarle y no era el miedo. Ambos hijos intentaban darle la mano para reconfortarle, pero cada vez que el mayor y el menor se la ofrecieron, él la despreció, incluso con desdén, como queriendo hacer gala ante su prole de una digna valentía de la que quizá careció en vida. A veces esa inquietud se expresaba a través de leves movimientos de cabeza, de pequeños mordiscos que él mismo se infligía en el labio inferior, o con un constante arañar la lana áspera del cubrecamas con las uñas callosas de sus manos gruesas que ya amarilleaban. El mayor de los hijos se percató de su estado e intuyó que Padre quería hablar, que Padre no se iba tranquilo de este mundo y que, como en vida, en el momento de la muerte la parquedad y la incapacidad innata para poder explicar nada le impedía decir aquello que finalmente le proporcionaría la paz.
“Padre ¿quiere decirnos algo?”. Y Padre atendió a la pregunta del hijo mirando desde la cueva de sus propios ojos, que se abrían exaltados por el esfuerzo que a cada bocanada de aire tenía que hacer para respirar. El hijo sabía que, sin haber pronunciado una sola palabra, quien agonizaba reclamaba un poco más de proximidad para poder susurrarle al oído las que serían, probablemente, sus últimas palabras. De manera que, inclinándose hacia lecho, el mayor dispuso el oído junto a los labios secos que bisbisearon en un ronco quejido la última orden que saldría de ellos.
“Padre sufría porque temía que nos olvidásemos”, le dijo el primogénito al hermano, casi en el mismo instante en que se incoporaba mientras ambos contemplaban el rostro afilado y boquiabierto del cadáver. “La cosa ya estaba resuelta. Yo mismo le di al marmolista las medidas de las letras, y él lo sabía.”
Después de proferir con todo respeto un fastidioso “¡Joder!”, el menor de los tres hijos que nacieron sobre aquella misma cama acercó la mano a los ojos del recién difunto y, sin demasiado esfuerzo, se los cerró.
Vuelvo mañana