miércoles, 14 de febrero de 2018

San Valentín desencadenado



Me cité  con un amigo porque necesitaba desahogarse, o consolarse, o quizá pensó que yo podría, por fin,  ofrecerle alguna solución. Los problemas  de amor tienen siempre mal pronóstico. Al final, cada cual se busca la vida como puede y suele ocurrir que  cuando intentamos hallar remedio a lo irremediable no hacemos más que hollar la rueda sobre el barro y hundirnos. 

Pero es difícil decirle a alguien a quien aprecias, angustiado y herido por  el desamor,  mira, escucha, si no te quiere no te quiere y no te va a querer nunca, así es que asúmelo y a otra cosa. De manera que escogemos la cafetería más concurrida, le invitamos a café y junto al ventanal que da a la calle, mientras él o ella miran embobados  los coches pasar,  empezamos a asesorarle  con consejos que un día nos dieron a nosotros y no obtuvieron más resultado que el desengaño, el dolor y la desilusión.

Sin embargo, en este caso concreto los hechos no sucedieron como suelen suceder. Sospechosamente, se presentó con gran energía, ufano, mostrando cierta voluntad de aparentar seguridad y entereza, nada que ver con alguien a quien acaban de abandonar,  nada que ver con alguien que ve cómo la persona con quien había imaginado toda una vida juntos, emancipados, no sólo se niega a compartir su destino sino que además le desprecia. 

A priori, yo tenía primero la obligación de escucharle, más que nada para poder hacerme una idea de la situación real y después ofrecerle mi apoyo y mis consejos que, como todos los consejos que se dan en estas situaciones, suelen resultar inútiles. Pero, qué se yo, hay que darlos.

¡Y ya lo creo que le escuché!. Estuvo hablándome durante dos horas largas. En la mesa ya no cabían más tazas de café y salimos un par de veces a fumar a la calle, con un frío de mil demonios  que no parecía hacer mella en él, porque fumaba compulsivamente, gesticulando,  arguyendo y fundamentando incesantemente sus consideraciones, mirándome muy fijamente a los ojos, a veces dirigiéndose al cielo, como buscando del altísimo la voz definitiva que le ungiese de una razón incontestable. 

Yo no veía en él a un hombre roto, afligido, torturado por la pena inconsolable de la desafección, atormentado por la impotencia de no encontrar la manera de recuperar a su amor. Más bien lo contrario. Su actitud era altiva. Cada una de sus palabras expresaba una seguridad en sí mismo un tanto extraña para alguien a quien han dado calabazas. Decía de sí mismo  que era lo mejor que nadie podía encontrar. Sus virtudes, sus orígenes,  su sabiduría y el resultado de su experiencia le posicionaban como el compañero ideal, ante el que nadie en su sano juicio puede resistirse y ante el que nadie podría llegarle a la suela de los zapatos, porque no va encontrar a nadie como yo, eso que se lo vaya quitando de la cabeza. 

Quizás fue por esas razones por las que en ningún momento percibí en su mirada o en su expresión pesadumbre, angustia o inquietud, el dibujo delator de los gestos que imprimen en nuestro semblante los efectos devastadores del desamor. Al contrario. Incluso en algún momento llegué a alarmarme porque pensé que mi amigo había  entrado en la espiral peligrosa de la irrealidad, ese proceso a través del cual uno redime los defectos propios en base a una acción combinada de excesiva autoestima, sueños de grandeza  y desprecio por lo ajeno. 

Y, para qué engañarnos,  algo de eso advertí. Quizás no había razón alguna para la alarma, y solamente  trataba de construir con su obcecación irracional  un arma con la que  protegerse  emocionalmente de la tristeza y del dolor, de una realidad adversa. Tanto era así que finalmente interrumpí  su discurso y le pregunté a bocajarro ¿Pero tú la quieres?  Me respondió arrugando las cejas, como diciendo,  ¡Y eso qué más da!  

Él supo en seguida que yo había traducido correctamente su gesto y, efectivamente, acabó por constatar mis sospechas. La aclaración que le había pedido le desconcertó porque en realidad, la cuestión de fondo no era qué podía hacer él por recuperarla a ella. Para mi amigo, la cuestión importante era que ella tenía la obligación de quererle, porque era más guapo, más listo, más inteligente; porque quien había tenido la gran fortuna de conocerle y no apreciaba  todo lo que podía ofrecerle en un futuro es que era tonta. 

Claro, llegados a este punto  de nuestro encuentro yo preví que la conversación se acercaba a su fin. De hecho, hacía ya unos minutos que me había arrepentido de no haberle dado una buena excusa para no presentarme  a la cita. Le aconsejé como buenamente supe sobre la necesidad de decidir entre dos únicas alternativas: o bien aceptaba que lo suyo era imposible y recomponía su vida estableciendo otros horizontes,   o bien la seducía, para lo cual le aconsejaba que no renunciase a su identidad, pero sí  un poco de humildad.

