Ocurrió en el reciente día de
Sant Jordi. Decidí participar en un concurso de Tweets a través de mi cuenta
exigua, famélica, indolente: @habladorXXI. Se trataba de enviar los consabidos
mensajes breves, pero éstos debían estar relacionados con la literatura o con los libros. Para
ganar no era necesario ser ingenioso, ni si quiera medianamente vulgar, porque
los organizadores numeraban los tweets y al finalizar el plazo establecido
sorteaban seis lotes de libros y un e-book entre todos los participantes, de
modo que, más que un concurso de tweets, el certamen en cuestión no era más que
una rifa de libros, original, eso sí, con un motivo más que honroso.
De hecho, a
mi me pareció una buena iniciativa y participar se me antojaba una idea más que
rentable ya que por una mínima inversión de ciento cuarenta letras podría llegar a ganar
esa misma cantidad elevada a la vigésima potencia. Ríete tu de los fondos
buitre o de los bonos del Tesoro.
El primer
mensaje que twiteé fue el más trabajado. Se me ocurrió unir dos
inicios breves de novelas célebres y escribí
¿Encontraría a la Maga en la
heroica ciudad que dormía la siesta?
Y me pareció bien, y a los organizadores
también, porque no tardaron ni un cuarto de hora en retwitearlo, lo cual no
significaba que tenía más posibilidades de percibir premio alguno. Sin embargo
mi vanidad se infló, lo cual me animó a seguir conectado. De manera que apoyé
los codos sobre la mesa y empecé a devanarme los sesos por ver si tirando de la misma fórmula surgía otro
enlace sugerente, feliz, o como mínimo ocurrente. Trascurridos cinco minutos
todo esfuerzo fue en vano. Estuve tentado a ubicar a La Maga en un lugar de La Mancha. Menos mal
que renuncié a tiempo. Me invadió tal sensación de vergüenza que en última
instancia borré el mensaje que ya había mecanografiado y que ya estaba apunto
en la parilla de salida.
Cuando uno
anda trasteando en las redes sociales se contagia de una urgencia extraña, un
sentido de la inmediatez que obliga a pensar rápido y sin el sosiego necesario
como para poder transmitir reflexiones y pensamientos elaborados. Prima la
urgencia, la ocurrencia, y la detonación explosiva. Todo se traduce a una
chispa con capacidad para iluminar brevemente un espacio. Después todo vuelve a
ser oscuro, y en la sucesión de fogonazos a lo sumo se obtiene una imagen
construida a base de flashes que generan una visión epiléptica de la realidad.
La cosa es
que esa tarde de Sant Jordi, a pesar de lo suculento de la bolsa; a pesar de
que a fuerza de apretar los dientes casi me sangraban las encías, no había
manera de alumbrar unas cuantas palabras con un mínimo de coherencia, gracia y
originalidad. Quería enviar cuantos más tweets mejor con el fin de contar con
las máximas posibilidades en el sorteo, pero no se me ocurría nada. Hasta que
di con la clave. ¿Cuántos inicios de novelas hay que contengan,
aproximadamente, ciento cuarenta caracteres?. Un buen puñado, los suficientes como para
enviar unos cuantos tweets que aumentasen mis posibilidades en la rifa.
Me puse manos
a la obra. Durante unos minutos me invadió la famosa fiebre twitera y sin pausa,
uno tras otro, empecé a redactar los siguientes mensajes:
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis
entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta
Muchosañosdespués,frentealpelotóndefusilamiento,elcoronelABhabíaderecordaraquellatarderemotaenquesupadrelollevóaconocerelhielo
Vine a Madrid a matar a un hombre al que no
conocía
El día en que lo iban a matar,Santiago
Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba
el obispo
VineaComalaporquemedijeronqueacávivíamipadre,untalPedro
Páramo.Mimadremelodijo.Yoleprometíquevendríaaverloencuantoellallamuriera
Una mañana, al despertar de un sueño
intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en insecto
monstruoso.
Llamadme Ishmael
Había enviado
siete tweets, y con el primero hacían ocho. No me parecieron suficientes. La comunidad
había respondido muy bien a la convocatoria y unos y otros twiteaban a brazo
partido, sin descanso. La mayor parte de los mensajes eran del tipo:
Borges,
porque me abrió un mundo de posibilidades
El mundo amarillo, de Albert Espinosa, o
Tren de
noche, de Martin Amis, porque no me canso nunca de leerla.
Es decir, los
participantes se limitaban a nombrar una obra que les había gustado y a
explicar brevemente la razón. A mí me pareció una manera un tanto insulsa de concursar,
de manera que, quizá con la esperanza de que los organizadores volviesen a
retuitearme, pensé en provocar, por ver si era capaz de generar cierta una
corriente crítica. Ni corto ni perezoso escribí:
¿Qué habrán leído en sus vidas Bárcenas, Rajoy, Mas,Pujol,
Blesa,Espe,Borbón, Botín,Fainé,Rato... y demás piratas ibéricos ?
