lunes, 27 de octubre de 2008

Estoy de moda


Estoy de moda. Lo veo venir. En unos pocos días una multitud de internautas bloqueará la red intentando entrar en este blog en busca de este viejo inmortal romántico, borracho, adúltero y amoral para que ilumine sus vidas con la mirada decimonónica de perdedor suicida. La modernidad de todo un siglo XXI, flamante, nuevecito, casi por estrenar, está basada en las viejas ideas, en las vidas viejas. Ahora resulta que, en estos tiempos de crisis, huérfanos de alternativas, desde que Karl Marx publicó El Capital, vende más libros en Alemania que en toda sus vidas, la física y la intelectual. A ver si los editores de aquí se enteran, se animan un poco y sacan, aunque sea, un comic. Para más inri, los rusos rehabilitan a los zares, los popes cenan con Putin y Rasputin no tardará mucho en hacer como yo, resucitar. Así que estamos de enhorabuena porque esto quiere decir que la señora Putin tendrá quien le caliente cama y, lo más importante, que Dostoviesky, Turgueniev, Gogol, Chejov, Pushkin, Tolstoi y Gorki volverán a escribir.

A Esperanza Aguirre, la antorcha de la política y de la cultura occidental, se la ha ocurrido también viajar en el tiempo hasta el 2 de Mayo de mi siglo, y se ha gastado, en compañía de mi admirado Garci (Me gusta, qué le vamos a hacer. Cada cual que lleve su cruz como pueda) se ha gastado, decía, 2.500 millones de las antiguas en promover, con dos cojones, cual vulgar nacionalista, el ”Vivan las caenas” y el mito de la resistencia popular contra los ideales de la razón. ¡Que se pudran los heterodoxos, y viva España, coño, empapada en sangre, ardiendo en hogueras, independiente e inquisitorial! Esperanza es, en realidad, una liberal de las de antes, una progre incomprendida. Ella cree en los autodidactas, por eso está desmontando, puerta a puerta, pupitre a pupitre, la educación en Madrid, para que el pueblo se eduque a su bola, a su royo, ¡sin ataduras hombre! En eso también vuelve a lo de antes, a mis tiempos: quien quiera cole que se vaya a los curas.

Tampoco ahora nos fiamos de los bancos y guardamos los ahorrillos en un calcetín, o debajo de la baldosa. Y quien más quien menos se ha montado un rinconcito en las Caimán con el que ir tirando por si el apretón próximo viene más claro, menos duro, más agüilla. De esto ya hablé hace una semanas aquí
http://elpobrecitohabladordelsigloxxi.blogspot.com/2008/06/papeles-del-banco.html

Más cosas viejas que sirven: Fraga. Es bueno que hable, para poner las cosas en su sitio. Para poder discriminar entre unos y otros. Fraga es una fosa abierta colosal. Fraga es el último vestigio del franquismo clásico. Fraga es más efectivo que 100 autos del juez Garzón. Fraga es pura memoria histórica.

Otras cosas viejas: los reyes y sus hijos, y los hijos de sus hijos.

Antigüedades recauchutadas: Carmen Sevilla, Sara Montiel, la Duquesa de Alba (¡Si Goya levantase la cabeza!), y Santiago Carrillo, que ahora es Don.

Y Keynes, que nació pocos años después de mi muerte. Un ejército de sesudos economistas anda estos días tras sus ideas para que les saque las castañas del fuego. O Malthus, que es más de mi época. Su muerte está muy cerquita de la mía, y ahí seguimos, cabezones, empeñados en darle la razón, creciendo geométricamente mientras que el sustento crece aritméticamente, hasta que lleguemos a la catástrofe malthusiana, exactamente lo mismo que andan teorizando los estudiosos de la sostenibilidad.

O yo mismo, inventor avant la letre del blog wifi, hace ya 150 años. Aquí sigo, hablando y hablando, haciendo perder el tiempo al respetable, con la que está cayendo. Tengo que decirlo: me siento un poco timado. Resucitar para encontrar lo mismo de siempre, pero con luz eléctrica.

