El día en que Juan Carlos de Borbón salió por piernas de España tras conocerse su enésimo escándalo de corrupción y tras instalarse cómodamente en el harén de un sátrapa, las calles de las ciudades del Reino de España no se llenaron de banderas republicanas, la gente siguió a la suyo, las redes sociales hirvieron de indignación poco ejecutiva y los partidos conservadores y fascistas defendieron sin pudor la honorabilidad de un tipo que había estado enriqueciéndose con negocios sucios, aprovechando su cargo y ostentando una actitud moral poco cercana a la ejemplaridad.
Años atrás, tras la revelación de la rapiña que la familia Pujol-Ferrusola había perpetrado en su amada Cataluña, los tambores nacionalista tocaron a rebato y se puso en marcha la campaña de marketing político más grande que ha conocido nuestro país, con el objetivo de camuflar el desfalco del rey catalán, refundar un partido marcado por el 4% e impedir el acceso al poder de los partidos que capitalizaban el movimiento de los indignados. Con el procès finiquitado y las fuerzas políticas que lo llevaron a cabo divididas, el entorno social, político e ideológico que lo impulsó con el único fin de conservar el poder, inicia ahora la revisión de la historia y lucha por reivindicar la supuesta obra de gobierno de la figura del padre de la patria catalana, política y moralmente acabado.
Causa estupor y vergüenza ver que ninguno de estos dos ciudadanos ha tenido que dar cuentas de sus tropelías ante la justicia, en mi opinión, uno de los peores delitos que un hombre puede llegar a cometer, a saber, aprovecharse del poder que los ciudadanos les han otorgado para enriquecerse -únicamente para enriquecerse. Es decir, robar lo que es de todos haciendo prevalecer la ventaja de estar al frente de las instituciones del Estado. No hay nada más vulgar y sin embargo, trascendentalmente más grave.
De manera que el Bribón vuelve al mar y Pujol a los palacios, y cada cual acompañado de sus respectivos séquitos, es decir, de aquellos hombres y mujeres a los que se la trae al pairo acompañar a semejantes sujetos, bien porque no les parece mal su actividad delictiva, bien porque también ellos la cultivan, o bien porque, como esos pajarillos parásitos que se acomodan en las fauces del hipopótamo para alimentarse del sarro de sus colmillos, obtienen a cambio de su servilismo pingües beneficios. Empresarios, conseguidores, intermediarios, hidalgos de la postmodernidad, chorizos de alta alcurnia y de baja estofa, y periodistas pesebreros que, gracias al poder de influencia que detentan, blanquean los desmanes de ambos y les presentan como víctimas de un sector ideológico pretendidamente antipatriótico, convirtiendo así a los denunciantes en poco menos que proscritos traidores.
Pero si sobre este asunto hay algo verdaderamente ignominioso y sangrante es la defensa a ultranza desde púlpitos soberanos que ejercen algunos partidos políticos con representación parlamentaria, para quienes los señores Borbón y Pujol son personalidades históricas de moral intachable a las que no sólo hay que respetar, sino admirar, o incluso adorar. Resulta del todo incomprensible cómo alguien, cualquiera que sea su signo político, puede ser capaz no sólo de obviar la evidencia, sino de señalar descaradamente y sin sonrojo a quien denuncia a los ladrones, y más inconcebible, si cabe, que millones de españoles compren semejante mensaje y lo refrenden después en las urnas.
Toda esa gente soberbia de desvergüenza rampante, maleducada en los colegios más caros, que se alimenta en la ciénaga donde habitan los hipopótamos, debería tatuarse en la frente la famosa frase de Cicerón: “Servirse de un cargo público para enriquecimiento personal resulta no ya inmoral sino criminal y abominable”. Sigamos votando a quienes votamos y saliendo a la calle a saludar con entusiasmo y veneración a los héroes de sus patrias, y vayamos olvidándonos ya del sueño republicano. Desgraciadamente, la III República Española ni está entre las inquietudes mayoritarias de la sociedad española, ni se la espera, porque ni siquiera en 1931 la situación fue tan objetivamente proclive como la que hemos vivido este último lustro. Y aquí y así andamos, en el maravilloso reino de España.