viernes, 22 de febrero de 2019

El amigo del comercio (1)

Pablo Iglesias y el filósofo Antonio Escohotado se encontraron hace un par de años en el programa  de Público TV ‘La Tuerka’. Mantuvieron durante una hora un debate interesantísimo, muy recomendable, de los que hacen época. Por entonces, Iglesias y Montero no se habían comprado todavía un chalet digno de Boyer y Presley en  la Moraleja  pero Escohotado venía de consumar años antes su viaje de vuelta desde el comunismo libertario  hacia posturas neoliberales próximas a Shumpeter, Hayek y Friedman, los tres economistas del apocalipsis de cuyo pensamiento se sirvieron dictadores como Pinochet, o políticos como Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

Hacía mucho tiempo que yo no había oído hablar de Antonio Escohotado. Lo conocía,  como tanta  gente, porque había publicado hacía mas de 30 años su mundialmente célebre “Historia general de las drogas”. Sabía de su indomable postura libertaria, de su valentía, independencia, honestidad y rigor intelectual, pero como a veces dice él de sí mismo, para mí Antonio Escohotado era  “el de las drogas”.

Por eso, al ver el debate entre el filósofo y el político me llevé una gran sorpresa. Iglesias suele invitar a La Tuerka a  intelectuales, políticos o artistas afines, de un modo u otro, al ideario del partido morado. Sin embargo, casi desde el minuto uno, Escohotado lanzó con gran contundencia  y habilidad una potente carga de profundidad que apuntaba con saña hacia el edificio ideológico del comunismo y de la izquierda clásica y contemporánea para derruirlo sin dejar más que los cascotes. Iglesias, que no es manco, defendió bien su posición, de modo que ambos ofrecieron, a quien le interese la política y el pensamiento, sesenta minutos antológicos, de los que nunca se olvidan.

Fue entonces cuando supe de “Los enemigos del comercio”,  un trabajo titánico en el que Antonio Escohotado ha invertido más diez años. Hace poco más de dos salió a la calle  el tercer y último  tomo. A raíz de su publicación,  la actividad pública de Escohotado  es casi diría que frenética. Afortunadamente para todos, cuando no concede una entrevista participa en  una conferencia y cuando no escribe un tweet. El propio Escohotado ha abierto cuenta en la red social, igual que su hijo, fundador de la editorial La Emboscadura, que se dedica  a resucitar toda la obra del filósofo. De manera que su misión apostólica predicando el neoliberalismo está siendo tanto o más efectiva que el proselitismo de los ebionitas, grupo  sectario judeocristiano del primer siglo de nuestra era gracias al cual, según el filósofo madrileño, la doctrina   de  Jesucristo ocuparía a la postre todas y cada una de las etapas de la historia occidental, dejando a su paso un rastro de miseria, pobreza, dolor y muerte.

Yo he finalizado hace pocos días la lectura de ese primer volumen, “Una historia moral de la propiedad antes de Marx”. Lo he disfrutado mucho. Como su autor, es sumamente estimulante porque me ha ofrecido  una sugestiva dosis de historia, en muchos casos desconocida  para mí, y porque me ha obligado a detenerme, a releer,  a reflexionar y  a anotar mucho; me ha inducido  a ejercitar la comparación, la dialéctica, y me ha invitado a olvidarme de los prejuicios, a colgar en el perchero de la entrada mi sacrosanta coherencia política  y mis credos, pero sobre todo, porque me provoca, porque interpela mi comodidad ideológica  y desafía sin remilgos mis apriorismos. Tanto es así que ya he encargado el segundo volumen. Sí, quiero más.

Sin embargo, desde mi ignorancia y el respeto que profeso al profesor Escohotado,  tengo la necesidad de expresar  unas cuantas consideraciones o reproches a  este primer volumen, y no sé si a toda la obra, porque mucho me temo que es el resultado de lo contrario a lo que suele alardear su autor, quien proclama orgulloso que no trabaja con apriorismos, sino que  estudia, y a la luz de los resultados de la  investigación que realiza, se ve obligado a cambiar de postura intelectual, y no a la inversa, como solemos hacer todos, que a menudo buscamos en la lectura o en el conocimiento refrendar nuestras creencias  y certezas.

Y es que desde las primeras  páginas del libro en las que Antonio Escohotado traza la historia moral de la propiedad en la antigua Grecia  y Roma,  podemos advertir sin demasiado esfuerzo cómo el pensador encauza la voluntad del lector hacia  su molino, realizando juicios de valor que, siendo legítimos,  conforman  una estratagemas ya clásica, consistente en  vincular  anacrónicamente el adjetivo comunista a toda aquella  actividad antigua, ya sea religiosa, social, cívica o política, que proponga el desprendimiento de la propiedad, la distribución aleatoria  e indiscriminada  de la riqueza y en último término, la consecución de la más miserable pobreza.

