Tengo entendido que Marcel Proust dio con la
clave de su destino literario -y por tanto personal- cuando mojó un bollo en el
té humeante de su taza durmiente. El aroma y el sabor le llevaron en volandas hacia la creación de
una de las obras capitales de la literatura occidental, inaugurando además una técnica narrativa que utilizarían profusamente los
autores posteriores.
Este quizá sea uno de los inicios más sosos y comunes
que yo haya sido capaz de escribir, pero no me ha quedado más remedio; necesitaba
hacerlo así para situar un poco mis dudas. Y es que de la misma manera que
nadie conoce la naturaleza real del bicho en el que aquella mañana aciaga Gregorio Samsa se transforma, pocos saben a ciencia cierta si lo que mojaba el narrador de “Por el camino de Swann” en el té de su
burguesa infancia apacible era, literal y concretamente, una magdalena, un bollo o un sucedáneo de ambos horneado a la manera de Combray.
La cosa es que mientras Proust se devanaba los
sesos intentando hallar un motivo que espolease su potencia creativa y le
revelase el objetivo de su vocación y de su talento, el aroma del té y el sabor
del dulce actuaron de estímulo
definitivo, de chispa creativa que desencadenó la escritura de una obra
monumental compuesta por siete libros que desde hoy mismo me propongo leer, uno
tras otro, pacientemente, que ya va siendo hora.
Siempre he pensado que ese famoso pastelito liberador, capaz de explosionar la memoria de
toda una vida y desencadenar las evocaciones del autor alumbrando un narrador eterno, y que
ha sido capaz de engendrar una obra tan universalmente influyente,
es muy parecido a la agonía de los hombres: ese momento de lucidez
íntima, previo al último suspiro, en el que aparecen mágicamente, diáfanos, con una luminosidad asombrosa, los recuerdos y
las vivencias esenciales que han forjado nuestra existencia.
Los escritores frustrados como yo, vírgenes
editoriales (electrónicos y celulósicos),
quienes muy probablemente mantendremos la castidad y la pureza
hasta el último día de nuestras vidas, buscamos con verdaderas ansias,
angustia y obsesión nuestra primera vez, nuestro ‘momento
magdalena’, bollo o lo que quiera que sea que provocase en Proust tamañas
consecuencias; algún desencadenante en nuestra estéril sesera, instigador de la
fiebre creadora que nos eleve a los altares del Parnaso póstumo o, sencilla y
llanamente, a la estantería más alta de una librería.
El otro día creí por fin se hacía justicia.
Por un instante feliz y dichoso albergué la esperanza de que lo que me
estaba ocurriendo era, ni más ni menos,
que una variante contemporánea de la celebérrima y deseada magdalena de Proust.
Comía opíparamente en mi masía de cabecera carne a la brasa, pan con tomate y all i oli casero. Era viernes. Los
viernes, si puedo, me regalo un premio: almuerzo como un señor y bebo como me
gusta beber, como un plebeyo, en porrón. Siempre pido vino tinto de la tierra,
a granel, del que tiñe los labios, refresca el gaznate y enciende la mente.
Cuando el camarero lo deja sobre la mesa examino la anchura del orificio. Esto
es sumamente importante porque para disfrutar plenamente de cada trago es fundamental un escancie adecuado, precipitando el vino en
parábola libre hacia la boca gracias al ángulo brazo-antebrazo, que no debe ser
inferior a los 45 grados ni superior a los 90. Del mismo modo, el pitorro no
debe ser ni demasiado ancho ni demasiado estrecho. Si veo que el diámetro del
agujero es el correcto procedo a empuñar el tubo decantador, lo levanto, lo
inclino y entonces, cuando el líquido se precipita hacia mi boca, lo que
realmente me gusta hacer es alargar y acortar a mi antojo el chorro púrpura y dejar que vaya cayendo, un poco directamente
dentro de mi boca, y otro poco sobre la comisura del labio superior, para que
después se vaya deslizando hacia la lengua y goce al mismo tiempo del aroma y del
sabor. Esta técnica tan depurada es muy arriesgada para los legos y también
para los cobardes, que beben en vaso por no aventurarse a una mancha. Yo jamás me mancho. Llegar al
virtuosismo del que alardeo me ha costado muchas heridas en la pechera. Riesgo
y audacia, éstos son los tres requisitos, pero sobre todo, una vocación
temprana hacia las tabernas.
Creo que la primera vez que bebí en porrón tendría
unos 11 años. Un tío mío nos llevaba a mí, a mi hermano y a mis primos a una tasca después de ayudarle (o de
molestarle) a acarrear el forraje que comían sus vacas durante los veranos que
pasábamos en el pueblo. Él pedía cerveza y para nosotros un porrón colectivo de
jariguay, un refresco carbónico de naranja, barato barato, que no llegaba a la
categoría de una Fanta pero con pretensiones de Mirinda. Durante los meses de julio
y agosto de aquel año tomé tanto jariguay en porrón que me convertí en un virtuoso
precoz del comprometido arte del chorro controlado.
