martes, 29 de abril de 2014

Una mala inversión


Ocurrió en el reciente día de Sant Jordi. Decidí participar en un concurso de Tweets a través de mi cuenta exigua, famélica, indolente: @habladorXXI. Se trataba de enviar los consabidos mensajes breves, pero éstos debían estar relacionados con la literatura o con los libros. Para ganar no era necesario ser ingenioso, ni si quiera medianamente vulgar, porque los organizadores numeraban los tweets y al finalizar el plazo establecido sorteaban seis lotes de libros y un e-book entre todos los participantes, de modo que, más que un concurso de tweets, el certamen en cuestión no era más que una rifa de libros, original, eso sí, con un motivo más que honroso.
De hecho, a mi me pareció una buena iniciativa y participar se me antojaba una idea más que rentable ya que por una mínima inversión de ciento cuarenta letras podría llegar a ganar esa misma cantidad elevada a la vigésima potencia. Ríete tu de los fondos buitre o de los bonos del Tesoro.
El primer mensaje que twiteé fue el más trabajado. Se me ocurrió unir dos inicios breves de novelas célebres y escribí
¿Encontraría a la Maga en la heroica ciudad que dormía la siesta?
Y me pareció bien, y a los organizadores también, porque no tardaron ni un cuarto de hora en retwitearlo, lo cual no significaba que tenía más posibilidades de percibir premio alguno. Sin embargo mi vanidad se infló, lo cual me animó a seguir conectado. De manera que apoyé los codos sobre la mesa y empecé a devanarme los sesos por ver si  tirando de la misma fórmula surgía otro enlace sugerente, feliz, o como mínimo ocurrente. Trascurridos cinco minutos todo esfuerzo fue en vano. Estuve tentado a ubicar  a La Maga en un lugar de La Mancha. Menos mal que renuncié a tiempo. Me invadió tal sensación de vergüenza que en última instancia borré el mensaje que ya había mecanografiado y que ya estaba apunto en la parilla de salida.
Cuando uno anda trasteando en las redes sociales se contagia de una urgencia extraña, un sentido de la inmediatez que obliga a pensar rápido y sin el sosiego necesario como para poder transmitir reflexiones y pensamientos elaborados. Prima la urgencia, la ocurrencia, y la detonación explosiva. Todo se traduce a una chispa con capacidad para iluminar brevemente un espacio. Después todo vuelve a ser oscuro, y en la sucesión de fogonazos a lo sumo se obtiene una imagen construida a base de flashes que generan una visión epiléptica de la realidad.
La cosa es que esa tarde de Sant Jordi, a pesar de lo suculento de la bolsa; a pesar de que a fuerza de apretar los dientes casi me sangraban las encías, no había manera de alumbrar unas cuantas palabras con un mínimo de coherencia, gracia y originalidad. Quería enviar cuantos más tweets mejor con el fin de contar con las máximas posibilidades en el sorteo, pero no se me ocurría nada. Hasta que di con la clave. ¿Cuántos inicios de novelas hay que contengan, aproximadamente, ciento cuarenta caracteres?. Un buen puñado, los suficientes como para enviar unos cuantos tweets que aumentasen mis posibilidades en la rifa.
Me puse manos a la obra. Durante unos minutos me invadió la famosa fiebre twitera y sin pausa, uno tras otro, empecé a redactar los siguientes mensajes:
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta
Muchosañosdespués,frentealpelotóndefusilamiento,elcoronelABhabíaderecordaraquellatarderemotaenquesupadrelollevóaconocerelhielo
Vine a Madrid a matar a un hombre al que no conocía
El día en que lo iban a matar,Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo
VineaComalaporquemedijeronqueacávivíamipadre,untalPedro Páramo.Mimadremelodijo.Yoleprometíquevendríaaverloencuantoellallamuriera
Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en insecto monstruoso.
Llamadme Ishmael
Había enviado siete tweets, y con el primero hacían ocho. No me parecieron suficientes. La comunidad había respondido muy bien a la convocatoria y unos y otros twiteaban a brazo partido, sin descanso. La mayor parte de los mensajes eran del tipo:
Borges, porque me abrió un mundo de posibilidades
 El mundo amarillo, de Albert Espinosa, o
Tren de noche, de Martin Amis, porque no me canso nunca de leerla.
Es decir, los participantes se limitaban a nombrar una obra que les había gustado y a explicar brevemente la razón. A mí me pareció una manera un tanto insulsa de concursar, de manera que, quizá con la esperanza de que los organizadores volviesen a retuitearme, pensé en provocar, por ver si era capaz de generar cierta una corriente crítica. Ni corto ni perezoso escribí:
¿Qué habrán leído en sus vidas Bárcenas, Rajoy, Mas,Pujol, Blesa,Espe,Borbón, Botín,Fainé,Rato... y demás piratas ibéricos ?
Y no pasó nada. Los mensajes se sucedían, uno tras otro, y los participantes seguían dando cuenta de sus lecturas favoritas, sin más. Hasta que de un modo extraño, sin pensar, sin proponérmelo, desde la oscuridad ignota de alguna cueva, del pozo sin fondo que habita en el centro interno del cerebro, surgió una frase que hasta hoy anda poniéndome a prueba, porque desde entonces no hay día que no la repita mentalmente y la manosee, o la declame, la escriba, y leyéndola broten los pensamientos más locos y estrafalarios  que se me hayan podido ocurrir en mucho tiempo.