Escohotado  establece  ese vínculo durante todo el libro, de modo que página a página, capítulo a capítulo, actúa como una nube que vierte un  fino orvallo sobre cada uno de los capítulos  que calan sobre el lector gracias  a  una asociación de ideas básicas  y  adulterada con el fin de marcar negativamente  el comunismo y al mismo tiempo provocar en quien lee un rechazo maniqueo, obligándole  a escoger entre el bando de los locos sectarios  propiciadores de la miseria y el de  los grandes hombres, dinámicos e inteligentes, artífices del progreso y del bienestar social. Hablando de maniqueísmo, y dicho sea de paso,  afirmar que Mani era comunista se me antoja  tan riguroso como decir que Jesús de Nazaret fue el primer hippie.

Un ensayo carente del punto de vista personal no deja de ser un manual. Un ensayo debe ser entrañable, con entraña; debe contener víscera y bilis, es decir, el posicionamiento del autor con respecto a lo que ensaya. En ese sentido Escohotado no defrauda en absoluto, pero contraviene su proclama  y desmiente página a página la intención de llegar a la conclusión virgen, limpio de polvo y paja. Se delecta con la creación de la letra de cambio, la bolsa, la especulación bursátil, la idea contemporánea de banco, la usura de los prestamistas que desemboca en el crédito, el enriquecimiento gracias a la financiación de guerras interminables, el secuestro financiero de los estados a manos de banqueros, en fin, todas y cada una de las actividades de la economía de libre mercado que, según el autor, son las que nos han traído la prosperidad y el progreso gracias a las cuales vivimos hoy la mar de contentos.

Es curioso como en ese trabajo de investigación exhaustivo en el que nos muestra el friso de la historia político-económica de Occidente hasta poco antes de la aparición de Marx, no le dedique una sola palabra al colonialismo, a los millones y millones de personas que en el mejor de los casos fueron reducidas a mercancía en otros continentes, o aniquiladas masivamente, despojadas de sus tierras que atesoraban la materia prima con la que esos grandes emprendedores y campeones de la libertad construyeron fortunas, monopolios e  imperios, y en definitiva el capitalismo tal y como hay lo entendemos.

Es curioso cómo Escohotado reduce la Revolución Francesa a la orgía sanguinolenta que fue, pero  obviando o restando importancia al sufrimiento y el hambre que padecían los franceses y revisando la imagen del rey Sol, de quien llega a decir por boca del historiador Simon Schama , que era un hombre de buenas intenciones.

Y es que investigar la historia es decidir; decidir con qué hechos nos quedamos; decidir qué fuentes utilizamos; decidir cómo organizamos el material que hallamos y de qué manera le damos forma. El resultado de nuestras decisiones, por tanto, no es inocente y  revela nuestros apriorismos y, en definitiva,  el objetivo final de nuestro trabajo, que avistamos en el horizonte de antemano, y que  en este caso no es otro que magnificar la economía de libre mercado y presentarla como la panacea que nos ha regalado prosperidad, progreso y libertad decretando una sentencia sumarísima a toda alternativa, ya sea comunista, ebionita, cristiana o espartana.

De algún modo, Antonio Escohotado plantea su primer tomo de  “Los enemigos del comercio” como el asiento contable de un comerciante. En la columna del haber introduce toda actividad o iniciativa humana que haya generado ganancias y fortunas  sin una valoración moral de los métodos, y si la hay, siempre es positiva. En la del debe escribe los apuntes contables de los años oscuros, los grupos de sectarios fanáticos, el cristianismo primitivo de la pobreza, sangrientos revolucionarios iluminados, y por supuesto, el comunismo, que utiliza como concepto ubicuo para adjetivar avant la lettre, sin rubor, toda actividad demente, criminal o sencillamente vana: algo muy parecido a la peste.

La cuenta final de resultados es una obra interesantísima desde el punto de vista historicista, y una burbuja en el aspecto moral que, en mi modesta opinión, pincha a poco que conozcamos los grandes acontecimientos de la historia y enfrentemos a lo que el autor nos explica lo que no nos cuenta, pero sabemos. Por eso, conociendo el pasado de Escohotado, no dejo de preguntarme de dónde y cómo nace el apriorismo del que surge la necesidad de enfrascarse en esta obra. Misterio

Continuará 

miércoles, 6 de febrero de 2019

El péndulo de los sueños


Jornadas laborales estajanovistas, la hora exageradamente temprana de un vuelo, noches de juerga  hasta el amanecer, una enfermedad, o sencillamente nuestro propio ritmo circadiano nos produce sueño. Si no dormimos, nuestra salud se resiente.

