lunes, 2 de diciembre de 2024

Una sidra con Pedro Vallín

 


Hoy me encuentro optimista. Debe ser el espíritu navideño. Tras la desgracia de Valencia, el cambio climático acaba de constatar su real presencia, concreta, objetiva, terrible, consecuencia de una actividad industrial inusitada, desatada durante más de siglo y medio por el liberalismo, que también, por si fuera poco, nos ha regalado el progresivo crecimiento y normalización social y política de los fascismos posmodernos, populismos de ultraderecha -o como queramos llamarlos.

En paralelo, observamos también  el aumento exponencial del negacionismo científico, y de la difusión masiva de la mentira y la falsedad institucionalizadas e industrializadas; el desprestigio progresivo de las políticas sociales y el ataque feroz -convenientemente financiado- contra los políticos que encarnan y representan opciones, ya no alternativas, sino sencillamente sensatas; la comercialización o transformación en objeto comercial de todo bien o actividad cultural; la transformación masiva y global de la cultura en una industria del entretenimiento huero, vacío, a través de las grandes plataformas televisivas de pago, o de las redes sociales, que deja fritas nuestras neuronas, listas para emplatar; el ensimismamiento occidental que nos produce ceguera y nos impide  ver otros lugares del planeta que no cuentan con nuestro bienestar; la normalización de la violencia de Estado - terrorismo de Estado- en aras de los equilibrios geopolíticos, que está produciendo nuevos genocidios; la amenaza real de una tercera guerra mundial, gracias a la OTAN y a Vladimir Putin; la perspectiva de que la mal llamada Inteligencia Artificial destruya millones de empleos cualificados a medio plazo y empuje a las clases medias a la misma vulnerabilidad y precariedad que la clase obrera…

Hay quien dice que esto no es así y afirma que los occidentales vivimos en el mejor de los mundos posibles, o al menos en el menos malo. Una de esas personas es el filósofo Javier Gomá, quien a pesar de todo se pregunta: ¿Por qué si vivimos en el mejor lugar y momento de la Historia nos encontramos en tal estado de descontento, angustia, preocupación y siempre a punto para el enfrentamiento y la crispación?

Gomá no busca las causas de la desazón o de la insatisfacción en la política, o en la economía, o ni siquiera en la historia. Para el escritor vasco, autor entre otras muchas obras de la “Tetralogía de la ejemplaridad”, de “Universal concreto” o “Dignidad” (libros que recomiendo encarecidamente) la democracia liberal occidental es la causa del mejor momento de la humanidad. No sólo vivimos más años y mejor, o estamos mejor atendidos y educados que nunca, sino que colectivamente hemos progresado moralmente de un modo extraordinario. Pero entonces ¿Por qué estamos tan terriblemente enfadados?

La respuesta del pensador de la filosofía de la Ejemplaridad la encontramos, por un lado en el individualismo social, herencia del romanticismo, que ha propiciado una vulgaridad casi hegemónica, estadio cero a partir del cual deberíamos crecer. En segundo lugar  en la indignación, producto del progreso moral, de las afrentas contra la dignidad ajena. Y finalmente, pero no por ello menos importante, en la desaparición del bloque soviético en 1989, que actuaba como chivo expiatorio de todos los males que afectaban a las democracias liberales y que ahora buscamos internamente, entre nosotros.

Ante esta situación, la solución que propone Gomá es de raíz Krausista: la educación. Gracias a la educación y la formación podremos quitarnos de encima el malestar y, partiendo de  ese estadio cero de la vulgaridad rampante, seremos capaces de construir una mayoría selecta, en oposición al aristocratismo de Ortega y Gasset, que defendió la constitución de élites directoras, minorías selectas,  para la regeneración social.

No parece que el sistema educativo esté pasando por su mejor momento. No pocos Estados norteamericanos han prohibido hablar de Darwin en las escuelas. Ya en los años 80, según consignó Susan George, el 60% de los norteamericanos creía en Adán y Eva como sus antecesores reales. Los universitarios y los maestros españoles no leen más que lo estrictamente necesario para aprobar sus exámenes o realizar sus trabajos. La educación pública española, en todos sus niveles, se halla en estado de decadencia y derribo y, a la luz de la creciente polarización, no se esperan cambios a mejo ni a largo plazo, pues sus señorías andan ocupados en otros menesteres.

Soy un convencido de que la educación detenta un poder transformador extraordinario, único. Pero cada sociedad tiene la educación que quiere tener. El modelo, por supuesto, lo imponen las clases privilegiadas con el objetivo último de que nada cambie y mantener su posición predominante.

