Nunca le he pegado a nadie. No sé ni cómo cerrar, ni cómo colocar, ni cómo mover el puño en posición de ataque. En alguna ocasión lo he levantado en público, junto a miles de personas, mientras ondeaba en el cielo del recuerdo, o de la nostalgia, la bandera republicana, y también en privado, en la intimidad, siempre que he visto "Reds", la película con la que se arruinó Warren Beauty y gracias a la cual me enamoré perdidamente de Diane Keaton.
Cuando el destino me ha puesto delante la posibilidad de endiñarle a alguien una buena hostia, mi cabecita no ha sido capaz, después de casi medio siglo de vida, de establecer el proceso neuronal que guíe de una manera efectiva mis armas hacia las mandíbulas del enemigo, de manera que la cosa finaliza dándome media vuelta y con la vibración -en el centro del nudo de miedo que se me coloca en la garganta-del eco humillante de la cancioncilla que ya me cantaban de niño: "cobarde, gallina, capitán de las sardinas."
Por eso -también en la intimidad- admiro a los boxeadores. En público suelo denigrar este deporte, y así me las doy de pacifista. Pero en el fondo del alma, que es donde se cuecen las verdades de uno, me parece una de las actividades más humanas que puedan existir: la lucha por el predominio del espacio, hasta la aniquilación del otro, a base de puñetazos, habilidad, corage y valentía. Puro darwinismo. Como en realidad este blog no lo lee nadie, puedo decir todo esto y quedarme tan tranquilo, en descargo de mi conciencia de cobarde. Si por el contario lo leyese alguien, sería una buena manera de empezar a asumir lo que uno es, que debe ser algo así como empezar a ser valiente.
Pudiese decirme el lector -si lo hubiera o lo hubiese- que la inteligencia es una arma más efectiva que el más demoledor de los hostiones; que con un uso adecuado de la inteligencia se consigue mucho más que con los músculos en explosión cinética. Pero si ese hipotético lector cultivado, ilustrado, educado igual que yo en los parabienes de la paz occidental, se parase un poco a observar la más directa actualidad, podría ver, por ejemplo, a un pacífico demócrata como Felip Puig ordenar a pacíficos ciudadanos, amos de sus casas, amantísmos esposos y padres cariñosos, que levanten las porras uniformadas de caucho en ejercicio de su profesión (a la que se accede por rigurosa oposición) y las descarguen, con todas sus fuerzas, sobre las frentes libres de pacíficos ciudadanos que dicen que quieren cambiar el sistema sentados en una plaza y levantando las manos, haciéndolas girar sobre sus muñecas, como saludando al primo que llega del pueblo, cada vez que alguien alza su voz por encima de la asamblea y dice algo oportuno o digno de lo que hace poco se hubiese premiado con un atronador grito unánime y un enfervorecido aplauso.
Y ahora que ya he metido la pata hasta el fondo y consciente de que la indignación de los indignados golpeará con el látigo pacífico de su indiferencia a este blog pusilánime, yo, que no he pisado ni una sola plaza irritada, como apocado ciudadano ejemplar que ha visto siempre (y lo más probable es que siga viendo) los toros desde la barrera, he resuelto tomar, del brazo de mi Diane, el palacio de invierno para anunciar a la burguesía occidental que lo que quiere la #spanishrevolution son vacaciones en playas transparentes, conducir un buen coche, vivir en un dúplex del centro con preinstalación para huerto urbano, ir al teatro todos los sábados, cenar los jueves con vinos de crianza, viajar a París una vez al año, navegar en un velero una vez en la vida, sudar cada tarde el estres en el gimnasio, comer exclusivos tomates bilógicos, y sobre todo, y ante todo, un trabajo bien pagado -pague quien pague, y sea el negocio que sea- como recompensa a tantos años de sacrificios en las aulas de la ESO, del bachiller, de la universidad, del máster y de la escuela de idiomas.
En definitiva, todo ese tipo de cosas de las que provee nuestro sistema, distribuidas, dosificadas y administradas por aquellos que utilizan la inteligencia y el poder para descargar unas cuantas leches en el momento adecuado, cuando la acción de la indignación se acerca peligrosamente a sus órganos de administración, también llamados parlamentos. Todo ese tipo de cosas que se defienden y se reividican estos meses al son del tambor, con una sonrisa y levantando las manos como quien saluda al primo que viene del pueblo, sentados en una plaza, o de excursión festiva hasta Madrid: lo menos parecido a una revolución. Lo más parecido a creer, como creo yo, que el mundo se transforma cuando bebo una cerveza, sentado en el sofá, absorto ante la mirada de Loise Bryan en los ojos lánguidos de la hermosa Diane Keaton, emocionada entre un mar de banderas rojas que cambiaron la Historia.