Afirman los expertos que cuando dormimos soñamos, siempre, indefectiblemente. Otra cosa es que no recordemos lo que hemos soñado. Según Freud, padecemos amnesia de los sueños porque éstos son producidos por  nuestro subconsciente, ese espacio oscuro de nuestra alma que nunca damos a conocer porque nuestra naturaleza, nuestro instinto y nuestra voluntad racional está sometida a la dictadura de una educación represiva  y de las convenciones culturales y sociales. 

Cuando recordamos los sueños nos gusta compartirlos, porque son extraños, de ahí que la literatura y el arte acudan a menudo a las fuentes de lo onírico. Nos vemos a nosotros mismos en situaciones inauditas, inconexas, anacrónicas, en fantasiosos espacios inexistentes, conversando o protagonizando sucesos improbables junto a personas que no hemos visto en nuestra vida, que están muertas, o a las que conocemos muy superficialmente. Si el sueño es maligno y dentro de él sufrimos, entonces decimos que hemos tenido una pesadilla. Es tal el realismo con que experimentamos algunos sueños que los antiguos los interpretaban como premoniciones, o profecías de cumplimiento cierto. 

Nuestros padres  romanos utilizaban el verbo somniare para señalar  el delirio, o en el mejor de los casos, la imaginación. También, por supuesto, el somnus, o la acción necesaria y vivificantemente  reparadora  del dormir. De ahí surge  toda una familia léxico semántica que forma sustantivos como sopor, soporífero, ensoñación, sonámbulo o somnífero y si vamos a los diccionarios, casi todas la definiciones relacionan el verbo soñar con la representación mental de lo irreal. 

La vía griega del término parte de la raíz indoeuropea swep y por eso  los helenos construyen hypnos, origen de toda una serie de palabras relacionadas con la hipnosis, ese estado de inconsciencia semejante al sueño que se logra mediante sugestión y que  tiene como objetivo la sumisión de la voluntad de la persona para que realice todo aquello que le dicte quien se lo ha provocado. 

De manera que tenemos dos formas de soñar: por una lado la que nos ofrece descanso, conversación y filones de creatividad, y por otro la que nos mantiene sonámbulos, caminando hacia ningún sitio, delirantes, ensoñados, igual que si estuviésemos hipnotizados y obedeciésemos sin rechistar la gravedad de la voz seductora que nos mantiene inconscientes, alejados de la realidad, mientras añadimos ceros, de seis en seis,  en cuentas de resultados ajenas, a costa de nuestra existencia frustrada. 

Sin embargo, estoy convencido que si acopiamos valentía, quizás podamos llegar a  despertar. Para lo cual, lo primero que tenemos que hacer es discernir  sobre el gran mantra de la época, que en su múltiples modalidades nos grita o nos susurra imperativo, cara a cara, péndulo en mano ¡Cumple tus sueños! ¡No hay nada imposible! ¡Soñar es gratis! ¡Sueña! ¿Quién te lo impide?, porque  sin pensarlo, nos apresuramos a imaginar el coche de nuestra vida, una tumbona en el Caribe o  la casa de Pablo Iglesias, o exigimos furibundos y enrabiados la independencia de Cataluña, el regreso a una España Grande y Libre, que el Alcoyano gane la Champions  o, en el límite de nuestros deseos, la adquisición de todos aquellos bienes a los que nuestros sueños tienen derecho. 

La publicidad se ha apropiado de nuestras vidas  del mismo modo que se ha apropiado de nuestras aspiraciones. Y como la publicidad no es más que una estrategia humana destinada a vender productos o servicios elaborados por humanos, podemos concluir que, tras décadas de intensa experiencia publicitaria, finalmente hemos conseguido instalarnos en el centro de un bucle donde giramos centrifugados hasta alcanzar la mitosis celular,  transformándonos en extraños  seres duales  que comerciamos con ambiciones inalcanzables, al tiempo que invertimos la energía que no disponemos en satisfacerlas, abocándonos a todos hacia un abismo de desengaños y frustraciones en el que nos despeñamos. 

No solo no somos conscientes de vivir en ese bucle perverso del consumo y de los sueños rotos, sino que aplicamos la misma estrategia para convivir y construir el entramado social que de modo colectivo proyecta modelos de convivencia actuales y horizontes de expectativas futuros. Y es que la política, la actividad que debe encauzar nuestra aspiraciones colectivas, ha acogido con pasión y gran energía creativa  los mismos métodos de seducción que utiliza ahora cualquier pequeña empresa para vender  y facturar cuanto más mejor.