A pesar de la valía y la importancia de toda la obra de Javier Gomá, a la hora de analizar nuestra época, el escritor se niega a surfear las olas de la política, de las ideologías y de la economía. En un post reciente publicado en Twitter ( o X, qué más da) afirma que “la politización del mundo en la vida es un asco. Lo peor sobreviene cuando esa colonización alcanza al pensamiento. La inmensa mayoría de lo que uno lee hoy bajo el nombre de pensamiento no es tal, sino ideología, que es la política infiltrada en la conciencia.

Por tanto, quien busque en Javier Gomá propuestas susceptibles de caminar la senda de la política, que desista. Sorprendentemente, sus libros las contienen, y algunas muy similares a las de pensadores clásicos contemporáneos, marxistas para más señas; pero él se niega a aceptar que su obra, en realidad es una invitación a la construcción colectiva de un nuevo modelo social, a una transformación. Por eso estoy convencido que actualmente, por mucho que Gomá se defina y se sienta cómodo en el Chester del liberalismo clásico, hoy día es un revolucionario, no en cuanto a propuestas económicas, por supuesto, sino a los aspectos morales y éticos.

Gomá no quiere saber nada de la política. Punto. Esboza alguna que otra idea pero dicho en román paladino, no se moja, quizás porque, como liberal convencido que es, confía en que los hombres y mujeres occidentales sabrán orientarse convenientemente en este atolladero, en el que se da la situación que he descrito muy someramente al inicio. El único lugar donde podemos leer, strictum sensum, a un Gomá político es en “Verdades penúltimas”, libro publicado por la editorial Arpa en abril del presente año y que transcribe cinco conversaciones con su amigo Pedro Vallín.

Pedro Vallín  (Colunga, Asturias, 1971)  es un extraordinario periodista, inteligente, muy bien informado, de estilo sumamente atractivo, capaz de ofrecernos la actualidad desde ángulos inauditos vinculando su afición y conocimiento del cine, la literatura y la filosofía a todo tipo de acontecimientos sociales, políticos y culturales, lo cual da como resultado jugosas reflexiones, incisivas, singulares y profundas, ricas en matices y sumamente creativas.

Por eso, para hablar de lo que dice, de cómo lo dice, de lo que piensa y escribe, uno debe asumir el riesgo de sufrir su conocidísima cachaza asturiana, látigo inclemente de mercaderes, tribuletes, plumillas del tres al cuarto y twiteros desvergonzados, porque a Pedro Vallín le va el Rock&Roll con chile, y la sidra con ginebra, y no repara en recursos a la hora de arrastrar por el estercolero opiniones ajenas, si es que no le parecen inteligentes o fundamentadas. Digamos que su subjetividad es algo más belicosa que la de la mayoría de mortales. Y lo digo con conocimiento de causa, porque he sufrido su mal beber.

Efectivamente, Pedro Vallín afirma que “como lector, la inteligencia me embriaga pero la belleza me rinde.”  La inteligencia y su activismo liberal, ideología que orienta todo su discurso, su posicionamiento político, ético, estético, profesional y personal en la vida. Por eso ha formado tándem con una de las cabezas mejor amuebladas del último medio siglo y esa es la razón de que su partenaire baje a la arena de la política, porque a Vallín le chifla revolcarse en la política.  Podría aprovechar y recensionar el libro, o también “C3PO en la corte del rey Felipe”, otra estimulante obra de Vallín (también en la editorial Arpa), expresión esencial de sus puntos de vista y muy  revelador en algunos aspectos de la política española de los últimos tiempos.

Zweig y Polany, dos miradas coetáneas hacia el futuro

Y entonces ¿ A cuento de qué Gomá y Vallín? Hay quienes llaman llorones a quienes nos da por pintar un mundo como el que he descrito en un ataque de optimismo en el primer párrafo, como si hubiese otro modo de pintarlo. Quizás sí, pero el cuadro resultante sería una obra abstracta, una ensoñación. Lo cierto es que desde los atentados del 11 de Septiembre en los Estados Unidos de América, el panorama económico, político y social se va pareciendo más a aquellos años previos que desembocarían en la gran hecatombe de la nuestra civilización y que Stefan Zweig narra en su célebre libro autobiográfico “Los días del ayer”.

La lectura de esta obra nos desvela cómo las clases medias europeas, hijas legítimas y únicas usufructuarias de las bondades del liberalismo -encantadas de haberse conocido- celebran a diario el bienestar de sus vidas fruto de la explotación de millones de trabajadores y de dos revoluciones industriales que han desplegado una actividad fabril febril, nunca conocida en la historia,  de tal manera que podríamos considerarlas como el nacimiento de la crisis climática planetaria.

