Aquellos 12 muchachos eran extraordinariamente torpes. Botaban
la pelota con la mano abierta. De hecho, en lugar de botarla o de controlarla, la
golpeaban como si se tratase de una
manta llena de pulgas. Habían pasado toda su infancia entrenando casi a diario y batiéndose el cobre frente a decenas de equipos
rivales en centenares de partidos pero, aun así, los chicos no sabían ni
correr. Los pies planos les impedían saltar con soltura y cada vez que miraban
al aro para realizar un lanzamiento, el encargado del polideportivo cerraba los
ojos y rogaba a Dios para que el balón no tocase tablero, porque se
podía producir un auténtico estropicio. Eran tan malos que, aquel año, el año
bueno para cualquier joven deportista en el que se encuentran en la mejor de
las condiciones para explotar al límite el cuerpo, nadie quería dirigirles. No
encontraban a nadie que quisiese entrenarles; nadie estaba dispuesto a pasar por la vergüenza de arrastrarse por las
pistas con una cuadrilla de paquetes proverbiales a los que cualquier
equipo de desarrapados les propinaba palizas por diferencias superiores a los
40 puntos.
Para ser sincero, en el club no se encontraba explicación al empeño casi cerril y obsesivo de los
padres de aquella docena de deportistas atolondrados empeñados a lo
largo de tantos años en mantener el equipo en competición. Eran muy
disciplinados, no faltaban a un entrenamiento, se dejaban el sudor en la pista,
pero tras las dos horas de esfuerzo, los muchachos no evolucionaban en
fundamentos técnicos, defendían igual que el primer día, lanzaban la bola peor
que al inicio de la sesión y su forma física no era significativamente mejor, pues no habían aprendido a regular el
esfuerzo. Por no saber, no sabían ni
respirar.
De entre todos lo del grupo, solamente dos eran
vocacionales, los dos jugadores que se salvaban de la quema; dos adolescentes mínimamente
capaces de expresar en su evoluciones
cierta pasión por lo que hacían. El base
titular y uno de los aleros eran los
únicos que apuntaban maneras, cierta
agilidad, atrevimiento y estilo.
Curiosamente, esos dos jugadores eran los que más problemas tenían para poder
asistir a los entrenamientos porque sus progenitores hacían todo lo posible por impedírselo. Sin embargo, para
la mayor parte de los componentes del equipo, entrenar formaba parte de sus
deberes semanales, es decir, era algo que tenía que hacer, quisiesen o no
quisiesen. Para ellos, practicar deporte federado de competición en equipo era
una prerrogativa paterna y estaban obligados a cumplirla. De algún modo,
entrenar tres veces por semana y jugar
el preceptivo partido los domingos era algo muy parecido a asistir a clase de matemáticas. Mens sana in corpore sano. Tenían que ser hombres completos, física
e intelectualmente. Hombres competitivos, forjados en los valores del esfuerzo
y de la voluntad, moldeados a fuego lento
en el sacrificio, preparados y
acostumbrados para la derrota con el único y trascendente fin de provocar en su madurez, precisamente, todo lo
contrario: las ansias de victoria a toda
costa y la ausencia de compasión para con el contrincante. En
definitiva, el objetivo final de tanto
despropósito deportivo, de tanta frustración propiciada, no era otro que hacer
todo lo posible por hacerles formar
parte del reducido número de hombres que lideran la dirección moral y económica del país.
De hecho, aquel
colectivo humano de padres e hijos conformaba en realidad una estructura perfectamente organizada con
fines muy distintos a los deportivos.
Pero de eso me di cuenta más tarde, meses después de que aceptase, finalmente,
la petición de entrenarles sin más pago que el disfrute de vivir el reto de
convertir aquella bandada de pingüinos
insulsos e inexpresivos en jugadores de
baloncesto.
La verdad es que todavía no comprendo cómo pude decir que
sí. Les había visto jugar y entrenar y no había por donde cogerlos. Quizá fue la afición, el empeño y la sinceridad con que
el base y el alero mejor dispuestos se empleaban en cada encuentro. Me llegaba
al corazón la expresión ofendida, humillada y de impotencia con que se dirigían
a los vestuarios al finalizar el partido, como si entre los dos cargasen con la
responsabilidad de sobrellevar cada
derrota humillante con la rabia propia
de cualquiera que albergase un mínimo de
amor propio, porque al finalizar cada encuentro, y a pesar de las palizas que
padecían, en el resto del equipo nunca,
nadie, hubiese encontrado el menor gesto de vergüenza, tristeza o contrariedad;
solamente apatía, indiferencia y una frialdad que -por qué no decirlo-incluso
me resultaba inquietante.
Sin embargo, debo confesar que el principal motivo por el que asumí el reto de dirigir al
peor equipo de baloncesto de la historia
fue la vanidad, la confianza no bien ponderada en mis habilidades, reafirmada, sobre todo, debido a algunos éxitos anteriores que
coseché en otros clubs. Eso fue lo que
en realidad me animó a dar el paso y a decir sí, no se
preocupen, yo voy a hacer de sus vástagos unos guerreros, voy a transformar a esos
pazguatos imberbes en todos unos
hombres, en un equipo campeón.