Todo habrá valido la pena si, finalmente, veo de nuevo a Dolores

Vuelvo mañana

El retrato de Marx está sacado de la página web http://www.chilepress.com/blog/2008/10/13/

domingo, 19 de octubre de 2008

El campo de Belchite (y 4). El estanquero que dejó de fumar


“La memoria es dolor y el olvido es placebo . La memoria está en el debe. El olvido es rentable. La memoria es futuro , el olvido: miedo. La memoria es valiente. El olvido es… el olvido”

Así pensaba al caminar por las primeras calles de Belchite nuevo. Arcos en portales blancos de casitas blancas unifamiliares alineadas en cuadrículas rodeando la iglesia del pueblo y la plaza mayor. Viviendas muy al estilo de las colonias mineras de principios de siglo XX, pero con un aspecto más confortable y habitable. Vi banderitas españolas colgadas de las farolas. Algunas calles estaban cerradas con portalones de hierro con los que se cierra el paso a los toros del encierro. Todavía olía a boñiga y a pólvora de traca. Habían sido fiestas mayores, en pasado, porque al caminar solo oía el “eco de mis pasos huecos en la soledad”, como diría Espronceda. Nadie, hasta llegar a la Plaza Mayor. Allí, por fin, algo de humanidad: cinco bares acogían decenas de parroquianos que empezaban a calentar motores y combatían los restos de la resaca de la noche anterior con las primeras cervezas de la tarde. Efectivamente, ¡Belchite estaba de fiesta! Lo cual me alegró, sobre todo después de mi visita al pueblo viejo. Fue algo así como creer, por un momento, que el presente de este pueblo vive por fin la paz, la tranquilidad, la alegría y las ganas de festejar.

Decidí, yo también, tomar una cerveza, así es que me senté en la barra del bar que me pareció más animado. No sé si fue por mi sombrero, o por el abrigo, o por el bolso colgado, en fin, por mi aspecto, que a mi lado se sentó un joven solitario, completamente borracho quien, después de mirarme de arriba abajo, me preguntó. ¿Y tú de dónde vienes? No le hice caso con la esperanza de que desistiese en su intención por darme conversación. Le pedí al camarero una caña bien echada, con dos dedos de espuma. El joven beodo insistió ¿Que de dónde vienes? Después de mojarme el bigote con la espuma fresca de la cerveza le contesté por fin: De lejos, de muy lejos. ¿Y a qué? Volvió a preguntar el muchacho, mirando bizco, muy fijamente mi sombrero. He venido a recordar, a ver el pueblo viejo. El chico escuchó atento mi respuesta, encendió con grandes dificultades un cigarrillo y, después de echarme a la cara el humo y el aliento insoportable, me espetó: Están vivos, todos vivos, por la calle, andando por la calle, hasta en casa de la Domi. Mi incomodidad se tornó en enfado. Después de las horas que había vivido, solamente me faltaba, para rematar la faena, un borracho imbécil. Le pedí al camarero que me cobrase y cuando me dio el cambio (los camareros están siempre con la antena puesta) me dijo: Aquí tiene el señor; su amigo se refiere al libro. Yo no tengo aquí ningún amigo, respondí muy digno y, lo reconozco, un tanto borde. Perdone, el muchacho intentaba decirle que han publicado un libro sobre Belchite viejo en donde aparecen las gentes del pueblo de antes de la guerra, caminando por las ruinas de ahora; es un montaje muy bueno que han hecho unos historiadores de Zaragoza; por eso dice que están vivos. Me sentí culpable por haber despreciado a aquel joven por el solo hecho de estar borracho. Yo, uno de los más conocidos borrachos del país, que ha ahogado siempre sus contradicciones y su miseria moral en alcohol, no era el más indicado para juzgar a aquel muchacho. Saqué el monedero, puse un billete de cinco euros sobre la barra y le invité a lo que quisiera. Me echó el brazo al hombro y me dio las gracias con gran alborozo. ¡Coñá!, pidió casi cantando, y de un trago se bebió la copa. Mientras mi nueva amistad miraba la copa vacía buscando en su interior el momento del big bang, le pregunté por el lugar donde podría comprar aquel libro. ¡Tabaco! Dijo. Pero si ya estás fumando. ¡Tabaco, coño! ,gritó, mirando al suelo y levantando la mano. El estanco, se refiere al estanco; allí es donde puede usted comprar el libro, terció de nuevo el camarero quien, muy amablemente, me dio señas sobre donde se encontraba. Después de ser abrazado y zarandeado tres veces por mi amigo, salí del bar. El estanco estaba a pocos metros, así es que, antes de entrar, quise conocer un poco mejor el pueblo.