Por supuesto, el autor, miembro excelso de la burguesía centroeuropea, ni se digna mencionar a las clases trabajadoras. Página a página describe la maravillosa época que le tocó en suerte vivir hasta que, sin saber cómo, todo ese mundo feliz se derrumbó con la irrupción- cual elefante en cacharrería- de los fascismos europeos, del nazismo, del movimiento obrero y de la Revolución Bolchevique.

Zweig se pregunta una y otra vez, en las páginas finales, qué ocurrió para que su sociedad elegante, cultivada y moralmente satisfecha se rasgase como paño barato y deviniese en un infierno, en el final de la civilización occidental. No soy yo muy amigo de la literatura de Zweig. Su estilo no ha aguantado el paso del tiempo y los temas que trata no me interesan, pero el libro en cuestión es un documento valioso a tener en cuenta, sobre todo como espejo retrospectivo para reconocer lo que ahora nos sucede.

El punto de vista que complementa con rigor histórico, político y filosófico el fresco literario del autor austriaco es el de Karl Polany y su libro -imprescindible- “La gran transformación.” Polany es húngaro de nacimiento, hijo de acomodados padres judíos, austriaco de adopción y exiliado a Gran Bretaña y los Estados Unidos durante el nazismo. Este antropólogo, economista y sociólogo es coetáneo a Zweig. Tan sólo se llevan cinco años. Por tanto, ambos degustaron las mieles de la edad de oro del liberalismo, aunque sus intereses y sus puntos de vista difieren, porque si en Zweig  encontramos el lamento suicida por el paraíso perdido, en Polany hallamos las respuestas a los dramáticos interrogantes del novelista, y por ende, la prefiguración de lo que podríamos llegar a vivir en pleno siglo XXI si no le ponemos remedio.

Polany lo deja meridianamente claro. No busquemos “en desiertos lejanos”, como dijo aquel infausto español de bigotito oscuro. El desmoronamiento de la civilización occidental, el nacimiento y desarrollo del fascismo y del nazismo se debieron al liberalismo. Es el liberalismo, también llamado sistema de libre mercado, acompañado y auspiciado por las democracias liberales, asumido e inoculado en la sociedad no ya como sistema económico, sino cultural,  como cosmovisión ineludible, el padre legítimo, denodado constructor  y causa del infierno europeo de la primera mitad de siglo -y si no le ponemos remedio, de nuestro futuro.

Esa conclusión no es una mera opinión. Llega a ella tras analizar somera y exhaustivamente la economía, la política y la sociedad occidental desde las primeras décadas del siglo XIX, momento en que los países occidentales establecen el patrón oro, el dinero se convierte en materia de especulación y el trabajo en objeto de mercado. Millones de personas sufrirán en el 1800 el desarraigo, la aculturización y la explotación más terrible que nunca se haya conocido en la Historia. Estamos ante el nacimiento del capitalismo, sustentado y propiciado por los Estados que lo compulsan y lo impulsan a través de la legislación supuestamente democrática gracias a democracias censitarias, también autoproclamadas como liberales.

En la última década del siglo XIX y la primera del XX, tras una explosividad inaudita de producción a escala mundial debida al avance tecnológico, hay un momento en que circula en el mercado global más mercancía de la que se puede vender y comprar, y se produce la deflación. Tras el Reino Unido, los gobiernos empiezan a renunciar al patrón oro, instauran duras políticas arancelarias y proteccionistas, mientras luchan por las materias primas en África y Asia.

Empiezan las escaseces, el paro, la ruina de los pequeños inversores, y más explotación. El conflicto social estalla. La burguesía o las clases medias, estandartes sociales del liberalismo, detentadoras de las democracias que legislan a conveniencia  de sus intereses,  atemorizadas por la explosión emergente y pujante de los que Polany denomina como movimientos colectivistas, que amenazan su posición y sus beneficios, impulsa, fabrica, protege y finalmente facilita el poder a los fascismos europeos, que surgen en todos y cada uno de los países europeos, con el nazismo alemán como movimiento político que ocupará el poder, junto a Mussolini en Italia y Franco en España. Y que nadie se llame a engaño: el hecho de que el partido del Hitler contenga el adjetivo socialista no lo convierte en socialista, del mismo modo que el PP europeo y español son cualquier cosa menos popular. Bien al contrario, es un partido totalmente liberal, instrumento político del gran capital.

