miércoles, 27 de julio de 2011

Desde mi sillón



Nunca le he pegado a nadie. No sé ni cómo cerrar, ni cómo colocar, ni cómo mover el puño en posición de ataque. En alguna ocasión lo he levantado en público, junto a miles de personas, mientras ondeaba en el cielo del recuerdo, o de la nostalgia, la bandera republicana, y también en privado, en la intimidad, siempre que he visto "Reds", la película con la que se arruinó Warren Beauty y gracias a la cual me enamoré perdidamente de Diane Keaton.


Cuando el destino me ha puesto delante la posibilidad de endiñarle a alguien una buena hostia, mi cabecita no ha sido capaz, después de casi medio siglo de vida, de establecer el proceso neuronal que guíe de una manera efectiva mis armas hacia las mandíbulas del enemigo, de manera que la cosa finaliza dándome media vuelta y con la vibración -en el centro del nudo de miedo que se me coloca en la garganta-del eco humillante de la cancioncilla que ya me cantaban de niño: "cobarde, gallina, capitán de las sardinas."


Por eso -también en la intimidad- admiro a los boxeadores. En público suelo denigrar este deporte, y así me las doy de pacifista. Pero en el fondo del alma, que es donde se cuecen las verdades de uno, me parece una de las actividades más humanas que puedan existir: la lucha por el predominio del espacio, hasta la aniquilación del otro, a base de puñetazos, habilidad, corage y valentía. Puro darwinismo. Como en realidad este blog no lo lee nadie, puedo decir todo esto y quedarme tan tranquilo, en descargo de mi conciencia de cobarde. Si por el contario lo leyese alguien, sería una buena manera de empezar a asumir lo que uno es, que debe ser algo así como empezar a ser valiente.


Pudiese decirme el lector -si lo hubiera o lo hubiese- que la inteligencia es una arma más efectiva que el más demoledor de los hostiones; que con un uso adecuado de la inteligencia se consigue mucho más que con los músculos en explosión cinética. Pero si ese hipotético lector cultivado, ilustrado, educado igual que yo en los parabienes de la paz occidental, se parase un poco a observar la más directa actualidad, podría ver, por ejemplo, a un pacífico demócrata como Felip Puig ordenar a pacíficos ciudadanos, amos de sus casas, amantísmos esposos y padres cariñosos, que levanten las porras uniformadas de caucho en ejercicio de su profesión (a la que se accede por rigurosa oposición) y las descarguen, con todas sus fuerzas, sobre las frentes libres de pacíficos ciudadanos que dicen que quieren cambiar el sistema sentados en una plaza y levantando las manos, haciéndolas girar sobre sus muñecas, como saludando al primo que llega del pueblo, cada vez que alguien alza su voz por encima de la asamblea y dice algo oportuno o digno de lo que hace poco se hubiese premiado con un atronador grito unánime y un enfervorecido aplauso.


Y ahora que ya he metido la pata hasta el fondo y consciente de que la indignación de los indignados golpeará con el látigo pacífico de su indiferencia a este blog pusilánime, yo, que no he pisado ni una sola plaza irritada, como apocado ciudadano ejemplar que ha visto siempre (y lo más probable es que siga viendo) los toros desde la barrera, he resuelto tomar, del brazo de mi Diane, el palacio de invierno para anunciar a la burguesía occidental que lo que quiere la #spanishrevolution son vacaciones en playas transparentes, conducir un buen coche, vivir en un dúplex del centro con preinstalación para huerto urbano, ir al teatro todos los sábados, cenar los jueves con vinos de crianza, viajar a París una vez al año, navegar en un velero una vez en la vida, sudar cada tarde el estres en el gimnasio, comer exclusivos tomates bilógicos, y sobre todo, y ante todo, un trabajo bien pagado -pague quien pague, y sea el negocio que sea- como recompensa a tantos años de sacrificios en las aulas de la ESO, del bachiller, de la universidad, del máster y de la escuela de idiomas.


