Me cité con un amigo porque necesitaba desahogarse, o consolarse, o quizá pensó que
yo podría, por fin, ofrecerle alguna
solución. Los problemas de amor tienen
siempre mal pronóstico. Al final, cada cual se busca la vida como puede y suele
ocurrir que cuando intentamos hallar
remedio a lo irremediable no hacemos más que hollar la rueda sobre el barro y
hundirnos.
Pero es difícil
decirle a alguien a quien aprecias, angustiado y herido por el desamor, mira, escucha, si no te quiere no te quiere y
no te va a querer nunca, así es que asúmelo y a otra cosa. De manera que
escogemos la cafetería más concurrida, le invitamos a café y junto al ventanal
que da a la calle, mientras él o ella miran embobados los coches pasar, empezamos a asesorarle con consejos que un día nos dieron a nosotros
y no obtuvieron más resultado que el desengaño, el dolor y la desilusión.
Sin embargo, en
este caso concreto los hechos no sucedieron como suelen suceder. Sospechosamente, se
presentó con gran energía, ufano,
mostrando cierta voluntad de aparentar seguridad y entereza, nada que ver con
alguien a quien acaban de abandonar, nada que ver con alguien que ve cómo la persona
con quien había imaginado toda una vida juntos, emancipados, no sólo se niega a
compartir su destino sino que además le desprecia.
A priori, yo
tenía primero la obligación de escucharle, más que nada para poder hacerme una
idea de la situación real y después ofrecerle mi apoyo y mis consejos que, como
todos los consejos que se dan en estas situaciones, suelen resultar inútiles. Pero,
qué se yo, hay que darlos.
¡Y ya lo creo que
le escuché!. Estuvo hablándome durante dos horas largas. En la mesa ya no cabían
más tazas de café y salimos un par de veces a fumar a la calle, con un frío de
mil demonios que no parecía hacer
mella en él, porque fumaba compulsivamente, gesticulando, arguyendo y fundamentando incesantemente sus consideraciones, mirándome muy fijamente a
los ojos, a veces dirigiéndose al cielo, como buscando del altísimo la voz
definitiva que le ungiese de una razón incontestable.
Yo no veía en él
a un hombre roto, afligido, torturado por la pena inconsolable de la desafección,
atormentado por la impotencia de no encontrar la manera de recuperar a su amor.
Más bien lo contrario. Su actitud era altiva. Cada una de sus palabras expresaba
una seguridad en sí mismo un tanto extraña para alguien a quien han dado
calabazas. Decía de sí mismo que era lo
mejor que nadie podía encontrar. Sus virtudes, sus orígenes, su sabiduría y el resultado de su experiencia le
posicionaban como el compañero ideal, ante el que nadie en su sano juicio puede
resistirse y ante el que nadie podría llegarle a la suela de los zapatos,
porque no va encontrar a nadie como yo, eso que se lo vaya quitando de la cabeza.
Quizás fue por
esas razones por las que en ningún momento percibí en su mirada o en su
expresión pesadumbre, angustia o inquietud, el dibujo delator de los gestos que
imprimen en nuestro semblante los efectos devastadores del desamor. Al contrario. Incluso en algún momento
llegué a alarmarme porque pensé que mi amigo había entrado en la espiral peligrosa de la
irrealidad, ese proceso a través del cual uno redime los defectos propios en
base a una acción combinada de excesiva autoestima, sueños de grandeza y desprecio por lo ajeno.
Y, para qué engañarnos,
algo de eso advertí. Quizás no había
razón alguna para la alarma, y solamente
trataba de construir con su obcecación irracional un arma con la que protegerse emocionalmente de la tristeza y del dolor, de
una realidad adversa. Tanto era así que finalmente interrumpí su discurso y le pregunté a bocajarro ¿Pero tú
la quieres? Me respondió arrugando las
cejas, como diciendo, ¡Y eso qué más da!
Él supo en
seguida que yo había traducido correctamente su gesto y, efectivamente, acabó
por constatar mis sospechas. La aclaración que le había pedido le desconcertó porque
en realidad, la cuestión de fondo no era qué podía hacer él por recuperarla a
ella. Para mi amigo, la cuestión importante era que ella tenía la obligación de quererle, porque era más guapo, más
listo, más inteligente; porque quien había tenido la gran fortuna de conocerle
y no apreciaba todo lo que podía ofrecerle
en un futuro es que era tonta.
Claro, llegados a
este punto de nuestro encuentro yo preví
que la conversación se acercaba a su fin. De hecho, hacía ya unos minutos que
me había arrepentido de no haberle dado una buena excusa para no presentarme a la cita. Le aconsejé como buenamente supe
sobre la necesidad de decidir entre dos únicas alternativas: o bien aceptaba que lo
suyo era imposible y recomponía su vida estableciendo otros horizontes, o bien
la seducía, para lo cual le aconsejaba que no renunciase a su identidad,
pero sí un poco de humildad.
Y efectivamente,
sucedió que lo que hacía unos segundos había pronosticado. Se levantó súbitamente de la mesa con cierto
ademán de perplejidad, contrariado, como
si yo no hubiese entendido nada de lo que él me había explicado. Se enfundó el
abrigo, me dijo que los cafés corrían de mi cuenta y antes de darse media
vuelta y salir definitivamente por la puerta se acercó a mí y me susurró “Eres como ella, como todos los demás, un botifler”. No
le he vuelto a ver.