Caminé unos minutos hasta dar con el Ayuntamiento y, justo enfrente, en pleno centro de la Villa, vi, como en una pesadilla, como si el borracho fuese yo en el clímax de un delirium tremens, el yugo y las flechas falangistas en hierro colado, de unos 3 metros de largo por 1,5 de ancho, rampantes, descarados, hirientes, colgados de una de las fachadas principales del pueblo. Creo que estuve parado, totalmente quieto, ante aquel enorme símbolo, un par de minutos. Alrededor de mí cantaban canciones obscenas los mozos de las peñas. Un tiovivo daba la lata. El charlatán de la tómbola regalaba a una señora un despertador matamosquitos y lo proclamaba a los cuatro vientos. Unos niños corrían carreras de sacos. Me dispuse, en medio de aquel barullo, a fotografiar aquella afrenta a la memoria y a la dignidad. Pero me di cuenta en seguida de que no todo era algarabía y fiesta porque, justo a mi izquierda, unos tipos fumaban tranquilos, sentados sobre un poyete, sin decir ni pío y sin otra cosa que hacer que observar al forastero del sombrero: me vigilaban. Tuve miedo, guardé la cámara y volví tras mis pasos en busca del libro, para poder desaparecer cuanto antes de aquellas tierras.

Al entrar en el estanco no vi a nadie. Esperé unos segundos y me pareció escuchar un leve siseo. Provenía de un mostrador desconchado que se encontraba a la derecha del que había frente a la puerta de entrada. Detrás del mostrador, parapetadas, las cabezas amoñadas de dos viejas muy viejas cotilleaban, seguramente, sobre el pasado y sobre sus muertos. Al poco, fumado un caliqueño retorcido y maloliente, apareció el estanquero. Sería el hijo de una de aquellas viejas. Un tipo calvo, sesentón, con bigote de morsa empajado de nicotina en la raíz, bajito y muy delgado. Llamaba la atención la falta de cejas sobre los ojillos de hurón. Fumaba insistentemente, con ansia pausada, estudiada, experimentada. No tardó ni un segundo en mirarme fijamente por encima de las gafitas que se sostenían milagrosamente en la punta de la nariz y en preguntarme qué deseaba, sin dejar de chupar el puro, sin hablar, sólo moviendo la cabeza hacia arriba, como quien saluda por compromiso a un viejo enemigo. Le pregunté por el libro y, antes de pedirle si podía echarle un vistazo, introdujo la mano bajo el mostrador. Sin mediar palabra golpeó con el libro la madera carcomida del mostrador. A continuación, con otro gesto de su cabeza y mordiendo el caliqueño me invitó a hojearlo. Así lo hice. Solamente tuve que pasar algunas páginas para darme cuenta de que valía la pena comprarlo. Le pregunté el precio. La vocecilla aguda y rasposa del tipo me contestó: 15. Después mordió intensamente el puro retorcido, como si se lo fuesen a quitar de la boca. Me lo llevo, le dije. Pagué con un billete de 20 euros y cuando me dio los 5 del cambio me atreví a decirle: Menos mal que alguien ha tenido el valor de hacer algo; tiene muy buena pinta este libro. El estanquero, que en ningún momento dejó de mirarme, sin decir ni pío, escupió el humo de la última calada y estrujó sobre un cenicero el medio puro retorcido que todavía le quedaba por fumar. Parecía que le hubiese mentado a la bicha. Entonces caí en la cuenta de que aquel tipo tan desagradable debería ser el heredero del afortunado al que le concedieron el estanco, allá por los años 40. Cogí el libro y, al salir, noté los ojillos de hurón sobre mis espaldas, como bayonetas de máuser.