Hubo un tiempo en que me dio por leer  “Magnitud imaginaria” de Stanislav Lem, y compré y leí también la ‘Trilogía involuntaria’ de Mario Levbrero,  "Ferdydurke" de Gombrobicz, además de “El juguete rabioso” y “Los siete locos” de Roberto Arlt. Inmediatamente achaqué a éstos libros la obsesión irracional que me estaba provocando la frase. A pesar de que no había entendido la mayor parte de sus páginas, siempre he sabido  que el hecho de haberlos leído me acarrearía a la postre, en un momento u otro de la  vida, serias consecuencias. Y por fin llegó el momento, constatado a través de la revelación de la que fui objeto gracias a un intrascendente concurso.  Porque, insisto,  sin yo proponérmelo, escribí y twuiteé para el sorteo, como un sonámbulo, como un zombie bajo los efectos del polvo funesto lo siguiente:
“Imagino un mundo sin libros y sin letras, pero con palabras. O sea, esto mismo no podría escribirlo, aunque podría decirlo.”
Estos ciento veintidós caracteres me van costar la vida. De momento me quitan el sueño, apenas como, no le encuentro gusto al vino,  he dejado de masturbarme en la ducha y me tienen que explicar muy despacio  la trama de “Cuéntame cómo pasó”. Todos y cada uno de los minutos en los que no estoy ocupado los invierto en  especular sobre su significado, sobre sus consecuencias, sobre las ramificaciones que pueden crecer y ocupar como una hiedra maligna cada una de las dendritas de mis neuronas. He llegado a imaginar, por ejemplo, un mundo sin ficción, sin novelas, ni poemas, ni historias, porque sin letras ya no hay memoria, y sin memoria no hay cuentos, ni historia, ni nada que contar, verdadero o falso.
Voy más allá de Farenheit 451, la novela de Ray Bradbury en la que un gobierno global quema y prohíbe toda publicación. De lo que hablo es de la imposibilidad intelectual y técnica de escribir. De la hipótesis de una humanidad que jamás ha conocido el signo de la palabra gráfica estampado en cualesquiera que sean los soportes y cuyos congéneres no han dispuesto  más que de la oralidad para comunicarse a lo largo de los siglos y de los siglos de su Historia. Siguiendo este hilo he concluido -no sé si de un modo demasiado ingenuo- que de vivir en un mundo como ése seríamos más sinceros; que mentir se haría realmente difícil y por tanto nos relacionaríamos de un modo más solidario, más amable, más confiado y en consecuencia seríamos capaces de  gobernarnos con mayores dosis de justicia. Pero al momento me digo que no, que las palabras se las lleva el viento y que cuando algo está escrito, escrito está, y no hay nadie que lo pueda refutar, aunque al fin y al cabo también se trate de palabras que del mismo modo que se proponen se desmienten, se revocan o se traicionan...
Hace algunos años me invitaron muy amablemente  a una cena a la que asistían profesores universitarios y críticos literarios. A la reunión asistió también un escritor ya consolidado, de amplia y reconocida trayectoria, y otro novelista, no tan conocido, más joven y con todo un camino de promesas por delante. Yo estaba encantado de estar allí, tan cerca del primero, codo a codo con uno de los apellidos con los que  se ha construido la literatura española contemporánea, compartiendo vino, tiempo y conversación. Sin embargo quien se convirtió en el centro de la reunión fue el joven. De todo lo que dijo aquella noche recuerdo algunas maldades con respecto a otros colegas, o chismes editoriales de lo más variados y suculentos, pero lo que mejor recuerdo es una anécdota que el prometedor novelista dejó caer como si tal cosa y  que me dejó perplejo. Resulta que hacía apenas unas semanas había finalizado la redacción de su última novela y cuando ya la tenía a punto para enviársela al editor se le fundió el disco duro y cerca de cuatrocientas páginas se perdieron para siempre en el limbo del silicio. Creo que exclamé impresionado “¡Joder, menuda putada!”, que era lo que el autor esperaba que alguien dijese porque, a continuación, con toda la flema y parsimonia de que fue capaz de exhibir, después de beber un sorbo de vino, aseguró ante toda concurrencia que el accidente no le preocupaba en absoluto ya que  la obra, el mundo que él había creado, los personajes y sus vicisitudes, vivían en su cabeza, y que  estaba absolutamente seguro de que en dos o tres sentadas podría volver a redactarla sin ningún problema, palabra a palabra, igual que la primera que perdió, víctima de una memoria defectuosa.
Y yo aquí sigo, dándole vueltas a ciento cuarenta letras: que si la mentira o la verdad;  que si la memoria o la oralidad; que si la ficción o el fin de la Historia. Y lo que es peor, sin premio, cada día un poco más viejo. Estoy por reescribir el Quijote, igual que Pierre Menard, pero con la ayuda de Funes  y a golpe de tweets.