El resultado del currículo liberal es destrucción, dolor y muerte masiva. Nunca la humanidad vivió algo semejante. El emisor de relatos del sistema cultural capitalista del que formamos parte y al que obedecemos sin rechistar nos ha repetido hasta la saciedad que la pugna de los movimientos socialista y comunista frente al fascismo o el nazismo fue lo que propició el desastre. Algo así como una lucha entre dos utopías que aspiraban a la perfección sin reparar en costes de vidas de las que, por supuesto, hay que huir. El liberalismo sólo pasaba por allí. Pero no. Es el liberalismo la causa directa.

Sobre las ruinas de su acción, el liberalismo resurgió más sabio, esta vez desde el otro lado del Atlántico, para construir nuevamente en Europa la sociedad del crecimiento infinito, del beneficio, de la explotación, en esta ocasión de la mano del gran triunfador. Ahora ya sabían que hay que explotar con precaución. Es necesario proporcionar sanidad, educación, vivienda, ciertas dosis de bienestar, y convertir a la gran masa productora en el gran mercado, para que consuman y soliciten y sueñen aquellos que no necesitan, a costa incluso de la dignidad, de la que tan bien ha escrito Gomá.

Pero la bestia no descansa, la bestia es voraz, y siempre quiere más. A la bestia lo mismo le da que el planeta se convierta en un lugar inhabitable para su creador, porque, paradójicamente,  carece de conciencia humana, aunque sea nieta legítima de la Ilustración. A la bestia le es exactamente igual dejar sin sustento a millones de personas, o explotarlas laboral y culturalmente hasta envilecerlas.

Y ocurrirá  igual que ocurrió en el pasado siglo: que ante una nueva contradicción del capitalismo liberal, ante el nuevo atolladero que ya se prefigura, surja un movimiento masivo de protesta y los propietarios del dinero, los poderosos, azucen de nuevo a su jauría filofascista para proteger sus privilegios y sus intereses. De hecho, los cancerberos de la ultraderecha ya están ladrando, y algunos ya duermen en las habitaciones de la Casa Blanca. Escribí la semana pasada que el liberalismo es el monstruo goyesco del sueño de la razón, y ahora añado que el neoliberalismo es Saturno devorando a sus hijos.

Además de a Karl Polany, cualquier persona inquieta por el presente y el futuro debería hacer el esfuerzo de leer también el extraordinario libro de Gonzalo Pontón “La lucha por la desigualdad” (Editorial Pasado y Presente) que hace unos meses recensioné. Quien lea las conversaciones de Gomá y Vallín detectará una admiración casi reverencial hacia la Ilustración como la gran madre que alumbró lo mejor que ha dado la Historia, esto es, las democracias liberales occidentales.

El libro de Pontón es una enmienda total a la Ilustración. Antes que él, en 1948, poco después del fin del horror nazi y de la segunda gran guerra,  Horkheimer y Adorno ya escribieron su “Dialéctica de la Ilustración” , para afirmar que las Luces son cómplices y por tanto responsables de su propio hundimiento. Y es que es muy difícil, por ejemplo, hallar un hombre de la ilustración o inmediatamente posterior a ella que no sea racista.

Leer  a Tocqueville, autor de referencia de las democracias occidentales, es un auténtico calvario, un ataque constante a la dignidad de las personas. Pocos desconocen el gigantesco genocidio indio que los liberales demócratas cometieron en los prometedores Estados Unidos de América, pero pocos saben que los llamados padres de la nación americana, tales como Franklin, Washington o Jefferson afirmaron públicamente, no una, sino muchas veces, que “el mejor indio es el indio muerto.”

Pensar que las democracias liberales occidentales son las generadoras y las adalides de la dignidad del hombre se me antoja poco menos que un sarcasmo. Gonzalo Pontón demuestra, más allá de toda duda, que la responsabilidad de la desigualdad reside en la Ilustración, ariete intelectual con el que la burguesía colonizaría medio mundo y forjaría las democracias liberales occidentales, que hoy ya derivan hacia el neoliberalismo.

Habrá quien crea que ha valido la pena, porque no hay más que ver la vidorra que nos pegamos. Vacaciones, coche, moda, sanidad, dientes relucientes y bien colocados, educación, pensiones… Sin embargo, Pontón demuestra que todo es una gran ilusión de la que nos beneficiamos, algo, migajas,  el 20% de la población del planeta, pues las cifras globales de la desigualdad no hacen más que aumentar desde el siglo XVIII hasta nuestros días.

