El vecino del piso de arriba tiene un Ford Cougar de color del pacharán con asientos tapizados en cuero negro zaino. Le he visto dos o tres veces. Una vez salía del coche, que aparca asombrosamente, siempre, al lado del portal. Ese día, después de cerrar la puerta, se inclinó hacia el capó y con la uña del dedo meñique rascó un pequeño resto de suciedad que se habría adherido a la chapa. Después caminó tres pasos hasta la entrada mirando hacia atrás, hacia el vehículo, como hacen los toreros cuando terminan su serie de naturales antes de mostrar al respetable su abrupta estampa arqueada . Otro día lo tuve en mi propia casa. Llamó a mi puerta porque en un piso superior al suyo se originó un escape de agua que le estaba calando su cocina. Le hice pasar y entró acompañado de sus tres compañeras, que aguardaban unos peldaños más arriba del rellano de mi puerta como autoestopistas al acecho. Cuando los cinco estuvimos acomodados en el salón, les pregunté que en qué les podía ayudar y Cougar miró a sus tres compañeras y se dispuso a hablar. Cougar es bajito, calvo y cuarentón. Tiene la espalda ancha y camina con las piernas arqueadas. De vez en cuando sorbe por la nariz y carraspea a un tiempo, y cada diez o doce segundos tuerce el cuello hacia la izquierda, tal y como hizo antes de empezar a explicarse: Que tenía la cocina mojada, que el agua se filtraba a través de la campana extractora de humos y que a ver quién llamaba al fontanero y le pagaba los desperfectos y, sobre todo, a ver quién le decía al vecino de arriba que era un sinvergüenza y un cabrón. Mientras hablaba, las tres amigas, las tres morenas, muy guapas y más jóvenes que él, asentían a cada palabra como si quien hablase fuese un santón, su gurú, el hombre que guiaba sus vidas. Yo todavía no entendía nada. Solamente escuchaba y observaba. Les ofrecí cerveza, refrescos o café, pero Cougar sorbió nuevamente, carraspeó y alzando una ceja me dijo muy cariacontecido que él no había venido de visita, que de cervezas su nevera estaba llena y que lo que quería eran soluciones. Las tres amigas asintieron de nuevo, y me pareció que, incluso, una de ellas afirmaba ostentosamente con la cabeza y esbozaba una mueca convexa con los labios, como esgrimiendo un beso que no besa. Vista la situación, me di cuenta de que Cougar y su corte creían que yo era el presidente de la escalera. Así que les saqué de su error y les indiqué el lugar donde podrían encontrar al propietario de su piso. Desconcertado, miró a su harén, volvió a carraspear, sorbió sonora y hondamente, se incorporó, me estrechó la mano y dijo “bueno”, y salió detrás de las tres hermosas mujeres con la frente bien alta y el paso firme.
En su casa, Cougar y sus chicas se lo pasan en grande. Cuando ya no hay luz en la calle y se acerca la medianoche, se oye constantemente el ir y venir de tacones, pasillo arriba pasillo abajo, y el fluir constante del agua en las tuberías. Puedo oír hasta el choque de la alcachofa de la ducha cuando cierran el grifo y la colocan en su lugar. Así es que me paso noches enteras sin pegar ojo y, si soy sincero, creo que no es por el ruido; creo que es porque se me desboca la imaginación. El taconeo constante y el ruido del agua fluyendo a 10 atmósferas me llevan a imaginar al gran Cougar amadejado junto a sus compañeras de piso en un fabuloso ovillo de piernas y brazos, pechos y labios, gemidos y olores, como cuando el joven Jonathan Harker es objeto de la diabólica, y nunca suficientemente bien ponderada, visita nocturna de las esbirras del Conde Drácula, tal y como se ve en la película del genial Coppola. O mejor. Algunas noches, cuando me canso de imaginar en clave gótico-erótica, me paso al modernismo y me veo a mí mismo entre mis tres vecinas, igual que si estuviese retozando, perezoso, descuidado, absolutamente dejado en manos del placer que me proporcionaría el roce de mi piel con las pieles blancas, las manos y la sabiduría de las seis mujeres de “La Virgen” de Gustav Klimnt, diosas eternas del pecado, del color y de la carne. Porque, se mire por donde se mire, y más si soy yo quien mira, en ese cuadro falta un hombre.