jueves, 17 de abril de 2014

Por mi parte




"Luchar por una patria es luchar por una cuna y un ataúd, es ridículo y falso, huele a excusa podrida"
Rejèan Ducharme en "El valle de los avasallados"
 

Por mi parte -catalán de nacimiento- respecto del llamado proceso de independencia de Catalunya, diría que ya está bien; diría que nos vayan dejando en paz, de una vez, toda esta colla de políticos pantagruélicos, de barriga eclesiástica y micropene porcino, representantes de la peor burguesía que haya conocida Iberia,  racista, avara, engolada y prepotente, a la que siguen, como a un flautista pederasta, señores y plebeyos, ricos y pobres,  dependientas y mecánicos, banqueros y cajeros, maestros y estudiantes… una legión humana, ciega y transversal,  arrastrada por banderas ajenas, lenguas exclusivas, intereses corruptos hacia la nada nacional, hacia leyendas medievales, arcanos gloriosos, recuerdos monárquicos, esclavitudes de gleba reconvertidas en república independiente  en aras de la construcción de un país propiedad de 100 familias (ondee la bandera que ondee)  para las que  trabajan los tontos útiles que se llaman izquierda de verdad, obreros, revolucionarios, ecologistas, y una mierda para ellos, y una mierda para ellos que deberían salir de su Parlament y liderar la revuelta, la revuelta de la gente pobre, del millón de parados, de los niños que pasan hambre, de los jóvenes que no trabajan, de los indignados ante tanta podredumbre que sus eminencias parlamentarias, regordetes de sí mismos, geminados y almizclados, gangsters,  padrinos  mafiosos, Borgias demócratas,  mamporreros financieros de la peor calaña y especie pretenden aromatizar con una senyera estelada tramposa la sangre que nunca derramaron, la estrella que ha robado en aquellos trapos nuestros mal pintados ondeando al viento- entre humo, dolor y olor a carne humana, carne de cañón- que simbolizaron no hace mucho la libertad de los pueblos con la que, a la mínima oportunidad, se limpiarán el culo cuando cese la diarrea y nuevamente puedan saquear, una vez más, a quienes dicen liderar mientras los tontos útiles de siempre arrastrarán su vientre en el pasillo bruñido, ajedrezado, por donde caminarán arrogantes sobre sus estúpidas espaldas- cual alfombras de la historia en las que se deposita el barro del camino- las huellas del engaño, el testimonio sucio e indeleble de su paso por la Tierra. 