Pero el liberalismo es hábil, un lobo que se escabulle y se camufla bajo la lana blanca de la bondad de la democracia. Un liberal nos dirá que gracias a las democracias occidentales el mundo no sucumbió bajo el nazismo, o bajo el estalinismo, pero esconderá la pata de lobo para no desvelar que el nazismo no fue más que una excrecencia liberal, o que Francisco Franco, tras la época de autarquía, no hizo más que instaurar un sistema de libre mercado, de corte liberal de la mano de los tecnócratas del Opus.

Porque a la hora de asumir responsabilidades en la historia y en el presente, el liberalismo tan solo pasaba por allí. Liberales son todos los políticos y votantes de PP y VOX, Trump, Meloni, Le pen, Orban, y si me apuran hasta Putin, pero los liberales los tachan de ultraderechistas o neoliberales, como si hubiese alguna diferencia.

Pedro Vallín, desde su liberalismo militante, es el azote de todos ellos. En una ocasión me espetó en Twitter “¡Trump es todo lo contrario a un liberal!” ¿Y entonces qué es Donald Trump? Da la sensación al leer su “C3PO en la corte del rey Felipe” que todos aquellos personajes a los que critica, con razón y  sin piedad, miembros del llamado Estado Profundo español, hayan nacido con su maldad y su corrupción en los fondos oscuros de cuevas misteriosas con la finalidad espuria y malvada de desmontar su preciada democracia liberal, pero en realidad Vallín y los individuos objeto de su crítica escancian sidra de la misma botella.

La cuestión es que hombres y mujeres como Pedro Vallín, buenas personas, inteligentes, honestos, trabajadores, que se hacen corresponsables de los destinos de su sociedad, ni moral ni éticamente se siente cómodos en tan edificantes compañías, y niegan la naturaleza liberal de aquellos a quienes considera monstruos.

La esencia de un liberal siempre parte de la defensa de la propiedad privada, del lucro y del beneficio, del crecimiento económico, de la mercantilización de todos los aspectos de la vida,  que ponen por delante de la dignidad de quienes se la reportan, los vulnerables, la gran masa de la población. No hay salida al atolladero en el que nos encontramos dentro de un marco liberal. Es inútil. Todo consistirá en el preceptivo repaso de pintura de la fachada principal

Esta es una reflexión que debería hacer toda buena persona que, abominando de la explotación humana, defensora de la dignidad, preocupada por la crisis climática y por la pendiente vertiginosa de populismo, malestar, enfado y crispación constante, se llame a sí misma liberal. No, el liberalismo no pasaba por allí. El liberalismo es agente activo de nuestra actual situación, y como no seamos capaces de reorientarla, terminará nuevamente en una hecatombe. 

Es el espíritu navideño, que me inyecta grandes dosis de optimismo. Feliz Black Friday.

sábado, 23 de noviembre de 2024

Entre los más altos espíritus

 

Quienes carecen de autoestima a menudo desconfían de sus capacidades o incluso llegan a creer en algún momento de sus vidas que, debido a su falta de virtudes y de valores, son seres prescindibles y sin valor individual o colectivo, social.

Una educación castrante, la sucesión de fracasos durante la existencia, un enfermizo sentido congénito de inferioridad ante los demás o el llamado, hoy día, como el síndrome del impostor suelen ser algunas de las causas por las que hay personas que no se quieren a sí mismas.

Las consecuencias de esa -llamémosla platónicamente como afección del alma- pueden llegar a  ser graves, porque subsumen a quienes la padecen en la pasividad total para afrontar los retos con que a diario nos desafía la vida; en la cobardía, también en la esclavitud, o incluso en una desconfianza y un escepticismo que puede llegar a convertirse en un cinismo perjudicial para sus intereses y nefasto para sus semejantes.

En cualquier caso, aquellos seres humanos que padecen falta de autoestima tienden al decadentismo melancólico, se dejan llevar por los avatares, buscan fuera de ellos las culpas a sus males de espíritu, a lo mal que les ha ido en la vida y acaban por abrazarse a sectas, brujos, mercachifles que les ofrecen cabezas de turco propiciatorias y la solución mágica a sus males.

No pretendo ni sabría hacer un ejercicio de psicoanálisis social. Hay autores que ya anduvieron ese camino y que analizaron los motivos por los cuales nuestra sociedad capitalista industrial, o liberal occidental, podría ser una sociedad enferma. Si he planteado el asunto de la falta de autoestima es porque me da la sensación de que la sociedad occidental se encuentra actualmente en un atolladero y anda buscando una salida negándose a sí misma, cuestionando los valores que han causado un progreso moral, social y tecnológico difícilmente imaginables hace apenas un siglo y al mismo tiempo, en fenomenal paradoja, han propiciado un estado de incertidumbre, descontento y desasosiego difícilmente comparables a otras etapas de la Historia.