Enfilé, triste, camino hacia Zaragoza. Mi viaje por las tierras ásperas del Campo de Belchite me había tocado en el alma. Necesitaba esparcirme. La noche en que llegué a Zaragoza se representaba “Hamlet “en el teatro de la ciudad. Compré una entrada. Siempre he visto al príncipe Hamlet como el primer romántico de la Historia. Cuando el joven Hamlet escucha desde ultratumba la voz grave del espectro de su padre asesinado, siempre me da por pensar en la justicia que reclaman los muertos olvidados. El destino nunca nos falla. El destino siempre provee. Como en el drama de Shakespeare, siempre habrá un Horacio que explique al mundo lo que ocurrió.


Vuelvo mañana.
La foto no es mía, pero es real. Yo he visto exactamente la misma imagen, en persona, el pasado septiembre del año 2008. Corresponde exactamente al mismo edificio que vi y que no me atreví a fotografiar.

jueves, 9 de octubre de 2008

El Campo de Belchite (3) Pueblo viejo de Belchite

Casi le pedí permiso al cielo para salir a visitar el pueblo viejo de Belchite. Estaba oscuro como boca de lobo y los relámpagos caían, como disparos, uno tras otro, a discreción. La tormenta era inminente. Sin embargo, fui capaz de pensar en que Goya creó su Coloso, el Golem hispánico, porque conocía el poder de la guerra y la crueldad de la tormenta en estas tierras.

Finalmente me decidí y salí, como un francotirador camuflado. Nadie dijo nunca que el diablo habita en el cielo. Si no es así, habita en el pueblo viejo de Belchite, donde marea el olor a azufre quemado y a pólvora retestinada. Todo, en ese rincón muerto del mundo, huele a madera podrida y excremento de perro; a ropa ajada y trapo sucio; a sangre cocida y viento de tormenta, a tierra embarrada antes de que le toque, ni si quiera, una gota de agua.

Muchas de las calles del viejo Belchite, no hace más de 40 años, todavía escuchaban la charla de sus gentes. De algunas chimeneas fluía el humo y los arcos recordaban al forastero la condición de Villa. Hay fotografías, datadas en 1962, que dan testimonio de que las casas integradas en el llamado Arco de de la Villa, la del padre de los Juanicos, la de Teodoro el Serranico, la de los Marines, la de Mariano Castillón y la de Trinchán, todavía estaban habitadas. Gracias al estupendo trabajo realizado por Jaime Cinca, Guillermo Allanegui y Ángel Archilla, publicado en el libro “El Viejo Belchite, la agonía de un pueblo” podemos ver hoy un ilustrativo conjunto de fotografías que demuestran que, en realidad, a Belchite le hirió la guerra y fue rematado por la rapiña, la dejadez y la voluntad aparcada de las autoridades de uno y otro bando.

Según los tres autores del libro, al finalizar la Guerra Civil, la mitad de los edificios del viejo Belchite quedó dañada y el 30% completamente destruidos. Aún así, después de 1939, los edificios que quedaron en pie continuaron acogiendo a algunos belchitanos. Durante mucho tiempo lo que se destruyó, en buena parte, se rehabilitó para acomodar mejor a los paisanos que poco a poco volvían a dar vida al pueblo. Hasta 1954, año en que Franco, el tirano, inauguró el nuevo Belchite, construido por Dragados y Construcciones con las vidas de más de 1200 prisioneros políticos. Durante 10 años más, hasta 1964, vivieron algunos belchitanos en el pueblo viejo. A partir de entonces nadie se hizo cargo de su conservación y quedó huérfano, a merced de chatarreros y gentes que se ganaban unos duros con la venta de tubos, verjas, pasamanería, cables eléctricos y todo lo que tuviese algún valor. Ni siquiera se apuntalaron los edificios. Ni entonces, ni hace 30 años ni ahora.

En democracia nadie ha movido un dedo. Algunos políticos han intentado un par de veces la declaración de patrimonio de la Humanidad (parace ser que sin la eficaz testarudez maña con la que se ha conseguido la Expo). Se han redactado ambiciosos y prometedores proyectos en papel mojado y se ha llevado a cabo alguna restauración puntual, como la que ahora se está dando en el arco de la Villa. Nada. Así es que Belchite viejo es ahora una escombrera, el hábitat de fantasmas indigentes que se mueven a sus anchas entre montoncitos de cascotes acumulados en las calles, producidos en el derrumbe paulatino y mortecino, sordo, de las paredes de las casas. Ni un triste letrero, ni un triste plano, ni una propuesta, ni una explicación, ni una placa con tres palabras que llame la atención de centenares de visitantes que cada año se acercan a la Iglesia de San Agustín y, al poco, salen corriendo en estampida, tristes, avergonzados. Porque para pasear por el viejo Belchite hace falta valor.