Esas noches son inolvidables, sobre todo para Cougar. Yo suelo levantarme con sueño. Por eso esta mañana, mientras me daba una ducha, me preguntaba. ¿Por qué se presentó en mi casa con sus tres amigas? ¿Para ostentar? ¿Para decirme en mi propio hogar, en mi feudo, mira lo que tengo? ¿Lo haría para presionarme?¿Alguna de ellas será abogada?¿Sería, quizá para hacerme ver la necesidad imperiosa de que se arreglase su problema con el agua? ¿O querrían ellas conocerme, y todo fue un invento, el agua, la avería, el vecino de arriba, para invitarme de una manera sutil a su particular fragor de sinfonías nocturnas? Pude haber subido y preguntárselo, pero estarían durmiendo. A esas horas de la mañana no hacen ningún ruido.
Ya a media tarde le he vuelto a ver. Aparcaba el coche con gran habilidad, con esa traza de conductor consumado que controla el cotarro. El codo izquierdo apoyado en la ventilla, la mano derecha manejando el volante, soslayos hacia los espejos, y cigarrillo colgando de los labios. Bajó, cerró, miró hacia atrás y al entrar nos cruzamos en el portal. Quise aprovechar la ocasión para preguntarle sobre el arreglo de la avería y, en el caso de que la conversación empezase a fluir, sobre todo lo demás, pero no me dijo ni ahí te pudras. Entró muy digno, sorbió sonoramente y, mientras le miraba caminar tranquilo hacia el paraíso, la puerta de cristal se cerró ante mis narices.
Vuelvo mañana
En su casa, Cougar y sus chicas se lo pasan en grande. Cuando ya no hay luz en la calle y se acerca la medianoche, se oye constantemente el ir y venir de tacones, pasillo arriba pasillo abajo, y el fluir constante del agua en las tuberías. Puedo oír hasta el choque de la alcachofa de la ducha cuando cierran el grifo y la colocan en su lugar. Así es que me paso noches enteras sin pegar ojo y, si soy sincero, creo que no es por el ruido; creo que es porque se me desboca la imaginación. El taconeo constante y el ruido del agua fluyendo a 10 atmósferas me llevan a imaginar al gran Cougar amadejado junto a sus compañeras de piso en un fabuloso ovillo de piernas y brazos, pechos y labios, gemidos y olores, como cuando el joven Jonathan Harker es objeto de la diabólica, y nunca suficientemente bien ponderada, visita nocturna de las esbirras del Conde Drácula, tal y como se ve en la película del genial Coppola. O mejor. Algunas noches, cuando me canso de imaginar en clave gótico-erótica, me paso al modernismo y me veo a mí mismo entre mis tres vecinas, igual que si estuviese retozando, perezoso, descuidado, absolutamente dejado en manos del placer que me proporcionaría el roce de mi piel con las pieles blancas, las manos y la sabiduría de las seis mujeres de “La Virgen” de Gustav Klimnt, diosas eternas del pecado, del color y de la carne. Porque, se mire por donde se mire, y más si soy yo quien mira, en ese cuadro falta un hombre.
Esas noches son inolvidables, sobre todo para Cougar. Yo suelo levantarme con sueño. Por eso esta mañana, mientras me daba una ducha, me preguntaba. ¿Por qué se presentó en mi casa con sus tres amigas? ¿Para ostentar? ¿Para decirme en mi propio hogar, en mi feudo, mira lo que tengo? ¿Lo haría para presionarme?¿Alguna de ellas será abogada?¿Sería, quizá para hacerme ver la necesidad imperiosa de que se arreglase su problema con el agua? ¿O querrían ellas conocerme, y todo fue un invento, el agua, la avería, el vecino de arriba, para invitarme de una manera sutil a su particular fragor de sinfonías nocturnas? Pude haber subido y preguntárselo, pero estarían durmiendo. A esas horas de la mañana no hacen ningún ruido.
Ya a media tarde le he vuelto a ver. Aparcaba el coche con gran habilidad, con esa traza de conductor consumado que controla el cotarro. El codo izquierdo apoyado en la ventilla, la mano derecha manejando el volante, soslayos hacia los espejos, y cigarrillo colgando de los labios. Bajó, cerró, miró hacia atrás y al entrar nos cruzamos en el portal. Quise aprovechar la ocasión para preguntarle sobre el arreglo de la avería y, en el caso de que la conversación empezase a fluir, sobre todo lo demás, pero no me dijo ni ahí te pudras. Entró muy digno, sorbió sonoramente y, mientras le miraba caminar tranquilo hacia el paraíso, la puerta de cristal se cerró ante mis narices.
Vuelvo mañana