No es obsesión, es hartazgo; no es animadversión, es un grito de defensa; no es españolismo, es conciencia de clase; no es imperialismo, es antirracismo;  no es centralismo, es lucidez; no es anti patriotismo, es revolución; no es anti catalanismo, es anti impunidad; no es idioma, es lenguaje; no es cultura, es educación; no soy jacobino, soy Sans Coulotte.

viernes, 11 de abril de 2014

Jariguay



Tengo entendido que Marcel Proust dio con la clave de su destino literario -y por tanto personal- cuando mojó un bollo en el té humeante de su taza durmiente. El aroma y el sabor  le llevaron en volandas hacia la creación de una de las obras capitales de la literatura occidental, inaugurando además una técnica narrativa que  utilizarían profusamente los autores posteriores.

Este quizá sea uno de los inicios más sosos y comunes que yo haya sido capaz de escribir, pero no me ha quedado más remedio; necesitaba hacerlo así para situar un poco mis dudas. Y es que de la misma manera que nadie conoce la naturaleza real del bicho en el que aquella mañana aciaga Gregorio Samsa se transforma, pocos saben a ciencia cierta si lo que mojaba el narrador  de “Por el camino de Swann” en el té de su burguesa infancia apacible era, literal y concretamente,  una magdalena, un bollo o un sucedáneo de ambos horneado a la manera de Combray.

La cosa es que mientras Proust se devanaba los sesos intentando hallar un motivo que espolease su potencia creativa y le revelase el objetivo de su vocación y de su talento, el aroma del té y el sabor del dulce actuaron  de estímulo definitivo, de chispa creativa que desencadenó la escritura de una obra monumental compuesta por siete libros que desde hoy mismo me propongo leer, uno tras otro, pacientemente, que ya va siendo hora. 

Siempre he pensado que ese famoso pastelito  liberador, capaz de explosionar la memoria de toda una vida y desencadenar las evocaciones  del autor alumbrando un narrador eterno, y que ha sido capaz de engendrar una obra tan universalmente  influyente,  es muy parecido a la agonía de los hombres: ese momento de lucidez íntima, previo al último suspiro, en el que aparecen mágicamente, diáfanos, con una luminosidad asombrosa, los recuerdos y las vivencias esenciales que han forjado nuestra existencia. 

Los escritores frustrados como yo, vírgenes editoriales (electrónicos y celulósicos),  quienes muy probablemente mantendremos la castidad y  la pureza  hasta el último día de nuestras vidas, buscamos con verdaderas ansias, angustia  y  obsesión nuestra primera vez, nuestro ‘momento magdalena’, bollo o lo que quiera que sea que provocase en Proust tamañas consecuencias; algún desencadenante en nuestra estéril sesera, instigador de la fiebre creadora que nos eleve a los altares del Parnaso póstumo o, sencilla y llanamente, a la estantería más alta de una librería. 

El otro día creí por fin se hacía justicia. Por un instante feliz y dichoso albergué la esperanza de que lo que me estaba  ocurriendo era, ni más ni menos, que una variante contemporánea de la celebérrima y deseada magdalena de Proust.

