Mi coche es un gran coche, una máquina de transporte
tecnológicamente muy bien concebida, rápida, extraordinariamente cómoda,
respetuosa con el medio ambiente, incluso podríamos decir que hermosa, perlada, que emite inusitados matices de blanco bajo la luz del sol. Mi coche es seguro.
Percibo más acusada la sensación de protección conduciendo mi coche que cuando
me siento a leer en el sillón de mi casa.
Los fabricantes de automóviles, esos seres empáticos,
altruistas y responsables, cuidan de nuestra seguridad, se afanan en integrar
en sus productos todo tipo de dispositivos, alarmas, sistemas inteligentes,
luces, sonidos, postigos o indicadores que nos ayudan a controlar situaciones
imprevistas, que nos alertan de peligros, que nos despiertan si nos quedamos
dormidos al volante, o que previenen abolladuras, ralladas, y nos salvan de paredes y columnas, y hasta nos libran de atropellar peatones.
Tanto es así que al renovar este año la póliza con mi
compañía de seguros habitual –esas instituciones empáticas, altruistas y
responsables- me han aumentado el precio en trescientos euros. Les dije “oiga,
que me voy a la Mutua”, y me dijeron, “vaya, vaya, a ver qué le dicen”, aunque volví, y con el rabo
entre las piernas, porque era más cara. Pero esa es otra historia.
Hace aproximadamente una semana, poco después del amanecer, circulaba
a ciento veinte kilómetros por hora por la célebre autopista AP7, cerca de
Barcelona. Conducía ufano y dichoso, en dirección al trabajo, igual que los
conductores de los anuncios de televisión, escuchando mi música favorita,
disfrutando a cada metro de las sensaciones que me regalaba mi extraordinario
vehículo, mirando compasivamente a otros conductores en coches inferiores al
mío, sumergido en el aroma a coche nuevo mezclado con la fragancia de jazmín
ambientador, cuando, súbitamente, tras ejecutar un adelantamiento, apareció,
sobresaltado y desquiciante en el hermoso panel de instrumentos, luciendo
intermitente y constante, un postigo encarnado acompañado de la correspondiente
señal sonora, ese pitido punzante que duele y que nos avisa obstinado de alguna anomalía persistente.
Segundos después, emergió del sofisticado panel un
dibujo semejando la forma del frontal de mi automóvil que no dejaba de parpadear
su color anaranjado, reiteradamente, en una especie de coreografía lumínica de
las alarmas que formaba junto a la luz roja y los dos pitidos -ahora eran
dos- la banda sonora del fin del mundo,
el defcon 1 de la AP7, la sirena antiaérea en la autopista, el monitor Holter advirtiendo
el colapso cardíaco.
¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer? Pasar al carril derecho, reducir la
velocidad, intentar traducir tal densidad de notificación que requería de mi
toda mi atención mientras debía seguir atento a la carretera, humillado y
ofendido por esos coches insignificantes, que ahora me sobrepasaban,
tranquilamente, humildemente, sin el apremio del que yo era víctima.
Finalmente, decidí detenerme en un área de servicio y tras
explorar minuciosamente cada una de las indicaciones con que me atosigaba el
dichoso panel luminoso, resolví cortar por lo sano con aquel sin Dios y
desconecté todo vestigio de rebato electrónico.
En marcha de nuevo, subí el volumen de la música y durante
los kilómetros que me llevaron hasta mi destino intenté evadirme. Sin embargo, era difícil, porque la certeza de que algo no
marchaba bien desplazó cualquier posibilidad de tranquilidad de espíritu. Sabía que hasta que no llevase mi precioso coche
al taller para obtener un diagnóstico preciso no calmaría esa sensación
movediza que me dominaba.
Me ahorraré explicar la incertidumbre y el estado de nervios
y angustia que me provocaron la semana de espera hasta que por fin un mecánico
pudo examinar el coche; una semana en la que conducir a diario con la
conciencia de que nada me protegía y de que algo no iba bien devino en siete
días de tortura, un infierno psicológico.
Ya en el taller, los técnicos se aplicaron denodadamente utilizando,
como no podía ser de otra manera, las tecnologías más avanzadas de diagnosis,
óptica infrarroja, inteligencia artificial, robótica avanzada, visión 3D, y
toda una gama de herramientas de última generación que merece
un coche como el mío.
El mecánico me aconsejó salir a tomar un café, porque la
tarea requería de tiempo. “Ya le avisaremos”. Pensé dedicar ese par de horas a
la novela que la semana pasada me traía entre manos, pero fue imposible. Los
peores augurios ocupaban por completo mis pensamientos. Dediqué todo mi tiempo de
espera a consultar por internet las posibles causas de la avería y ya todo era
deterioro, desperfecto, ruina, chatarra, una vida sinsentido.
No transcurrió ni media hora y el teléfono sonó. “Por favor,
venga, tenemos que hablar con usted”. Me derrumbé. Mientras pagaba en la barra
el café el camarero me preguntó si me encontraba bien. “Está usted pálido”, me dijo.
Pagué y acudí raudo al taller. Allí estaba mi hermoso automóvil perlado y un joven
mecánico junto a él bromeando con otro compañero, ajenos ambos a mi angustia. Al verme se dirigió a mí y sin
mediar más palabra se dispuso a informarme de la causa de todos los males, sin
atajos ni retórica compasiva, sin paños calientes.
El causante de todo había sido un mosquito; un mosquito más
grande de lo habitual, pero un mosquito que a la postre se había estampado
contra uno de los cuatro pequeños sensores frontales del coche y, pegado allí
el cadáver invertebrado sobre la inteligencia artificial, producía el efecto de
alarma permanente, de manera que todos y cada uno de los sistemas de seguridad actuaban
en cadena, solidarios, ante una amenaza falsa, o al menos inexacta, errónea.
De vuelta a casa, ya sosegado, mientras conducía, pensaba
que todo aquello debía ser una metáfora, pero todavía hoy no logro discernir de
qué.