En definitiva, todo ese tipo de cosas de las que provee nuestro sistema, distribuidas, dosificadas y administradas por aquellos que utilizan la inteligencia y el poder para descargar unas cuantas leches en el momento adecuado, cuando la acción de la indignación se acerca peligrosamente a sus órganos de administración, también llamados parlamentos. Todo ese tipo de cosas que se defienden y se reividican estos meses al son del tambor, con una sonrisa y levantando las manos como quien saluda al primo que viene del pueblo, sentados en una plaza, o de excursión festiva hasta Madrid: lo menos parecido a una revolución. Lo más parecido a creer, como creo yo, que el mundo se transforma cuando bebo una cerveza, sentado en el sofá, absorto ante la mirada de Loise Bryan en los ojos lánguidos de la hermosa Diane Keaton, emocionada entre un mar de banderas rojas que cambiaron la Historia.


jueves, 21 de julio de 2011

Una noche en las carreras



Para que se situen un poco en el contexto de esta historia, he de confesar, antes que nada, que acabo de precipitar al vaso el quinto chorro de "The famous grouse" acompañado de hielos de bolsa de gasolinera.

Es decir, que con cuatro whsikys y en camino de la media docena, me he visto solo después de la media noche, sentado en la terraza de mi casa, a pocos metros del Mediterráneo, alumbrado por una luna tan grande y encarnada como un albaricoque.

Oigo las olas, grillan los grillos. El motor de una moto irrumpe durante dos segundos y la salamanquesa muda acecha escondida entra las ramas moradas de la buganvilla.

En estas horas nocturnas, en apariencia serenas, un ejército de hormigas diminutas cumple marcialmente con sus destino a pocos centímetros de donde yo bebo, perennes, incansables, ignorantes ante la necesidad despreciable del sueño. Todas ellas discurren al milímetro el mismo trayecto en dos sentidos contrarios, sin pararse un segundo a preguntarse por qué, de manera que ninguna de ellas se salta la línea que la primera, un día, trazó.

Pero hete aquí que entre el intervalo breve de llevarme por enésima vez el vaso a la boca y dejarlo sobre la mesa, fijo mi atención en dos que siguen el camino, sentido Este, separadas por unos pocos centímetros de distancia. La sigo porque me divierte pensar en que son Alonso y Vettel, Lorenzo y Stoner, Rubalcaba y Rajoy.

La que va delante lleva buen ritmo. Al cruzarse con las que desfilan en sentido Oeste se tocan brevemente para reconocerse, darse el santo seña, o vete tu a saber. Lo mismo, exctamente lo mismo, ocurre con la que va detrás.

Bebo de nuevo y mientras paladeo el sorbo observo como la hormiga, en apariencia menos rápida, le va restando distancia a la primera, poco a poco, sin pausa, y en su remontada llega hasta el punto de colocarse a rebufo. Tan cerca tan cerca, que sus antenas deben tocar por fuerza el trasero de la que le precede.

De un momento a otro espero espectante el adelantamiento. No puede tardar mucho. (este es uno de esos momentos en los que uno se acuerda del tabaco.) Lo más probable es que aproveche la junta de cemento y vorada que une el segundo y el tercer baldosín del poyete (empezando por el Oeste) para rebasarla y ponerse por delante.

La salamanquesa sale del escondite y se coloca a la orilla del farol de la terraza que me ilumina. Una polilla lo sobrevuela y el reptil lanza la lengua y la atrapa. El grillo grilla más fuerte. Un jazmín expele su aroma calle abajo y los restos audibles de lo que parece un gemido delata el vigor de vidas clandestinas más allá de los sueños.

Mientras tanto, ante unos pocos milímetros de todas esas diminutas y oscuras vidas tan rectas, tomo conciencia de ser el único espectador de la carrera de la vida y no tardo mucho tiempo en estar en condiciones de atestiguar uno de los fenómenos más asombrosos de los que cualquier humaho haya podido presenciar.

Porque si la hormiga que secundaba la hilera tiene, a todas luces, las condiciones más favorables para adelentar a la más aventajada; si ésta, pasito a pasito, perdía espacio y tiempo con respecto a aquella, era de esperar lo que, a la sazón, cualquier listo hubiese podido apostar: que se produciría el adelantamiento inminentemente y la segunda entraría en el hormiguero como la gran campeona.

Unas chanclas solitarias arrastran pasos cansados sobre la calle y al pasar junto a mi casa, el grillo deja de grillar. El mar sigue allí, cerca, agitando su rumor constante de mareas. La salamanquesa permanece al socaire del farol, intrigada, todavía hambrienta. Además - y solamente además- la respiración de un mirlo.