Comía opíparamente en mi masía de cabecera carne a la brasa, pan con tomate y all i oli  casero. Era viernes. Los viernes, si puedo, me regalo un premio: almuerzo como un señor y bebo como me gusta beber, como un plebeyo, en porrón. Siempre pido vino tinto de la tierra, a granel, del que tiñe los labios, refresca el gaznate y enciende la mente. Cuando el camarero lo deja sobre la mesa examino la anchura del orificio. Esto es sumamente importante porque para disfrutar plenamente  de cada trago es fundamental un escancie adecuado, precipitando el vino en parábola libre hacia la boca gracias al ángulo brazo-antebrazo, que no debe ser inferior a los 45 grados ni superior a los 90. Del mismo modo, el pitorro no debe ser ni demasiado ancho ni demasiado estrecho. Si veo que el diámetro del agujero es el correcto procedo a empuñar el tubo decantador, lo levanto, lo inclino y entonces, cuando el líquido se precipita hacia mi boca, lo que realmente me gusta hacer es alargar y acortar a mi antojo el chorro púrpura  y dejar que vaya cayendo, un poco directamente dentro de mi boca, y otro poco sobre la comisura del labio superior, para que después se vaya deslizando hacia la lengua y goce al mismo tiempo del aroma y del sabor. Esta técnica tan depurada es muy arriesgada para los legos y también para los cobardes, que beben en vaso por no aventurarse a  una mancha. Yo jamás me mancho. Llegar al virtuosismo del que alardeo me ha costado muchas heridas en la pechera. Riesgo y audacia, éstos son los tres requisitos, pero sobre todo, una vocación temprana hacia las tabernas.

Creo que la primera vez que bebí en porrón tendría unos 11 años. Un tío mío nos llevaba a mí,  a mi hermano y a mis primos  a una tasca después de ayudarle (o de molestarle) a acarrear el forraje que comían sus vacas durante los veranos que pasábamos en el pueblo. Él pedía cerveza y para nosotros un porrón colectivo de jariguay, un refresco carbónico de naranja, barato barato, que no llegaba a la categoría de una Fanta pero con pretensiones de Mirinda. Durante los meses de julio y agosto de aquel año tomé tanto jariguay en porrón que me convertí en un virtuoso precoz del comprometido arte del chorro controlado. 

Una de los grandes placeres del porrón consiste en ver precipitarse el morapio desde el pitón mientras uno bebe. Esta costumbre, además, es muy útil, porque permite concentrar toda la atención. Sin embargo, hace unos días -no sé bien por qué motivo- olvidé por un momento el vino y alcé la mirada más allá, hacia el cielo, hacia  la boca decantadora, hacia  la abertura de la empuñadura por donde se llena el recipiente y entonces, durante unos segundos, mientras tragaba tinto, me llegaba en tropel el olor de la alfalfa recién segada;  aromas a bodega,  jamón y cecina curada al pimentón; fragancias evocadas de animal impregnadas en el sudor de la ropa; efluvios de tabaco negro, calor de alquitrán,  risas de críos y voces de hombres, tintineo de esquilas, tufo a boñiga, monedas estallando sobre el  mostrador, bromas procaces y un cansancio extraño,  reconfortante y agotador, que arrastrábamos durante todo el día pero que no nos impedía salir de casa nada más comer para caminar campos adentro, buscar nidos, lanzar piedras, trepar rocas, refugiarnos en nuestra cabaña de palos y fumarnos unos Jean a escondidas. 

Pensé que había llegado mi momento. Dejé el porrón sobre la mesa y esperé. Sin embargo, más allá de unas pocas sensaciones, no parecía que fuese a ocurrir nada extraordinario. Solamente se me ocurrió una estupidez, algo así como  que un porrón es la vida misma, lleno de jariguay en la infancia, de cerveza en la adolescencia, y de vino en la madurez. Terminé de comer, tomé café, y con el whisky concluí que casi lo mejor es desistir, seguir virgen, puro, ignorante y torpe en el deseo. Hay que ser muy francés para morir con un bollo, hay que beber demasiado para morir.

miércoles, 2 de abril de 2014

"El poeta y el pintor"