Imitando el modelo norteamericano, los partidos políticos se han puesto en manos de mercenarios de las relaciones públicas y la comunicación que un día hacen alcalde a Xavier García Albiol o secretario general del PP vasco a Carlos Iturgaiz,  y a la semana siguiente secretario general del PSOE y presidente del gobierno a Pedro Sánchez, como el afamado spindoctor Iván Redondo, artífice de la campaña de xenofobia y racismo que llevó al PP a gobernar a Badalona y al mismo tiempo, dibujante del perfil de Sánchez como el Kennedy peninsular. Y todo sin despeinarse. 

Pero más allá de ejemplos concretos y de la anécdota, lo realmente inquietante  es que, efectivamente, como misteriosos gurús de las esperanzas viables, el aspirante al poder se sienta antes nosotros y oscila el péndulo de izquierda a derecha mientras nos obsequia el oído con promesas y utopías a las que tenemos derecho por el simple hecho de haber nacido, y nos despierta con una última frase con la que  nos señala al causante de nuestras desgracias, aquellas personas y aquellas organizaciones contra las que tenemos que  luchar porque son el impedimento para que nuestros sueños se cumplan. 

Y así, gracias a  las persistente e infalibles  publicidades empresariales y políticas hemos llegado al convencimiento de que el nacimiento y nuestra mera existencia sobre la tierra  nos deberían  haber proporcionado el trabajo que merecemos, el sueldo que merecemos,  la casa que merecemos, el barrio que merecemos, el país que merecemos, el mundo que merecemos, y hasta el político que merecemos. ¡Querer es poder! Nos dicen. ¡Somos imparables! Nos dicen. ¡Cumple tus sueños! como una obligación, en imperativo, la imposición de anhelar o de vivir  irrealidades que  ni quiera vemos cuando dormimos. 

De modo que a  pesar de que vivimos a diario sus consecuencias, la realidad ya no cuenta,  y el trabajo, el esfuerzo y las incontables dificultades  que la hacen  posible ha perdido todo valor. No queremos la verdad, y por tanto, no nos queremos a nosotros mismos  tal y como somos. Hemos instalado nuestra cotidianidad en el autoengaño, porque aunque nos paguen cada mes 1000 euros de mierda por una jornada draconiana, nos autoconvencemos  de que es una situación temporal inmerecida, independientemente de que hayamos hecho algo  para evitarlo, y entonces nos ponemos en manos de mercaderes  de sueños que nos ofrecen en cómodos plazos la ilusión futura de una vida de ensueño, porque yo lo valgo. 

Así, las apetencias que circulan en nuestra sangre son de tal densidad  que hemos tenido que evacuar nuestras ambiciones personales ya que, aunque a menudo  las circunstancias las condenan y se hace imposible su realización, son reales porque son propias y singulares; son proyectos y anhelos que nacen, viven y mueren con nosotros. 

De esta manera, condenando al sumidero  nuestras quimeras intransferibles,  le damos rienda suelta a los deseos impuestos por ajenos a través del engaño de la publicidad,  construyendo día a día una sociedad altamente peligrosa, porque sus ciudadanos conforman una masa explosiva de frustrados dispuestos a todo con tal de acceder a lo inaccesible.  

Y hablando de sueños, el mío  es muy prosaico. Consiste en ser escritor. Pero como todos los sueños, tengo la certeza de que no se cumplirá, no por nada, sino porque se necesita un coraje y una valentía que yo no poseo. 

Aun así, de tanto en tanto, con el único objetivo de satisfacer mi vanidad, emborrono cuatro páginas que vuelco aquí, y por eso tengo a mi lado el Diccionario Ideológico Casares, un magnífico  invento lexicográfico, realmente  útil, porque   permite rastrear todo el campo semántico de una palabra o grupo de palabras. Yo manejo la edición de 1959. (La última actualización es de 2013). Por eso, cuando he buscado “Sueño”, me ha sorprendido que  entre las más de 200 palabras relacionadas con esta idea no hay ninguna conectada a ambición, aspiración o deseo. Todo es sopor y siesta, noche y descanso; irrealidad y ensoñación.

Tengo que hacerme con la nueva edición  y comprobar si la RALE ha incorporado la ilusión y el anhelo. Lo que está claro es que a finales de los 50, en España, sueño era descanso, y a lo sumo evasión. Y como dijo el sabio, ahí lo dejo. Ya es medianoche y estoy cansado.¡A dormir!