Efectivamente, al final del recorrido, al mismo borde del orificio en el que empieza el hormiguero, la que en los últimos instantes de la carrera parecía estar destinada a arrebatar los laureles a la señalada para la gloria, no sólo desistió de su aparente empeño, sino que detuvo su camino durante unos breves instantes con el fin último de propiciar que la primera introdujese su cuerpecillo hacia el fondo de la tierra, como si en la renuncia a la consecución de la victoria hubiese una orden previa, un proceder prefijado que nadie, jamás, podrá dilucidar.

Tanta emoción me ha dejado axausto. Ya va siendo hora de acostarse. La brisa de la madrugada ha humedecido las hojas de la bugambilla. Unos chopos cercanos aplauden educadamente, sin estridencias. La salamanquesa palpita su vientre ahíto. Aun así, al entrar en casa, dejo la luz del porche encendida: pobrecilla.

Cuando, ya en la cama, empiezo a deslizarme por la pendiente beoda del primer sueño, reparo en que he olvidado sobre la mesa el vaso vacío y la botella. Por supuesto, no me levanto. Durante toda la noche sueño hormigas amarillas, convexas y cóncavas, alargadas y gruesas, oblongas, sin boca, corriendo sin parar, incansables, respetuosas, disciplinadas, entre los reflejos vidriosos de un cilindro.

jueves, 14 de julio de 2011

El beso






Sentada sobre el banco, bajo la acacia frondosa, la anciana vestida de azul parecía observar, muy atenta, el discurrir de la gente a través del paseo.

La anciana, extremadamente delgada, arrugada y hermosa, sostenía entre los dedos de piel un ramillete marchito de flores igual que una antigua vestal en ofrenda al tiempo.

Probablemente ya no recordaba su nombre. Hundía a cada tanto el rostro sobre el manojo, intentando hallar en el aroma extinguido un futuro próximo o la memoria de sus recuerdos remotos.

Nadie la miraba. Si alguien hubiese puesto atención, hubiese visto a la bella mujer sentada, hierática, vestida de azul, mover los labios y balbucear en silencio, alguna vieja canción, bajo la acacia frondosa, en la languidez del largo día de julio que al finalizar la tarde ya partía.

Quise besarla, pero mi beso murió en el propósito.


Al poco, me invadió una certeza: cumpliré la penitencia de ese pecado en el atardecer de cualquier verano, sentado en un banco, junto a mi olvido.

jueves, 7 de julio de 2011

Ucronía imposible


Hay momentos de nuestras vidas en los que provocamos un cambio capital en la dirección de nuestro destino al resolver alguna disyuntiva prosaica.

Me pregunto, a veces, qué hubiese sido de mí si en lugar de ir a clase aquella tarde de otoño, me la hubiese saltado, como era habitual, para ir al bar a beber cervezas y jugar al billar. Seguramente no habría visto tu sonrisa, ni tus ojos negros, calientes como cielo en llamas. No habría oído tu voz clara. Y tampoco habría contemplado tu manera de andar, entre los pupìtres, buscando alguno libre. Aquel día llegaste tarde, preguntaste si era allí en donde se impartía la asignatura, y después de que alguien te lo confirmase, te dispusiste a escoger asiento.

No sé si de manera casual (sí sé que nunca lo sabré ) te diste cuenta de que había uno disponible justo delante de donde yo había dejado de tomar apuntes para intentar atraer tu atención mirándote descaradamente. Al sentarte, toda mi realidad y mi completa existencia en la tierra quedó envuelta en el perfume que a partir de aquel día no me dejó dormir hasta que te tuve.

Te giraste y me pediste un bolígrafo, porque el tuyo no escribía, aunque quizá sí, pero esto tampoco llegaré a saberlo nunca. Mientras tanto, una presencia borrosa explicaba sobre la tarima qué era el bilingüismo y qué era la diglosia.

Desde entonces hemos desplegado nuestras vidas al viento de aquella decisión mía, y de la tuya, que te puso en aquel lugar y en aquella hora precisa liquidando para siempre otros destinos que nos aguardaban.

viernes, 1 de julio de 2011

Círculo de ludópatas








El círculo es la superficie delimitada por una circunferencia. Para que se entienda servirá el siguiente ejemplo: un círculo sería un punto y seguido, que podríamos observar con todo detalle si lo aumentásemos 15 veces; una circunferencia sería una hermosa y voluptuosa O. Aún así, se emplea el término 'círculo' como fórmula metáforica que designa, por ejemplo, asociaciones empresariales. De manera que al decir, por poner un caso, Círculo de Economía, el personal puede dibujar en la mente un grupo respetabilísimo de señores y alguna señora elegantemente vestidos, sentado en asientos dispuestos en circunferencia, y hablando de sus cosas, o escuchando a Aznar, igual que si fuese un grupo de alcohólicos anónimos.