Llegué por la parte norte, dejando a un lado el Arco de la Villa y con el corazón en la garganta. Había ansiado durante mucho tiempo aquel momento. Había idealizado aquel lugar. Lo coloqué en el alma hace años, como un monumento a la memoria, a la dignidad de todos los hombres y de todas las mujeres que hacemos la historia muriendo. Y matando.

Pero ocurrió que al entrar, imprudente, en el espacio que perteneció a la Iglesia de San Agustín; ocurrió que al seguir camino por la Calle de Sagasta y cruzar la Calle Mayor , y divisar desde allí, de pié, sobre un montón de ladrillo, yeso y piedra, la Torre del Reloj y la famosa torre de San Martín de Tours; ocurrió que, al detenerme durante un par de minutos en aquella cima del desperdicio, lo que sentí fue una larga y desagradable arcada y un miedo intenso. Ante mí se presentaba un panorama desolador, el paisaje del exterminio. La bóveda de la Iglesia: el esqueleto pelado de una ballena varada; las vigas caídas en las calles: huesos secos, huecos, restos de un festín pantagruélico. El alacrán resbalando entre las tejas caídas; la pintada anarquista en color azul y la frase insolente, como el vómito de un borracho; el pasquín fascista, amarillo, de orín antiguo; el ladrillo rojo partido; hierbajos a los lados del camino; la culebra serpentea entre los hierbajos; la rata huye de la culebra; montañas y más montañas de cascotes al pie del recuerdo de las fachadas; el graznar del cuervo negro y el vuelo del buitre en la tormenta. Ni un alma. Mis pasos, miedo, rabia; olvidar cómo se hace una lágrima.

Ni los pueblos hundidos en pantanos, al emerger gracias a las sequías, presentan un aspecto tan lamentable. No. Aquel no era lugar para homenajes, ni para la emoción, ni para el recuerdo. Aquel era un lugar para el apareamiento de perros, para la heroína en vena, para el refugio criminal. Aquel era un lugar del que se huye. En tiempos de paz. ¡Pueblo viejo de Belchite!.

Vuelvo mañana

miércoles, 1 de octubre de 2008

El Campo de Belchite (2) Lécera lacerante


La carretera, infinita y recta como una cicatriz de sable, parte en dos las tierras del Campo de Belchite. Al circular por ella uno se siente como Moisés cruzando el mar Rojo, aunque en el mediodía cegador del Campo de Belchite ningún profeta hubiese hecho carrera, porque este no es país para milagros. Y sin embargo, uno sentía la tentación de parar el coche en la cuneta y seguir el camino a pie, como si entre el viento y el sol del mediodía surgiese una llamada misteriosa, anónima, quizá colectiva, que reclamase una presencia humana en la inmensidad del paisaje vacío de vida y a rebosar de recuerdos, repleto de memoria en barbecho.

Mi primer destino era Lécera. Antes de llegar a esta pequeña población de la comarca, se cruza el término municipal de Belchite y ya se puede contemplar, a orillas de la carretera, el seminario menor totalmente derrumbado y la conocida torre de la Iglesia de San Martin de Tours, una de las ruinas más fotografiadas de nuestra historia bélica. Aun así, no bajé del coche y continué unos 10 kilómetros más, hasta Lécera, en donde me alojaría en un pequeño hotel rural, muy acogedor, especialmente pensado para ornitólogos y amantes de los pájaros. Y es que aquella es una zona en la que abundan especies que en ningún otro lugar se pueden ver. Se me ocurrió que algunas civilizaciones creen en las almas transmigradas en aves, y que éstas vuelan eternamente dejando a su paso el canto de su pasado.

