sábado, 24 de abril de 2010

Hope


En el atardecer tibio de ayer, junto al arroyo que serpenteaba confiado entre juncos, cintas y chopos, dos niños jugaban solos a saltar sobre el cauce estrecho y a mojarse chapoteando con las manos, hasta que de la tierna hierba verde escogieron dos ramas secas y decidieron lanzarlas a la corriente para competir por ver cuál de ellas llegaría la primera al meandro formado en un ligero desnivel que precipitaba el agua a una pequeñísima catarata, persiguiéndolas, corriendo, bordeando la orilla, empujándose y riendo escandalosos mientras sus dos bicicletas descansaban tumbadas, descuidadas, un centenar de metros ribera arriba.

Vuelvo mañana

lunes, 19 de abril de 2010

La mitad del mundo (O de los días y la vida)


Cuando se hace un largo viaje en tren el mundo se divide en dos mitades simétricas. Una es la propia, la próxima, la que nos pertenece, la que nos ha tocado en suerte, y que casi podemos tocar. La otra es ajena, lejana, foránea, tan cercana y al mismo tiempo ignorada. Cuando viajamos en tren, la patria es lo que vemos a través de la ventanilla en la hilera de asientos que una inteligencia desconocida nos ha asignado. Por el cristal sucio vemos transcurrir el mundo que nos pertenece a diferentes velocidades. Si fijamos la mirada en el horizonte tenemos la ilusión de percibir la lenta y constante rotación de la tierra. Los perfiles y la línea del paisaje que a lo lejos se funde con el cielo transitan sin prisas, y entonces nos invade la sensación de que el camino se hace confortable y sereno porque sabemos que no estamos quietos y que avanzamos al ritmo seguro del planeta. Sin embargo, si fijamos la mirada en una distancia más corta, todas las cosas que dejamos atrás aparecen un mínimo instante de exhalación y desaparecen a la velocidad del rayo. Casi no podemos ni dibujar sus formas. Casas, campos, árboles, personas y cielo se confunden en un brochazo enérgico de óleo en el que las siluetas del mundo nos son más que impresiones infinitesimales, efímeras, que están y no están y parecen sucederse en un loco carrusel sin fin.

Es lo mismo que ocurre con los días y con la vida.

Ayer viajé con el tren a través de interminables campos de olivos; discurrí las horas en paréntesis por el inmenso secano de La Mancha, y dormité por el Mediterráneo apacible hasta que la visión del hormigón viejo me indicó que el trayecto llegaba a su fin. En la patria de mi ventanilla lucía por momentos un sol espléndido que se desparramaba sobre las tierras de Jaen, sobre las viñas de Valdepeñas, sobre el agua azul del mar, mientras que al otro lado mis compañeros de viaje señalaban con cierto temor la negrura de una gran masa nubosa que amenazaba una fabulosa tormenta. Y entonces yo me sentí bien. Me sentí afortunado por estar en el lado luminoso del mundo. También sentí un poco de pena por los viajeros de la otra hilera de asientos, pero en ningún momento se me ocurrió decirle a la señora que viajaba justo a mi derecha, de la que tan sólo me separaba el estrecho pasillo, que le cambiaba el asiento. La señora rezaba en silencio a Santa Bárbara, bisbiseando la oración y cerrando muy fuerte los ojos mientras se cogía a los apoyabrazos del asiento como si el tren fuese a despegar, o como si se preparase para el momento fatal en que el rayo fulminante cayese, justo, sobre ella. Al poco empezó a llover y la señora, al escuchar el repicar de la lluvia sobre el tren, abrió los ojos y vio aliviada que la lluvia no caía sobre el cristal de su ventanilla. Miró a su izquierda y se apercibió de que el agua solamente caía sobre la otra mitad del tren, sobre mi mitad. Y entonces fue ella la que me miró a mí con pena. En pocos segundos la tormenta estalló con toda su fuerza y el tren se sumergió en un apoteosis atronador de agua y relámpagos. Creo que fueron esos instantes los más bellos del viaje, porque durante unos minutos todos los viajeros nos sentimos parte del mismo mundo. La señora miraba a un lado y a otro, a una ventanilla y a otra. Yo también. Y me atreví a decirle “Qué manera de llover ¿Verdad?” Y ella me contestó. “Sí hijo, quiera Dios que escampe pronto”. Y finalizó la frase con un “¡Ay señor!” lastimero, casi inaudible, aspirado.