Parece como si la sucesión de los acontecimientos de la Historia desde la modernidad   hasta nuestros días nos haya llevado con los ojos vendados al centro de un laberinto de altos cipreses, endiabladamente intrincado, de gran complejidad, diseñado por los dioses para su diversión.

Nos encontramos como aquel viajero que, para poder pasar el control de seguridad, antes de subir al avión guardó en el bolso unas cuantas cadenas de oro que lucía en el cuello  y al salir, a fuerza de querer desenredarlas, casi cae en la locura al no conseguir desenmarañar los eslabones minúsculos que han formaron entre ellos un ovillo irrecuperable.

En esta época nuestra el tiempo parece urgirnos; tenemos la sensación de que las horas nos acucian; perdemos la paciencia y optamos por renunciar a recuperar nuestras alhajas o nos conformamos con vivir dentro del laberinto, imaginando un mundo mágico que encontraríamos si fuésemos capaces de hallar ese último recodo de ciprés para dar con la ansiada salida.

Asumimos lo que hay y vivimos con ello, evadiéndonos con entretenimientos banales, o reduciendo la incertidumbre futura a la defensa de una cotidianidad individual de sálvese el que pueda.  En el mejor de los casos, cuando nos planteamos las problemáticas que nos afectan, solemos diagnosticar el mal que nos amenaza autoinculpándonos.

Nos fustigamos y acusamos al hombre occidental como causa de todos los males del planeta, de manera que en las últimas décadas vamos escribiendo una leyenda negra que nos va despojando de todo valor y de la que todavía no se ha editado el último volumen, porque a diario escribimos entre todos un nuevo capítulo penitente.

Parecemos leprosos medievales tocando las esquilas por los caminos, avisando al mundo de que no es acerquen a nosotros, porque formamos la gran tribu de los destructores planetarios. De ahí que sea muy necesario recordar.

Hace muchos, muchos años, tras los siglos del esplendor romano, la oscuridad asoló Occidente. El cristianismo introducido en la nobleza romana, con su exaltación de la pobreza, sumado a las hordas bárbaras procedentes del centro y del norte de Europa, para las que hoy día habría quien solicitaría respeto y comprensión cultural, tumbaron la civilización.

Si embargo, a pesar del velo gris que cubrió el continente, del sometimiento del hombre a la miseria y la enfermedad, del miedo a Dios y al pavor al infierno, todo estaba claro; no había duda ni incertidumbre; la vida se desarrollaba con sentido. Como si se tratase del sistema de castas hindú, cada cual reconocía y asumía su lugar.

La justicia y la dignidad eran cuestiones que no atañían más que a aquellos que decían ser el enlace con Dios o podían ejercer su poder con la espada,  de manera que todo orbitaba en el cosmos de lo divino; el hombre tan solo era una de sus criaturas al capricho de sus designios. Todo mortal moría sin más, asumiendo su papel de pecador, temeroso del fuego infernal, porque, como decimos ahora, era lo que había. Dios era la guía y único sentido de la existencia.

Tras ese largo periodo surge el Humanismo y el Renacimiento, la luz de un nuevo tiempo en el que el hombre reclama la centralidad universal. De tal manera fue así que todavía hoy, siete siglos después, nadie osa cuestionar la importancia ni osa reprochar nada a nombres como Giordano Bruno, Galileo Galilei, Nicolás Copérnico, Miguel Ángel Buonarroti, Leonardo da Vinci, Erasmo de Rotterdam, Luis Vives, Montaigne, Rabelais, Giotto, etc. 

Si he visto más lejos es a lomos de gigantes”, dijo un siglo más tarde Isaac Newton, que es, ni más ni menos, que lo que hicieron los renacentistas: redescubrir y reinterpretar a nuestros padres, los clásicos griegos y romanos, fuentes de toda sabiduría. La influencia de Oriente en el cambio de enfoque occidental también es patente y difícilmente discutible.

De hecho, en buena medida, Europa cobra conciencia de sí misma y experimenta avances en arte, ciencia, tecnología, religión, medicina,  arquitectura y literatura gracias al comercio con los árabes, África y Asia. Sin ir más lejos, conocemos la obra de Aristóteles a través de Averroes. De modo que en la conformación de lo que vino en llamarse el antropocentrismo participaron sabios de muy diferentes extracciones culturales y puntos geográficos. Digamos que el antropocentrismo no es un hecho exclusivamente occidental.