Una de los grandes placeres del porrón
consiste en ver precipitarse el morapio desde el pitón mientras uno bebe. Esta
costumbre, además, es muy útil, porque permite concentrar toda la atención. Sin
embargo, hace unos días -no sé bien por qué motivo- olvidé por un momento el
vino y alcé la mirada más allá, hacia el cielo, hacia la boca decantadora, hacia la abertura de la empuñadura por donde se
llena el recipiente y entonces, durante unos segundos, mientras tragaba tinto,
me llegaba en tropel el olor de la alfalfa recién segada; aromas a bodega, jamón y cecina curada al pimentón; fragancias
evocadas de animal impregnadas en el sudor de la ropa; efluvios de tabaco negro,
calor de alquitrán, risas de críos y
voces de hombres, tintineo de esquilas, tufo a boñiga, monedas estallando sobre
el mostrador, bromas procaces y un cansancio
extraño, reconfortante y agotador, que arrastrábamos durante todo el día pero que no
nos impedía salir de casa nada más comer para caminar campos adentro, buscar
nidos, lanzar piedras, trepar rocas, refugiarnos en nuestra cabaña de palos y
fumarnos unos Jean a escondidas.
Pensé que había llegado mi momento. Dejé el
porrón sobre la mesa y esperé. Sin embargo, más allá de unas pocas sensaciones,
no parecía que fuese a ocurrir nada extraordinario. Solamente se me ocurrió una
estupidez, algo así como que un porrón
es la vida misma, lleno de jariguay en la infancia, de cerveza en la
adolescencia, y de vino en la madurez. Terminé de comer, tomé café, y con el whisky
concluí que casi lo mejor es desistir, seguir virgen, puro, ignorante y torpe en el deseo. Hay
que ser muy francés para morir con un bollo, hay que beber demasiado para
morir.
13 comentarios:
La pitusa. Gaseosa la pitusa, también se llamaba aquel bebedizo de color naranja butano, como el fondo del logo de blogger.
Me ha encantado Jariguay, me ha evocado mi juventud, muy diferente a la tuya, pero con una etnografía que se me ha grabado a fuego y que recuerdo con mucho cariño.
Escribes muy bien, así que no pierdas la esperanza de esa inspiración ansiada, la vida a veces es inesperada y de ahí su atractivo. Además, para mí, tu ya eres un escritor.
Un saludo,
Babe :)
¡La Pitusa! No recuerdo la marca, porque los mayores decían: ponerles un jariguay y que se callen. A mi me sabía a gloria. Como era muy carbónica y bebíamos muy deprisa, nos salían unos lagrimones como puños.
¡Besos, Belén!
Babe, muchas gracias por tus ánimos. No dejo de soñar. Quizá, algún día...
¡Abrazos!
Enhorabuena por la decisión de leer entera la gran obra de Proust, porque no deja de ser sintomático que todo el mundo mencione la dichosa magdalena mojada en té que aparece en el primer volumen por la página 20 o así y nadie mencione el genial episodio de la vidriera del tomo seis... Omo nadie recuerda la visita de don Quijote a la Barceloneta... adelante, te va a compensar
Un saludo
-¡Caray! ¿Una magdalena?
-Sí, Nicolas ha ido en un salto a la pastelería.
...me invadió un placer delicioso, aislado, sin noción de su causa.
[,,,] de dónde pdía venir esa paoderosa felicidad?
(Versión libre y abreviada de Lansky)
¡Ya los tengo! El librero ha puesto cara como de decir: ¡Menudo peso me he quitado de encima!.
Por eso, de momento, la felicidad es mía, de ver la caja con los 7 libros sobre el hueco que había reservado en la estantería.
Un saludo, Lansky
Si Proust hizo esos tomos con una magdalena, tú con un porrón de tinto seguro que haces más jajajjaja. Un abrazo.
Yo creo que a la magdalena le habían echado algo.
Pla escribía con el porrón al lado, a ver si se me pega algo ;)
Abrazos, Loli
¿Eres un escritor frustrado? ¿Por qué? No me parece que escribas mal, eso ya es un éxito. ¿O el "frustrado" está relacionado con la visibilidad social?
¡Coño Condón, tú por aquí! Sírvete
Si mi frustración estuviese relacionada con la visibilidad social, me habría metido a política, o habría opositado a Gran Hermano.
Tiene que ver con la incapacidad por crear un mundo habitado de criaturas que se desarrollan gracias a las palabras. Esa es mi frustración. Nada mejor que un Domingo de Ramos para confesar, aunque sea con el mismo diablo.
¡Salud!
Felicidades ¡ya tienes los libros!
O la has convencido, o se ha dejado convencer...
Lo mío era una Mirinda, que nos pagaba la abuela a Maite y a mí cuando la acompañábamos a comprar la lotería.
De Proust sólo conozco Un amor de Swann: me gustó pero recuerdo que necesité de gran acopio de concentración. No era fácil.
Besos, Ester
Jajajaja. Es que, amiga, 120€ euracos son 12 euracos. Cuestión de Estado en cualquier economía familiar.
Es verdad, Proust exige la máxima atención lectora. No se puede leer como quien lee un wasap ;)
¡¡Besos !!
Fantástica entrada. Me ha arrancado varias sonrisas y créeme, no es fácil. La frase de "hay que ser muy francés para morir con un bollo" genial.
Proust no me gusta. No voy a pedir excusas, pero espero que disfrutes mucho de tu lectura.
Lo estoy disfrutando, Roy.
Me encanta tenerte por aquí, y más todavía si te lo pasas bien.
¡Salud!
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