Poco después aquella señora llegó a su destino y dejó el asiento libre. Así es que pensé que aquella era una magnífica oportunidad para realizar un viaje dentro del viaje y poder visitar la otra parte del mundo. Me levanté, di un paso a la derecha e inmediatamente me acomodé en el asiento que hasta aquel momento había ocupado la piadosa viajera. Allí transcurrió mi travesía durante algunas horas y ya casi ni me acordaba de mi antigua mitad. En pocos minutos me había adaptado perfectamente a mi nueva patria y cuando más confortable y agusto me sentía conmigo mismo y con mi entorno llegó el revisor acompañado de un señor, bajito y con bigote, y me pidió que le enseñase el billete. Después de analizarlo me conminó de manera un tanto expeditiva a que volviese a mi asiento. Me levanté, el señor del bigote carraspeó, ocupó muy digno su reserva, y yo volví a mi origen. No voy a decir que las dos horas que restaban hasta la última estación fueron tortuosas, pero viajé como si mi ventanilla no existiese, como si quisiese hacer patente la negación de que más allá del cristal había mundo, cosas, cielo, un país, un lugar en donde estar y caminar. Me dediqué a mirar hacia la ventana contraria y al hacerlo, al sentirme tan lejos del paisaje que hasta hacía bien poco creí propio, me embargó un fuerte sentimiento de nostalgia, de desubicación, de estar ocupando un lugar tan completamente ajeno a mi voluntad y a mi destino que durante aquellos instantes de desconsuelo entendí, o al menos intuí, lo que es el exilio.

Al llegar a Barcelona y bajar del tren tuve la poderosa sensación de que quien lanzaba un paso tras otro sobre el andén no era yo. Era el mismo que había embarcado días antes, pero diferente al que había viajado. En el andén todo está quieto. Las horas se suceden y siempre, cada día, mañana amanecerá. No hay horizonte. El misterio del paréntesis temporal del viaje se deshace, se desvela como falso, pura ilusión, y ahora soy yo quien discurre fugaz de un lugar a otro, arrastrado por la muchedumbre de viajeros, maletas y bultos que se apresuran a elevarse por la escalera mecánica, en perfecto orden humano, hacia el siguiente pedazo de vida, hasta que una llamada o la propia voluntad nos propicie una nueva oportunidad de sentirnos ciudadanos de nuestra propia mitad del mundo.

Vuelvo mañana

jueves, 8 de abril de 2010

La sombra de los árboles de Doorn


En la penumbra del despacho acogedor, Robert H. Jackson se disponía a cebar la pipa. Sentado en su viejo sillón de piel y bajo la luz tenue de la lámpara Tífanis, encendió una cerilla, chupó de la boquilla con destreza de fumador veterano y el aroma dulce del tabaco inundó la estancia. Por su gesto al expeler el humo, parecía como si el sabor dulce y fuerte de cada bocanada fuese lo único que le pudiese redimir de alguna pena antigua. Al lado del sillón, en una mesita contigua al escritorio, donde a menudo pasaba las noches de insomnio jugando al ajedrez contra un contrincante imaginario, reposaban novelas de McCoy, Hammet, Chandler y Thompson. Las miró durante un segundo y volvió a concentrarse en su pipa. Estaba cansado. Contra todo consejo, había decidido salir al cine y ver la película de la que tanto se hablaba; una película de la que habían manado ríos de tinta antes incluso de su estreno. “Vencedores o Vencidos” se titulaba. Era una vieja historia conocida que nunca sucedió. Era, en realidad, una gran mentira. Una ficción sobre el abortado juicio de Núremberg, sobre lo que pudo ser y no fue cuando finalizó la segunda gran guerra. El mismo Jackson fue parte importante de la historia. Allí estaba Richard Widmarck, poniéndole cara a él mismo, agitando con pasión y vehemencia los brazos ante Spencer Tracy; mirando cara a cara a Burt Lancaster; interrogando a cada uno de los testigos, de los supervivientes de los campos de concentración nazis que señalaban con el dedo de la rabia y del miedo a los actores que interpretaban a Hess, Reader, Ribentropp, Göring, Rossemberg, y todos los demás, hasta llegar a 22. Kramer y Man, director y guionista, le habían reservado , incluso, los minutos de monólogo finales en los que se dirigía al mundo con palabras que podrían haber pasado a la Historia, a la Historia con H mayúscula, porque ahora que la pipa ya casi se había apagado; ahora que en la noche solo se oía el sonido estéril del aire que llegaba desde donde ya no ardía el tabaco, Robert H. Jackson recordaba lo cerca que estuvo de sentar en el banquillo de los acusados y de llevar a la horca a los criminales que extendieron la muerte y el dolor por todo el mundo hacía ya la friolera de 26 años. Fue un encargo directo del presidente Roosvelt. “Tu vas a ejercer de fiscal en Núremberg. Robert, quiero que te encargues de que se haga justicia, justicia ejemplar. He hablado con Churchill, con Degaulle y con Stalin, y están de acuerdo. Nada de lo que ha pasado estos últimos años puede volver a repetirse. El mundo tiene que saber lo que ha ocurrido; el mundo tiene que entender que el hombre es capaz de perpetrar atrocidades inimaginables, y tiene también que guardar en la memoria, hasta el fin de los tiempos, que las fuerzas del bien siempre aplastarán al mal; que los malos nunca se van a salir con la suya. Este encargo te lo hago yo en persona, pero en realidad son los más de 50 millones de muertos quienes te lo piden. Robert, ve y haz Justicia”. El viejo jurista americano abandona la pipa sobre la mesa y casi al instante deja caer la cabeza, cansado, sobre el respaldo del sillón. Cierra los ojos y aprieta los labios porque sabe que nada de eso ocurrió, porque recuerda cómo recién restaurada la democracia alemana, un grupo del legalizado Partido Nacional Socialista interpuso una demanda penal contra él, contra el juez Biddle, y contra el mismísimo presidente Roosvelt, por prevaricación, y recuerda como el juez del tribunal supremo alemán Lucien Var Ellan admitió la querella a trámite. Y Var Ellan y un grupo de nazis le sentó en el banquillo y le inhabilitó de por vida, y desde aquellos días nefastos, Robert H. Jackson, el viejo jurista americano, tuvo que ganarse la vida escribiendo libros, impartiendo conferencias y algunas clases en las universidades que se lo pedían, más por solidaridad que por necesidad. Robert H. Jackson hoy es conocido mundialmente y ha pasado a la Historia porque fue la única persona juzgada por los crímenes de guerra nazis, aunque a priori, la misma Historia le había reservado un destino diferente: el de hacer justicia, el de hacer posible que éstos muriesen en la horca, o cumpliesen condena hasta el fin de sus días.