Sin embargo, el círculo, aplicado a las relaciones humanas, no tiene nada de noble. Más bien todo lo contrario. Por mucho que alguno piense que proviene de la famosa mesa artúrica en donde Lancelot se reía de su rey cornudo, los empresarios, habitualmente mañosos en las sutilezas de la semántica, no anduvieron muy finos a la hora de escoger una palabra con la que ofrecer a sus siervos la forma geométrica adecuada para designarse a si mismos.

Todavía quedan en las Ramblas barcelonesas algunos trileros que se reunen en círculo al redededor del pardillo- por lo común, turista y extranjero- que intenta adivinar, una y otra vez, debajo de qué maldito cubilete está la bolita. Tampoco nos es ajena la imagen cinematogràfica de mafiosos de tres al cuarto, tocados con su sombrero de fieltro, formando círculo al rededor del corredor clandestino de apuestas a las puertas del hipódromo, mientras muerden ansiosos una colilla humeante. O la de otro tipo de apostadores, ávidos de sangre, que se juegan su jornal al mejor púgil, al gallo de espolones más afilados o al perro de colmillos más fieros. Aunque no hace falta adentrarse en los bajos fondos. Los casinos están repletos de círculos propicios para la ruina satinada, sofisticada, bien iluminada. Una buena mesa de bacarra, de pocker, de black jack o de ruleta es, se mire como se mire, circular. Por no hablar de aficiones más inocentes, como la de jugar al bingo en casa, en familia, después de comer, mientra se digiere la bechamel de los canalones con unas copitas de 'Fundador'.

Parece, pues, que el círculo, además de ser la forma artúrica; además de haberse apropiado del universo en su expansión infinita y la que nombra a las asociaciones de sacrificados empresarios, benefactores de la sociedad, es, también, la geometría del juego, de la apuesta, del envite y de desafío al azar hacia el lucro, el provecho y la pingüe ganancia.

La prueba definitiva de esta hipótesis que acabo de desarrollar me la proporcionó, hace unos pocos días, 'Círculo de Lectores', cuando recibi una carta suya, timbrada en todos sus ángulos con su conocídisimo logotipo y firmada por el director de marketing.* En ella, de manera breve y concisa, me explicaba que, en premio a mi fidelidad, se me había asignado un número en clave que podría estar premiado con un sueldo durante 30 años a razón de 3.000 euros al mes. La única manera que yo tenía para comprobar si había resultado premiado era llamando a un número de teléfono de la línea 900 . Como la llamada era gratuita, no lo dudé un instante y marqué el número casi babeando mientras imaginaba la cantidad de cosas que iba a poder hacer realidad con todo esa pasta. Me contestó una voz solícita, amable, que se presentó como "Círculo de Lectores, digaméee", y me preguntó por el número en clave. Yo se lo dí. Dos segundos después dijo mi nombre, y yo se lo confirmé. A continuación, Círculo de Lectores me informó de que mi número no había sido el premiado. "¡Vaya por Dios!", respondí. Y cuando ya iba a colgar, la voz de Círculo de Lectores me pidió que no me retirase, que le prestase un minuto de atención. "Si es para Círculo de Lectores, no me puedo negar" pensé. Así es que contesté, "Usted dirá":

-Mire, queremos aprovechar que se ha puesto en contacto con nosotros para ofrecerle la posibilidad de que, por una cantidad razonable de dinero, forme parte de la peña de apuestas quinielísticas y de Lotería Primitiva más rentable de todo el Estado.

-No, sólo juego dos euros a la semana, y siempre a los mismos números- contesté.

-Muy bien. Muchas gracias por su atención- se despidió Círculo, sin más .

-Gracias a usted- me despedí yo.

Y sin otro particular, después de pensar unos instantes sobre la conversación que había mantenido, puse la televisión y me quedé tirado en el sofá viendo "Pasapalabra".

*(esto que acabo de explicar es rigurosamente verídico)