Desde que tengo memoria literaria hasta  justo la semana pasada he sentido siempre  una animadversión especial hacia Góngora. Nunca le he aguantado. Me ha resultado un tipo antipático, engolado, y presuntuoso. Una especie de pavo real del Siglo de Oro que ha mirado por encima de la capa a sus contemporáneos y  a los lectores que se han acercado a él a lo largo de la Historia.
Alguna mañana ya perdida de hace ahora 35 años  leí unos cuantos sonetos suyos. Al día siguiente leí algunos otros de Don Francisco de Quevedo, y enseguida me posicioné a favor de un de los dos en esa guerra que  ha sobrevivido a su existencia y que se ha venido manteniendo a lo largo de los siglos. Todo se debió a P.,  el  profesor de literatura de mi adolescencia,  un conceptista en ciernes de última hornada,  verdugo contemporáneo de culteranos, a quien se le atragantó tanto rubí, tanta hipérbaton y tanta belleza hiperbólica que surgía incontenible de la pluma del  poeta cordobés. Más tarde leí otras obras  de estos  dos monumentos de las letras hispanas, y esa lectura, algo más madura,  me reafirmó en mi preferencia por el autor de “El Buscón” en contra del compositor del “Polifemo”.
He de reconocer que las preferencias de mi guía espiritual  no se fundamentaban en argumentos literarios. P.  prefería a Don Francisco porque era un poco más cabrón que Don Luis; porque era más procaz; porque veía en su ingenio y en su maestría la misma acidez, el mismo cinismo, entre divertido, desapegado y canalla  con que él veía la vida. Sin embargo, la realidad de su predilección y de su tirria  era algo más mundana, porque a P., lo que de verdad le gustaba, además de la literatura, eran las mujeres, el vino, el juego, y todo lo que representase vicio, actividades todas muy del gusto de Don Francisco. Por si fuera poco, los poetas del 27, a los que se les metió en la cabeza deshumanizar el arte y huir de la cochambrosa realidad que tanto les necesitaba, escogieron a Góngora como oráculo y faro de sus caminos estéticos.
De modo que influenciado por ese punto de vista, en mí caló la representación mental de un  Quevedo rebelde, contracultural o contestatario. Por el contrario,  Góngora  sería ya para siempre el escritor del establishment, cortesano, chupalevitas, afín   al poder. Para explicarlo mejor: Quevedo era a  García Márquez lo que Góngora a  Vargas Llosa, y esta idea maniquea, tan poco fundamentada,  pero con la que he ido tirando tan ricamente, ha sobrevivido en mí hasta hace justo siete días, hasta que he leído “El poeta y el pintor”, la última novela de Ana Rodríguez Fischer, publicada nuevamente en la editorial Alfabia.
Al hilo del cuarto centenario de la muerte  de El Greco, Ana Rodríguez Fischer recrea un hipotético encuentro entre Luis de Góngora y Domenico Theotokopoulos en casa de éste último, en el Toledo de principios de siglo XVII, pocos años antes de su defunción. Ese es el planteamiento argumental de la novela, aunque hay que advertir que no estamos ante una novela histórica. Ni siquiera es una novela metaliteraria o  mera escusa para hablar sobre la obra de El Griego a rebufo de la conmemoración del 1614.
Lo primero que me ha llamado la atención de “El poeta y el pintor” es la figura del narrador, porque, aunque a primera vista parece que una sola voz omnisciente en tercera persona nos cuenta toda  la historia,  a medida que uno avanza en la lectura observa que esa voz se desdobla, como si produjese ecos que resuenan con el matiz adecuado para cada uno de los espacios y de los temas que se desarrollan: El sonido propio  de   la autora,  que parece haber sido testigo secreto del acontecimiento. La voz del poeta cordobés, que se desliza algunas veces dentro de la propia narración y se hace patente en los textos introductorios de cada capítulo.  Y , finalmente, la expresión de una suerte de cronista coetáneo, reportero de la actualidad toledana, rescatado  para la construcción de la novela, a quien ARF le asigna la tarea de atraer la atención del lector, dando cuenta de la atmósfera de la época, evocándonos  de manera prodigiosa anécdotas intercaladas,  el trasiego en los caminos, el ambiente de  las posadas; objetos domésticos, cachivaches, animales, herramientas, muebles y ropajes;  la vida en la calles y en las casas, habitadas y transitadas por personajes velazqueños, o cervantinos... El entramado social, en definitiva, de la España barroca a través de  deliciosos pasajes  narrados con una exuberante riqueza léxica y un conocimiento erudito y exhaustivo de los usos de la época.
