En la ciudad, y quizás también en el campo abierto, en la cumbre de la montaña o asomados al océano ante el horizonte inmóvil es aconsejable, al menos una vez en la vida, mirar hacia dentro sin la preocupación del tiempo para transformar en materia lo que vemos y conseguir así el milagro de la restauración.
Que nadie sospeche de mi propuesta ni prenda la antorcha inquisidora intuyendo posibles devaneos sectarios, un budismo releído o la enésima reinvención de una espiritualidad curalotodo.
Lo que digo es que miremos y observemos a nuestro alrededor, que contemplemos un árbol, el transeúnte agobiado, la señora que lanza migas de pan al suelo y espera una bandada de palomas, el velero que navega sobre la arista afilada de los límites, el avión lejano trazando su rastro en cuyo interior respiran cien, doscientas , trescientas personas; la piel de nuestro amor mientras duerme, el compañero de trabajo concentrado pulsando las teclas, los labios de nuestros superiores en el momento de ordenar, felicitar o reprochar; el rostro de un muerto, las tejas de una cabaña, el humo que exhala una chimenea, el agua de un charco, un perro vestido, un hombre desnudo, la sonrisa del dependiente de un comercio, un letrero luminoso, animales dentro de un camión, un policía, un bebé, el escaparate de una librería, un anciano sentado en un banco, una guitarra apoyada sobre un rincón, un ciprés, un ciprés es algo más que un árbol; el patio desierto de un colegio, obreros fumando a la puerta de la fábrica, la tela azul del traje que viste el político, el metro emergiendo desde lo oscuro y el metro internándose en lo oscuro en cuyo interior respiran centenares de personas; una pelota sobre un tejado, el pasillo de un hospital, la cama de un celda… y así, proyectando en todo aquello que vemos la alteración del sentido de nuestra mirada, lograremos deconstruir la realidad que nos circunda para transformar los objetos y las criaturas que la habitan en protagonistas de una materialidad poética, literaria, que se manifestará cotidianamente con el fin de trascendernos y ensanchar la angostura por donde ahora apenas escudriñamos el cielo, preservando así, a diario, el recuerdo del vínculo con nuestros iguales y con la Tierra.