Después de alojarme decidí que estaría bien pasear tranquilamente por las calles de Lécera y entrar en algún bar para preguntar, hablar, conocer algún paisano con el que aprender un poco de la historia de estas tierras. A día de hoy, todavía no sé si en verdad Lécera es un pueblo vivo; quiero decir que no sé si Lécera está realmente habitada por sus gentes, por las travesuras de sus niños, por el bastón pausado de sus viejos, o por la tertulia amena de sus bares, porque, aunque sus calles y sus casas estén cuidadas y en nada parezca un pueblo mísero o abandonado, al pasearlas, el silencio y la quietud, algo, vigilaba mis pasos sin que yo fuese capaz de adivinar quién era ni dónde se escondía quien me acechaba. Todo eran portales cerrados a cal y canto, protegidos con esteras de tela recia y pesada que apenas podía mover el viento. Me parecía estar en tierra ajena. Me dio la sensación de que estaba haciendo algo no permitido dentro de una propiedad privada; parecía como si hubiese violentado la privacidad del dueño de aquellas calles o de que hubiese franqueado sin darme cuenta un letrero de prohibido el paso. Así es que mis pasos se sucedieron uno tras otro con sigilo, o con miedo, por entre las calles de Lécera, en busca del centro del pueblo, hasta que llegué a la plaza de la Iglesia, en donde me senté en un banco al cobijo de la sombra de la alargada torre barroca y mudéjar. Allí sentado se acentuó, todavía más, la sensación de miedo y de incomodidad que me acompañaba durante el paseo: me levanté y me dispuse a volver al hostal.
En el paseo de vuelta al hostal creí que lo que había hecho era viajar en el tiempo. Llegué a sospechar que alguien que sabía de mi viaje me estaba gastando una broma y que una serie de cámaras ocultas gravaban mis reacciones, porque al salir de plaza y coger la primera de las calles, me encontré de sopetón con la placa que la nombraba. “Calle del General Franco”. A su lado, una virgen iluminada por sendos cirios aparecía cobijada dentro de una hornacina excavada en la pared a manera de cueva, como escoltando al tirano, quien, como de todos es sabido, gustó rodearse de vírgenes. Justo al lado de la hornacina, en el ángulo superior izquierdo, dos altavoces colgaban de la misma pared que contenía, en un par de metros cuadrados, la metáfora de una infamia que este país sufrió durante décadas: el dictador, el ejército, la iglesia y la propaganda. Fotografié la estampa una vez, y otra, y otra y hubo un momento, cuando quise hacer la enésima foto, que me asusté. En el silencio tremendo de aquellas calles imaginé que el señor alcalde de Lécera, Don José Chavarría Poy (Del Partido Aragonés PAR, con quien gobierna el PSOE en Aragón), me estaba vigilando, taimado, entreabriendo levemente la estera del portal de su casa, y que había advertido a su guardia personal de que un forastero con sombrero y aspecto sospechoso, fotografiaba- vete a saber tu con qué intenciones-la placa con el nombre de su excelencia. Miré hacia un lado y hacia otro y seguí mi camino temeroso, con rabia, cabizbajo. Y al cruzar de calle y cambiar de dirección vi otra placa con el nombre de Calle de José Antonio Primo de Rivera, y después otra con el nombre de Avenida del Ejército, y otra más con el nombre de Calle de Calvo Sotelo…

Lécera lacerante. ¿No hay entre tus vecinos alguien que levante la voz en pos de la dignidad de la memoria? Lécera lacerante. ¿Tanto fue el miedo, el horror y el sufrimiento que tuviste que pasar, que prefieres mirar hacia otro lado cuando paseas cada día, cuando convives en las noches de frío cierzo, con nombres que evocan perfidia, ignominia, asesinato y traición? Lécera lacerante. ¿En cuántos pueblos de España se homenajea con calles y monumentos a personajes de esta calaña? Lécera lacerante ¿Somos incapaces de eliminar, para siempre, de la calles de nuestros pueblos estos nombres? Lécera lacerante ¿Realmente somos tan cobardes? ¿Qué pasaría si volviesen con sus sables? ¿Podremos defender nuestras libertades si somos incapaces de descolgar una absurda e insultante placa? ¡Lécera lacerante!.

Al llegar al hostal me tumbé en la cama. El vino recio de esta tierra insana me ayudó a dormir. Poco más tarde, ya despierto, y en medio de una terrible migraña y del tronar de la primera tormenta de otoño, empecé a cuestionarme seriamente si sería buena idea continuar el viaje y pasear al día siguiente por Belchite.

Vuelvo mañana