Pico della Mirandola, a pesar de ser un fervoroso cristiano, es uno de los más precoces responsables de la ubicación del hombre en el centro del universo. Escribía y hablaba griego, árabe, hebreo y caldeo. Por supuesto, leyó a Averroes, de modo que la influencia oriental de su pensamiento es clara.  Su “Discurso sobre la dignidad del Hombre” escrito en 1486  representa un antes y un después en la historia de la humanidad. “Definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu libre albedrío. No eres ni mortal ni inmortal, ni de la Tierra ni del Cielo. Podrás transformarte a ti mismo en lo que desees. Podrás descender a la forma más baja de existencia como si fueras una bestia o podrás, en cambio, renacer más allá del juicio de tu propia alma, entre los más altos espíritus, aquellos que son divinos”

Aun hoy en día, seis siglos después, cuando nuestro interés se centra en la Inteligencia Artificial, la exploración de Marte o la ingeniería genética, frente a tales palabras concebidas antes del descubrimiento de América o antes de la primera circunvalación del planeta, uno se ve obligado a respirar profundamente, leerlas de nuevo, repetirlas cual letanía y acabar por reconocerse como hijo orgulloso de su significado.

Después, un puñado de científicos y pensadores recogerían el testigo y con denuedo prefiguraron la Ilustración, que con sus luces y sombras, tenebrosas y alargadas, seguiría con paso firme el camino iniciado por los humanistas y los renacentistas.

Desde entonces hasta hoy ha llovido mucho, y a pesar de que sabemos que al planeta Tierra le resulta absolutamente indiferente los avatares de la especie humana y de que hemos constatado que no hay objetivo histórico alguno -ni perfectible ni imperfectible- creo honestamente que es difícilmente discutible no valorar positivamente el paso del teocentrismo al antropocentrismo, o el momento histórico en que el ser humano recupera su autoestima y se hace con la fuente de luz que le proporcionará dignidad, progreso y bienestar. Y también sufrimiento, dolor y explotación. Nada en la vida, excepto el amor de una madre, es aséptico. La vida es lucha. La historia de la humanidad es la historia del dolor.

Lo que intento decir es que las culturas que han experimentado ese cambio, que se quieren a sí mismas porque reconocen las bondades de su trayectoria colectiva, han experimentado progreso moral, tecnológico, artístico y cultural innegable, y son capaces de resurgir, como el Ave Fenix, de sus cenizas.

En el siglo XIX, con el positivismo y el darwinismo, y en brazos del colonialismo británico, surge la curiosidad por el estudio de los pueblos que en plena Revolución Industrial viven en condiciones primitivas, totalmente ajenos a una Europa y América ya inmersas de pleno en la segunda Revolución Industrial. Es decir, cazadores recolectores, nómadas o grupos tribales, detenidos en el tiempo, hoy llamados pueblos originarios, que sufrieron y pagaron con la muerte, la aculturización, y en demasiados casos la extinción,  la ambición liberal colonial Europea y norteamericana.

A partir de entonces, la antropología se establece como disciplina científica y transforma la mirada hacia esas otras culturas primitivas. Las sombras tenebrosas y alargadas del pensamiento Ilustrado -racista- cobijaron muy oportunamente a la ambición capitalista decimonónica y cualquier ser humano con piel de color diferente al caucásico es considerado inferior, susceptible de ser esclavizado, exterminado y desposeído de sus tierras y las de sus ancestros.

Los antropólogos, compañeros de viaje del colonialismo europeo y norteamericano,  fascinados ante la gran diversidad de culturas que habitan la Tierra, década a década van ocupando  su espacio en el terreno de las ciencias, hasta la actualidad, momento en el cual esa fascinación científica se convierte casi en fervorosa admiración, lo cual ha provocado un relativismo intelectual muy propio, por otra parte, de la posmodernidad, según el cual, los occidentales tenemos mucho que aprender de los, llamados ahora, pueblos originarios, como si ese supuesto origen tuviese un valor cultural intrínseco; como si la inteligencia adulta tuviese que aprender del balbuceo de un bebé;  como si un tam tam en la selva tuviese equivalencia en una partitura de Bach; como si un fuego en el centro de un poblado fuese equivalente a una bombilla; como si los cantos y gestos del hechicero fuesen tan efectivos como una vacuna. Tantos es así que casi supone una herejía castigada con la hoguera afirmar que la civilización occidental es más avanzada que cualquier tribu amazónica.