Y efectivamente, sucedió que lo que hacía unos segundos había pronosticado.  Se levantó súbitamente de la mesa con cierto ademán de perplejidad,  contrariado, como si yo no hubiese entendido nada de lo que él me había explicado. Se enfundó el abrigo, me dijo que los cafés corrían de mi cuenta y antes de darse media vuelta y salir definitivamente por la puerta se acercó a mí y me susurró  “Eres como ella, como todos los demás, un botifler”. No le he vuelto a ver.

lunes, 12 de febrero de 2018

Un invierno de otros tiempos



Cuando el sol ilumina la lluvia se produce el arcoíris. Para observarlo hay que mirar hacia el horizonte. Las leyes de la física así lo dictan. Si la física no fuese gobernada por sus leyes, yo elegiría ver el arcoíris más de cerca, asomado a  la ventana, mientras me fumo un cigarrillo enriquecido y veo a un palmo de mis narices el detalle de la luz descomponiéndose en colores, atravesando libremente cada gota de agua sin la necesidad de construir un semicírculo perfecto, tal y como establece la ley de la descomposición refractiva a lo largo de su articulado. 

Entonces, si yo fuese capaz de desobedecer la ley,   en el aire de las calles mojadas flotarían infinitos alfileres de color que se precipitarían incesantes al asfalto, o sobre  los paraguas transeúntes, salpicando en sus cúpulas negras, minúsculas chiribitas pigmentadas.  Si fuese así, en el momento del chubasco psicodélico, la ciudad se transformaría en un paraíso hippie invadido por miles de centellas caleidoscópicas y las gentes no dudaríamos ni un instante en  aparcar nuestros deberes para disfrutar durante unos minutos de semejante espectáculo.

Alguna vez he imaginado que me convierto en un superhéroe sin trabajo y que en una noche de orvallo puedo volar igual que Batman. Imagino que sobrevuelo los tejados y las azoteas de la ciudad a altas horas, bajo el agua, en un momento en que hasta los delincuentes duermen, de manera que,  libre de obligaciones,  me dedico a buscar contra el reflejo de la lluvia en las farolas avenidas flotantes de colores, un bulevar de ensueño coronado por las líneas horizontales del arcoíris que dibujan en el aire la curvatura de las calles sinuosas. 

Sin embargo, la realidad es la que es, y por más que fumemos o soñemos  jamás podremos caminar bajo el arco formidable que construyen  la luz y  la  lluvia. Yo estoy seguro de que cada gota de lluvia iluminada por el sol contiene los siete colores de Newton, pero no lo puedo ver, ni tocar, porque cuando el agua cae sobre mi mano, la luz se evapora  y solo puedo ver transparentadas las arrugas de mi piel encarnada.

Ayer nevó. No suele nevar por aquí. Para colmo de la excepción, nevaba y al mismo tiempo lucía el sol. Frágiles copos de nieve se precipitaban sobre el suelo frío de un modo misterioso, porque no había nubes en el cielo. Nadie sabía si el viento del norte había transportado la nieve desde las montañas o si tras el cielo azul se escondía el nublado  negro que la precipitaba. 

Había quien decía que eso era un mal presagio, que cuando nieva sin nubes significa que algo no anda bien. Todo era muy extraño, pero así ocurrió. Yo busqué un resquicio de horizonte entre los bloques de viviendas, más allá de los límites de la calle, y oteé perseverante el arcoíris. Al fin y al cabo, me dije, la nieve no es más que agua y si el sol atraviesa sus copos, en algún lugar evacuará la luz de su descomposición.

Nada. El resultado fue nada. Finalmente se nubló y al ocupar el cielo las nubes negras, dejó de nevar. Al poco, el frío se recrudeció y el orvallo helado e insistente sumió a la ciudad en un invierno gris durante días. Parecía un invierno de otros tiempos.

lunes, 5 de febrero de 2018

Besiversario




"Y el beso se hizo carne, y habitó entre nosotros" Juan 1:14 (bis)

Siento contradecir a nihilistas, punkis epígonos  y demás impostores de la nada,  pero sólo el futuro es real. 

Es verdad: lo que quedó atrás ocurrió,  pero ha extraviado su materialidad.   

Quizá solamente podamos percibir  la consecuencia de su acontecer, que reclama presencia hoy y jura promesa mañana.

Porque  el  consuelo de la historia es  el vestigio de su protagonismo, la  impronta grabada del tiempo que pervive más allá de lo que le fue reservado  gracias a  la trascendencia  de sus actos.

Y es que el recuerdo no  alivia. Es más, la memoria y las imágenes que alimentan nuestra  nostalgia  no consiguen más que hurgar  en la impotencia de una restauración  y constatar la caducidad  de  lo  acaecido, la imposibilidad de una reencarnación de los espacios, las palabras y los gestos de aquellos días gloriosos; el sabor,  el aroma y el tacto conjugados en la ternura de un primer beso.

Uno persiste, invoca y evoca; ruega una vuelta al ayer, la restitución  de la materia, el viaje  milagroso que le transfiera a los lugares donde sucedieron aquellos segundos cruciales para comprobar que nada ha cambiado. 

Y es cierto, nada ha cambiado, excepto que los árboles son más frondosos y más viejos, la piedra es más oscura y el invierno ya no respira  la niebla que velaba los bancos.

Así que quedan pocas opciones.

Una es hallar el verbo que insinúe la levedad exquisita de aquel instante, fundador de tanta  vicisitud.

Otra es confiar en el futuro como única posibilidad creadora, encomendar y disponer en el altar de lo porvenir nuestras ilusiones y nuestro amor, el único lugar donde día tras día se reproduce con plenas garantías el milagro restablecido de nuestro primer beso.