Recuerdo perfectamente la tarde de niebla húmeda en que informé de mi decisión a los diez padres. Me rodeaban en
un semicírculo en el centro de la pista y me miraban atentos, igual que jueces
ante un opositor. No hubo algarabías. Solamente uno de ellos, el más alto, el que
ocupaba el centro de la medialuna, avanzó marcialmente tres pasos al frente, me
tendió una mano muy poco trabajada, suave, extraordinariamente suave y cálida, y mientras me estrechaba firmemente la mía y el
resto de los padres observaban impertérritos la escena, exhalando rítmicamente
a través de los orificios nasales delgados chorros de vaho, me dijo: gracias,
sinceramente, tendrás todo nuestro apoyo. Y a partir de aquel día me convertí
en el hombre de la fe inquebrantable, en el santo Job de las pistas de la liga
juvenil comarcal a costa de despilfarrar todo el prestigio acumulado de los
últimos años. Durante esa semana, en el club todos me daban palmadas en la espalda.
Otros me soslayaban y sonreían y yo y mi autoestima pretenciosa nos empeñábamos en convencer y pontificar a propios y extraños de que los malos jugadores
no existían; existen los malos entrenadores...
Ha pasado tanto tiempo desde esos días que los rostros de
aquellos doce muchachos se habían perdido en mi memoria. Pero ayer me topé con
uno de ellos y viéndole a él los vi a todos de nuevo, disciplinados, serios,
casi tristes, tristemente esforzados,
tristemente apáticos, obedientes y derrotados día a día, siguiendo escrupulosamente
un plan trazado para su bien que permitía la continuidad generacional de un modo de ser
y estar sobre el mundo. Yo tomaba una cerveza sobre la barra del bar y hojeaba
descuidadamente el periódico del día
anterior, haciendo tiempo mientras esperaba a unos amigos. Nos vimos y
nos reconocimos en un primer cruce de
miradas inadvertidas, pero los dos evitamos mantenerlas, como negándonos a
nosotros mismos el tiempo pasado en que
uno y otro cumplimos con una misión de reciprocidad inevitable. Yo disimulo muy
mal y me violenté un poco, pero en él no
observé nada, ni un gesto, ni una leve mueca, ni un apresuramiento en los
ademanes o una voluntad artificiosa por llevar los ojos fuera del alcance de
los míos. A medida que se dirigía al punto de la barra en el que yo me encontraba
empecé a notar el efecto calórico de las ondas invisibles que causa esa extraña
energía producida ante los encuentros insospechados no deseados.
Mi ex pupilo se acercaba y los dos esperábamos
el cruce inevitable. Tan inevitable como que al llegar a mí nuestros hombros se rozarían. Ya casi estábamos a la par, prácticamente
uno al lado del otro, y entonces reparé en que no iba solo. De su mano caminaba
una niña, su hija, de unos siete años de edad, vestida impecable, peinada con
dos coletas atadas con sendos lacitos de tela escocesa. La banqueta en
que me sentaba se había desplazado un poco hacia el pasillo de modo que
él se agachó levemente para ayudar a la niña a pasar y fue gracias a esa
maniobra que se produjo el encuentro, el fortuito encuentro anunciado, el
saludo insoslayable, el apretón de manos y los dos rostros frente a frente,
observando el uno sobre el otro el paso del tiempo. Sonreí y él lo intentó,
pero su cara no produjo más que un imperceptible destello de alegría, un
sentimiento incierto y voluntarioso que quería
expresar amable y sencillamente nostalgia
y que sin embargo no evocaba más que cierto rencor atenuado, un complejo resentimiento
sin densidad, sin cuerpo, perdido en el
recuerdo y, ciertamente, nunca confesado.
Sin preguntárselo, me dijo de un modo inquietantemente
mecánico que era ingeniero, que viajaba
constantemente, que los seis últimos meses había estado en México y que después
de fiestas salía de viaje hacia Canadá,
donde se responsabilizaría de la construcción de una nueva planta de producción
de la multinacional para la que trabajaba. Yo intenté decirle que ya no era
entrenador de baloncesto y que ahora era
funcionario, pero no pude. La niña le tiraba de la manga y le acuciaba para
salir del bar. Antes de que saliese, le puse la mano en el hombro y le pregunté
con la mejor de mis sonrisas y del modo más sincero que pude ¿Eres feliz?.
Entonces, él, por fin, sonrió, con la misma sonrisa boba con la que excusaba todos y cada uno de los
innumerables errores que cometía en
todos los partidos de baloncesto que le
dirigí. Después, sin volverse ni por un
momento hacia mí, salió del bar con su niña erguido y seguro de sus pasos, y ya no le volví a ver.