Todo esto que acabo de relatar, con mayor o menor fortuna, es una historia ficticia que me acabo de inventar. Sin embargo, Robert H. Jackson fue, efectivamente, el fiscal jefe que ejerció la acusación contra los 22 nazis del proceso de Nuremberg. Pero Jackson murió en 1959 y por tanto no pudo ver “Vencedores o Vencidos”, la película de Stanley Krammer sobre el famoso juicio que se estrenó en 1961 y en la que Richard Widmark hace el papel del fiscal y Spencer Tracy el del juez Biddle. Como todo el mundo sabe, Jackson, el juez Biddle y todos los demás juristas que intervinieron, llevaron a la horca a muchos de los encausados y encerraron de por vida a otros. Pero lo que le está pasando al juez Garzón, a la memoria de 100.000 desparecidos en la guerra Civil, a la de más de 2 millones de muertos y a sus familiares, es real, aunque la realidad parezca ficción, ficción de la buena, de la que al final es cierta, tan cierta como la muerte. Así es. El mundo está pasmado. El juez Garzón va a hacer Historia porque va a ser la primera y la única persona acusada a raíz de la Guerra Civil española y de los crímenes del franquismo.

Jacques Bernard Herzog, un abogado francés que también participó en el proceso de Nuremberg, impartió una conferencia en la universidad de Chile el año 1949, poco después del final del juicio. En la conferencia, que se puede leer completa en internet, Herzog cita palabras de un anónimo cantar de gesta francés del siglo XIV titulado “Roman de Boudoin de Séburg III, Roi de Jérusalen" . Transcribo: “Si aquellos por cuya directa intervención se desencadenan las guerras encontrasen en ellas a menudo la muerte, pienso que ello sería de justicia. Pero, no es así; los que caen como primeras víctimas son los inocentes, los que ninguna intervención han tenido en ellas y que perecen dolorosamente”. Después, el cantar habla de que si la justicia de los hombres no hace lo que debe, lo hará la justicia de Dios. Y entonces, aunque esté mal el decirlo, uno se acuerda del chiste de Eugenio.

La conferencia del francés no tiene desperdicio. 60 años después, en España, su vigencia es absoluta. Y el hecho de que fue Chile el país que la publicase y en donde se dictase en público, todavía la hace más propia, más nuestra si cabe, por la relación del juez juzgado con la memoria y la justicia en ese país hace algunos años. Estas últimas frases de Herzog que copio a continuación se las dedico a la cuadrilla de hijos de puta que van a conseguir más de lo que nunca podían llegar a imaginar cuando Franco murió.

El Emperador de Alemania escribía a su aliado Francisco José: ‘Es preciso arrasar todo a sangre y fuego, degollar hombres y mujeres, niños y ancianos, no dejar nada en pie, ni un árbol ni una casa. Son estos procedimientos de terror los únicos capaces de impresionar a un pueblo tan degenerado como el pueblo francés, la guerra terminará antes de dos meses’. Este hombre, repito, ha terminado sus días, como un tranquilo leñador, bajo la sombra de los árboles de Doorn

Vuelvo mañana