Estas descripciones, además,  se mecen con un ritmo interno sumamente sugerente que nos traslada con su música al centro mismo del siglo XVII y a menudo adquieren un tono más lírico, en algún momento casi diría que romántico, como si la autora intercediese ante el narrador para no caer en el puro costumbrismo.
Y es que a veces, en momentos muy medidos,  ARF parece querer establecer equivalencias cromáticas y sensitivas con la paleta del pintor y al mismo tiempo encajar en ellas de un modo sutil la tonalidad o el carácter de toda una época: “Edificada sobre un cerro de granito que el Tajo abraza casi por completo, Toledo produce en el viajero una primera impresión extraña y oscura. […] Después los viajeros extienden su mirada más allá, donde se dibujan unas cimas azul oscuro entre las brumas del horizonte. [y…] vuelven a toparse con montes aún más elevados y ásperos que aquel en que se asienta la ciudad y que parecen oprimirla hasta el ahogo”.
Para disfrutar de otro de los atractivos de “El poeta y el pintor” tenemos que  estar dispuestos a   leer entre líneas, a dejarnos llevar noblemente, bravamente, por sutilezas críticas que nos tiende la autora asturiana  igual que el  torero le tiende el trapo al animal. La inercia de esa embestida  nos transporta de nuevo a nuestro siglo presente a través de escenas o anécdotas muy escogidas en las  que se dirimen a veces hechos de escandalosa actualidad. “Los puercos y el engaño siempre se llevan la mejor parte, y por eso se ve lo que se ve”, asevera El Greco  en conversación  con Góngora. “Crecen como las sombras a las declinaciones del sol”, responde Góngora. O también “Mas ¿do vuelas pluma mía?; / ¡tente, que vas desmandada; que haces mal en condenar / invencibles ignorancias”.
El corazón del libro se halla en los capítulos en los que se da cuenta de los instantes previos a  ese encuentro ucrónico que rige toda la obra  y  de  los minutos que pasan juntos los dos artistas.  ARF ha conseguido trasladarme  la inquietud de Góngora ante la expectativa cierta de hallarse ante  su admirado pintor, de manera que  un servidor y el  poeta  hemos compartido esa incertidumbre, la ilusión de un fan ante el encuentro inminente de su ídolo. Es aquí, en estas páginas, donde me da la sensación que la autora se deja ver tras la sombra de Góngora, detrás de su pasión por los libros,  y de la admiración rendida y sin concesiones hacia la obra de Doménico Thetokopoulos. Porque solo, o en compañía de El Greco, Góngora no pierde detalle de todo lo que halla en su estancia. Su curiosidad es irrefrenable y la avidez con que ausculta, revisa y revuelve pliegos, volúmenes y lienzos es propia de letraheridos desahuciados, de  alguien que ha renunciado a ocuparse del mundo para dedicar lo que le resta de vida al conocimiento, al cultivo de la mente y al disfrute de la belleza.
Por eso, por más que esas páginas inolvidables  contengan  todas las claves para poder entender la pintura de El Greco y lo que llegaron a significar sus osadías estéticas, “El poeta y el pintor” no es un libro que  solamente nos habla de arte, o de su función,  ni tan siquiera de dos figuras históricas de nuestra cultura. En “El poeta y el pintor” planea desde el principio hasta el final la nostalgia, la decadencia, el escepticismo, el oscurantismo,  la vileza del poder, y la incapacidad del pensamiento y de las artes para no provocar cambio alguno en el marasmo humano, sino más bien todo lo contrario, envidias, corruptelas y ambiciones. En definitiva,  el arte, la belleza y el conocimiento son, tan solo, y al final,  un refugio personal donde habitar lejos de ruidos y de mezquindad  porque “retirado en mi aldea […]  gozaré en dulce libertad, ajeno a embustes, envidias, pompas, pullas y soberbias. Con mis libros, haré cortos los días de mayo, y breves las noches de enero. Desde mis soledades, encararé una realidad de la que solo la poesía, con su fuerza, puede apoderarse, para hacerla más rica, más claras, más pura”.
¿Quién no se apunta a semejante plan? Yo el primero, aunque sea en compañía de Góngora.