(Viene de aquí)
La obligación antes que la devoción. Así lo aprendiste de papá, y así lo has practicado toda tu vida. De manera que aunque persigas con la mirada los hilos de agua que recorren las piernas de Vivian, sigues hablando por teléfono frente a ella, rascándote relajadamente la oreja con la uña afilada del dedo meñique; después haces lo propio con un testículo, y antes de contestar a lo que el presidente te acaba de suplicar, apoyas la mano libre en la pared, en un gesto parecido al que deben utilizar las personas que guardan cola para obtener algo.
Mientras, descuidado, igual que un rey en sus dominios, le guiñas a Vivian, y dejas que el político hable y hable, jure y perjure. Entonces, para azuzar tu impaciencia, te regala una vertiginosa contorsión y en un instante ves su cuerpo joven, ligero y flexible curvarse hacia atrás en un pinopuente excelso, gracias al cual puedes admirar, en todo su esplendor, el manantial de vello encarnado del que mana agua en cascada hacia la espesa capa blanquecina de espuma aromática, que hace ya unos minutos deberías haber roto con tu presencia.
Aun así, a pesar de la proximidad de la tentación, en ningún momento pierdes la compostura, ni el temple, ni la firmeza; todo en ti es sobriedad, sangre fría y paciencia. Ese el secreto, la paciencia, las ideas claras y no perder nunca la perspectiva. Así es que le dices al presidente que no se preocupe, que harás lo que puedas, que lo estudiarás y que cuando tengas todos los datos en la mano te lo pensarás y tomarás una decisión. Mira, es que ahora me coges en mal momento porque tengo que atender un asunto que si sale bien todos sacaremos provecho; pero repito, amigo, no te preocupes más de la cuenta; lo de las pensiones tiene fácil arreglo; solamente tenemos que ser todos, insisto, todos, un poco audaces y… oye: una cosa por la otra.
Vivian no pierde la sonrisa, y sigue jugando, traviesa frente a ti, el amo. Ahora, el dedo que hace apenas unos minutos te reclamaba en el jacuzzi, acaricia superficialmente la línea vertical de su sexo, que emerge y se sumerge a voluntad, velándose y revelándose en breves intervalos caprichosos entre el agua y las burbujas del baño. Tu putita exclusiva, de nombre cinematográfico, es lo suficientemente zalamera para sumar a ese reclamo irresistible el lanzamiento de unos cuantos besitos al aire, que a ti te suenan igual que un billete nuevo de cinco euros cuando se arruga.
A pesar de todo, el presidente insiste en alargar la conversación, y persiste con alguna idea, con algún detalle que le preocupa. De modo que, con el paso de los minutos, poco a poco, sin que te des cuenta, la estancia se ha ido llenando de vapor, de una neblina densa que empaña el espejo. Le devuelves a Vivian el detalle de los besitos con un guiño varonil, el guiño clásico de Bot. Ya ni escuchas lo que te dicen por teléfono. Todo son intrascendencias, el interés general y cosas así. Te vuelves hacia el espejo para observarte de perfil, para gozar con la visión de ti mismo, de tu planta, de la rotundidad de tu virilidad, pero el vaho no te lo permite, y por eso alargas la mano y limpias el espejo, y ves en el claro que ha dejado la señal del brochazo de los dedos, la cabeza calva, las arrugas de la frente y debajo de ellas las cejas espesas, compactas, casi salvajes, que preludian la pobreza de escrúpulos en los ojos, el retrato nebuloso del poder.
Satisfecho de ti mismo, de tu estilo, de la voz grave y mesurada, y de la célebre capacidad para tomar decisiones -incluso en las más insospechadas situaciones- crees que ha llegado el momento de despachar al interlocutor con un par de frases, igual que haría el padre agobiado ante la premura del vástago al que se quita de encima con dos golpecitos en la espalda: una buena manera de decir, mira, deja de tocarme los cojones.
Llamas a Jaime, le devuelves el celular y ya libre de toda molestia, notas que la sangre empieza a fluir enérgica, engordando las cavernas de tu polla para constatar, pocos segundos después, una nueva y excelente erección, sensiblemente más consistente que la de ayer a esta misma hora.
Te metes en la bañera y, antes de posar el culo sobre el fondo, la muchacha ya te atrapa entre sus muslos y te atrae. Le besas las tetas como si pasases hambre. Se las coges con las manos abiertas, ligeramente arqueadas, en diez ganchos prensiles. (Estas cosas se hacen así, como un hombre, como los osos en celo.)
Sabia y experta, la joven y hermosa meretriz a la que solamente tú te follas, posa las uñas encarnadas sobre tu pecho peludo y te aparta levemente en un gesto casi imperceptible, lo suficiente como para que sepas que debes dejarte hacer. Te mira con cara de niña vieja, se levanta lentamente y, una vez en pie, abre sobre la cabeza calva el arco de sus piernas. Antes de que ni siquiera puedas regodearte, tu putita decide flexionarlas muy despacio para sentarse sobre ti, sobre tu conciencia empalmada y tú, Bot, el amo, triunfas de nuevo, en un repunte de la deuda, entre gemidos primates y espasmos fingidos porque la amiguita cabalga sobre el poder y tal parece que flotase a horcajadas en la pequeña galerna de espuma y agua burbujeante que ha provocado el vaivén de las caderas, a las que te aferras como si te fuese la vida en ello.