Y no pasó nada. Los mensajes se sucedían, uno
tras otro, y los participantes seguían dando cuenta de sus lecturas favoritas,
sin más. Hasta que de un modo extraño, sin pensar, sin proponérmelo, desde la oscuridad
ignota de alguna cueva, del pozo sin fondo que habita en el centro interno del
cerebro, surgió una frase que hasta hoy anda poniéndome a prueba, porque desde
entonces no hay día que no la repita mentalmente y la manosee, o la declame, la
escriba, y leyéndola broten los pensamientos más locos y estrafalarios que se me hayan podido ocurrir en mucho
tiempo.
Hubo un
tiempo en que me dio por leer “Magnitud imaginaria” de Stanislav Lem, y compré y leí
también la ‘Trilogía involuntaria’ de Mario Levbrero, "Ferdydurke" de Gombrobicz, además de “El
juguete rabioso” y “Los siete locos” de Roberto Arlt. Inmediatamente achaqué a
éstos libros la obsesión irracional que me estaba provocando la frase. A pesar
de que no había entendido la mayor parte de sus páginas, siempre he sabido que el hecho de haberlos leído me acarrearía a
la postre, en un momento u otro de la
vida, serias consecuencias. Y por fin llegó el momento, constatado a
través de la revelación de la que fui objeto gracias a un intrascendente
concurso. Porque, insisto, sin yo proponérmelo, escribí y twuiteé para
el sorteo, como un sonámbulo, como un zombie bajo los efectos del polvo funesto
lo siguiente:
“Imagino un mundo sin libros y sin letras,
pero con palabras. O sea, esto mismo no podría escribirlo, aunque podría
decirlo.”
Estos ciento veintidós caracteres
me van costar la vida. De momento me quitan el sueño, apenas como, no le encuentro
gusto al vino, he dejado de masturbarme
en la ducha y me tienen que explicar muy despacio la trama de “Cuéntame cómo pasó”. Todos y cada
uno de los minutos en los que no estoy ocupado los invierto en especular sobre su significado, sobre sus
consecuencias, sobre las ramificaciones que pueden crecer y ocupar como una
hiedra maligna cada una de las dendritas de mis neuronas. He llegado a
imaginar, por ejemplo, un mundo sin ficción, sin novelas, ni poemas, ni
historias, porque sin letras ya no hay memoria, y sin memoria no hay cuentos,
ni historia, ni nada que contar, verdadero o falso.
Voy más allá
de Farenheit 451, la novela de Ray Bradbury en la que un gobierno global quema
y prohíbe toda publicación. De lo que hablo es de la imposibilidad intelectual
y técnica de escribir. De la hipótesis de una humanidad que jamás ha conocido
el signo de la palabra gráfica estampado en cualesquiera que sean los soportes y
cuyos congéneres no han dispuesto más
que de la oralidad para comunicarse a lo largo de los siglos y de los siglos de
su Historia. Siguiendo este hilo he concluido -no sé si de un modo demasiado ingenuo-
que de vivir en un mundo como ése seríamos más sinceros; que mentir se haría
realmente difícil y por tanto nos relacionaríamos de un modo más solidario, más
amable, más confiado y en consecuencia seríamos capaces de gobernarnos con mayores dosis de justicia.
Pero al momento me digo que no, que las palabras se las lleva el viento y que
cuando algo está escrito, escrito está, y no hay nadie que lo pueda refutar,
aunque al fin y al cabo también se trate de palabras que del mismo modo que se
proponen se desmienten, se revocan o se traicionan...
Hace algunos
años me invitaron muy amablemente a una
cena a la que asistían profesores universitarios y críticos literarios. A la
reunión asistió también un escritor ya consolidado, de amplia y reconocida
trayectoria, y otro novelista, no tan conocido, más joven y con todo un camino
de promesas por delante. Yo estaba encantado de estar allí, tan cerca del
primero, codo a codo con uno de los apellidos con los que se ha construido la literatura española
contemporánea, compartiendo vino, tiempo y conversación. Sin embargo quien se
convirtió en el centro de la reunión fue el joven. De todo lo que dijo aquella
noche recuerdo algunas maldades con respecto a otros colegas, o chismes
editoriales de lo más variados y suculentos, pero lo que mejor recuerdo es una anécdota que el prometedor novelista dejó caer como si tal cosa y que me dejó perplejo. Resulta que hacía apenas
unas semanas había finalizado la redacción de su última novela y cuando ya la
tenía a punto para enviársela al editor se le fundió el disco duro y cerca de
cuatrocientas páginas se perdieron para siempre en el limbo del silicio. Creo que exclamé
impresionado “¡Joder, menuda putada!”, que era lo que el autor esperaba que
alguien dijese porque, a continuación, con toda la flema y parsimonia de que
fue capaz de exhibir, después de beber un sorbo de vino, aseguró ante toda concurrencia que el
accidente no le preocupaba en absoluto ya que la obra, el mundo que él había creado, los
personajes y sus vicisitudes, vivían en su cabeza, y que estaba absolutamente seguro de que en dos o tres sentadas
podría volver a redactarla sin ningún problema, palabra a palabra, igual que la
primera que perdió, víctima de una memoria defectuosa.
Y yo aquí sigo, dándole vueltas a ciento cuarenta letras: que si
la mentira o la verdad; que si la
memoria o la oralidad; que si la ficción o el fin de la Historia. Y lo que es
peor, sin premio, cada día un poco más viejo. Estoy por reescribir el Quijote,
igual que Pierre Menard, pero con la ayuda de Funes y a golpe de tweets.