En unos pocos segundos Vivian escucharía un leve gemido, casi miserable, amorrado a su oído, parecido al chillido de un silbato sin garbanzo, que pondría fin al coito acuático. Entonces, las manos del banquero resbalarían entre los costados, arribarían paralelas a la cintura y desde ahí, en peso muerto, caerían, y se hundirían exhaustas hasta yacer, arrugadas, en el fondo inseminado de la bañera, donde descansarían igual que un par de poderosos calamares.
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Mientras, descuidado, igual que un rey en sus dominios, le guiñas a Vivian, y dejas que el político hable y hable, jure y perjure. Entonces, para azuzar tu impaciencia, te regala una vertiginosa contorsión y en un instante ves su cuerpo joven, ligero y flexible curvarse hacia atrás en un pinopuente excelso, gracias al cual puedes admirar, en todo su esplendor, el manantial de vello encarnado del que mana agua en cascada hacia la espesa capa blanquecina de espuma aromática, que hace ya unos minutos deberías haber roto con tu presencia.
Aun así, a pesar de la proximidad de la tentación, en ningún momento pierdes la compostura, ni el temple, ni la firmeza; todo en ti es sobriedad, sangre fría y paciencia. Ese el secreto, la paciencia, las ideas claras y no perder nunca la perspectiva. Así es que le dices al presidente que no se preocupe, que harás lo que puedas, que lo estudiarás y que cuando tengas todos los datos en la mano te lo pensarás y tomarás una decisión. Mira, es que ahora me coges en mal momento porque tengo que atender un asunto que si sale bien todos sacaremos provecho; pero repito, amigo, no te preocupes más de la cuenta; lo de las pensiones tiene fácil arreglo; solamente tenemos que ser todos, insisto, todos, un poco audaces y… oye: una cosa por la otra.
Vivian no pierde la sonrisa, y sigue jugando, traviesa frente a ti, el amo. Ahora, el dedo que hace apenas unos minutos te reclamaba en el jacuzzi, acaricia superficialmente la línea vertical de su sexo, que emerge y se sumerge a voluntad, velándose y revelándose en breves intervalos caprichosos entre el agua y las burbujas del baño. Tu putita exclusiva, de nombre cinematográfico, es lo suficientemente zalamera para sumar a ese reclamo irresistible el lanzamiento de unos cuantos besitos al aire, que a ti te suenan igual que un billete nuevo de cinco euros cuando se arruga.
A pesar de todo, el presidente insiste en alargar la conversación, y persiste con alguna idea, con algún detalle que le preocupa. De modo que, con el paso de los minutos, poco a poco, sin que te des cuenta, la estancia se ha ido llenando de vapor, de una neblina densa que empaña el espejo. Le devuelves a Vivian el detalle de los besitos con un guiño varonil, el guiño clásico de Bot. Ya ni escuchas lo que te dicen por teléfono. Todo son intrascendencias, el interés general y cosas así. Te vuelves hacia el espejo para observarte de perfil, para gozar con la visión de ti mismo, de tu planta, de la rotundidad de tu virilidad, pero el vaho no te lo permite, y por eso alargas la mano y limpias el espejo, y ves en el claro que ha dejado la señal del brochazo de los dedos, la cabeza calva, las arrugas de la frente y debajo de ellas las cejas espesas, compactas, casi salvajes, que preludian la pobreza de escrúpulos en los ojos, el retrato nebuloso del poder.
Satisfecho de ti mismo, de tu estilo, de la voz grave y mesurada, y de la célebre capacidad para tomar decisiones -incluso en las más insospechadas situaciones- crees que ha llegado el momento de despachar al interlocutor con un par de frases, igual que haría el padre agobiado ante la premura del vástago al que se quita de encima con dos golpecitos en la espalda: una buena manera de decir, mira, deja de tocarme los cojones.
Llamas a Jaime, le devuelves el celular y ya libre de toda molestia, notas que la sangre empieza a fluir enérgica, engordando las cavernas de tu polla para constatar, pocos segundos después, una nueva y excelente erección, sensiblemente más consistente que la de ayer a esta misma hora.
Te metes en la bañera y, antes de posar el culo sobre el fondo, la muchacha ya te atrapa entre sus muslos y te atrae. Le besas las tetas como si pasases hambre. Se las coges con las manos abiertas, ligeramente arqueadas, en diez ganchos prensiles. (Estas cosas se hacen así, como un hombre, como los osos en celo.)
Sabia y experta, la joven y hermosa meretriz a la que solamente tú te follas, posa las uñas encarnadas sobre tu pecho peludo y te aparta levemente en un gesto casi imperceptible, lo suficiente como para que sepas que debes dejarte hacer. Te mira con cara de niña vieja, se levanta lentamente y, una vez en pie, abre sobre la cabeza calva el arco de sus piernas. Antes de que ni siquiera puedas regodearte, tu putita decide flexionarlas muy despacio para sentarse sobre ti, sobre tu conciencia empalmada y tú, Bot, el amo, triunfas de nuevo, en un repunte de la deuda, entre gemidos primates y espasmos fingidos porque la amiguita cabalga sobre el poder y tal parece que flotase a horcajadas en la pequeña galerna de espuma y agua burbujeante que ha provocado el vaivén de las caderas, a las que te aferras como si te fuese la vida en ello.
En unos pocos segundos Vivian escucharía un leve gemido, casi miserable, amorrado a su oído, parecido al chillido de un silbato sin garbanzo, que pondría fin al coito acuático. Entonces, las manos del banquero resbalarían entre los costados, arribarían paralelas a la cintura y desde ahí, en peso muerto, caerían, y se hundirían exhaustas hasta yacer, arrugadas, en el fondo inseminado de la bañera, donde descansarían igual que un par de poderosos calamares.
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