Y es que ante la coyuntura actual, la incertidumbre social, política, económica y climática que nos invoca y a la que tenemos que hacer frente,  a menudo algunos buscan soluciones en un pasado lejano, supuestamente idílico, y  escuchamos y leemos grandes apologías sobre las bondades del tribalismo, del valor cultural de la choza, la cerbatana, la caza diaria y el taparrabos como paradigma de un paraíso perdido al que ya nunca más volveremos, colocando en situación de equivalencia esas culturas a la nuestra, y en algunos casos, incluso superior a la nuestra.

Yo, sinceramente, no deseo volver a la choza, ni cazar micos para poder comer, ni dormir sobre la tierra, ni azotar a mis mujeres. Yo no deseo una existencia de supervivencia. Yo no deseo ser el esforzado Dersu Uzala.  Yo quiero seguir escuchando a Van Morrison o leer a Elena Garro. Yo no quiero morir de sarampión, ni soportar el frío de la noche. Yo quiero ver 'El Padrino' unas cuantas veces más. Yo necesito entender a Platón, a  Kant, a Nietzsche o a Shopenhauer. Yo no puedo vivir sin un bolígrafo y sin mi computador. Si deja de funcionarme un riñón, me gustaría que me trasplantasen otro. Si violan a mi hija no quiero verme en la obligación de matar al violador, porque la civilización en la que vivo lo apresará, lo juzgará y lo condenará. Quiero ser responsable de mi vida y corresponsable con mis iguales, con el máximo respeto a otras culturas que no han alcanzado los niveles de desarrollo moral y tecnológico que nosotros disfrutamos.

Porque si no es así, si buscamos soluciones más allá de lo que somos, de los valores que hemos sido capaces de acopiar a lo largo de los siglos, retornaremos a una época oscura y nuestra civilización perecerá. Soy de la opinión que el centro de nuestros males reside en el liberalismo, y no en el hombre occidental, o en la mirada antropocéntrica que los hombres occidentales se achacan a sí mismos como gran defecto; una mirada que, por cierto, y como hemos visto, es deudora de Oriente.

Le pese a quien le pese, nuestra cultura es mejor que cualquier otra. Somos mejores. No es supremacismo. El supremacismo es nefasto, peligroso, dañino. Yo hablo de autoestima. Somos privilegiados por vivir donde vivimos. Que levante la mano quien desee vivir en un Iglú, en el corazón del Amazonas, en el desierto del Kalahari, o en la selva de Borneo. Que levante la mano quien desee vivir en Irán.

Es el liberalismo, y no el antropocentrismo. Pocos se atreven a reconocerlo. El liberalismo es el monstruo goyesco del sueño de la razón ilustrada. Me da la sensación, ahora, de que haya proclamado un anatema y que alguien en nombre de Tomás de Torquemada vendrá a detenerme.

Gracias a la Ilustración, la humanidad decapitó el feudalismo, acabó con el antiguo régimen, pero también con los hombres que hicieron la revolución popular, que deseaban la igualdad, el desarrollo justo y una vida digna para todos. Después de Napoleón -el primer gran tirano europeo que preservó y consolidó el poder de la burguesía- llegaría la economía de libre mercado, la explotación inmisericorde, el beneficio económico como meta universal, el trabajo como eje de la vida,  el crecimiento industrial sin fin,  y la hecatombe. (Al hilo de esto que digo, me permito recomendar dos libros. “La lucha por la Desigualdad” de Gonzalo Pontón, y “Robespierre” de Javier García Sánchez, dos lecturas exigentes pero extraordinariamente reveladoras.)

¿Tiene algo que ver el antropocentrismo con el liberalismo? ¿Son pareja de hecho? ¿Van de la mano? ¿Puede darse el uno sin el otro? ¿El antropocentrismo será el responsable del fin de nuestra civilización y lo es ahora de la crisis climática?

Ya sea por causas externas o internas, civilizaciones que han sucumbido sin mirada antropocéntrica -la gran mayoría orientales- son, por ejemplo, los asirios en Mesopotamia, los mongoles, los nabateos, los hititas, persas,  todas las precolombinas,  Egipto, los jemeres, el Indo, los Rapa Nui, Al Andalus, los misisipianos… y por supuesto la civilización minoica o el imperio romano.

Quizás sería un tanto demagógico especular sobre su pervivencia en caso de haber contado todas ellas con la mirada antropocéntrica de nuestra civilización occidental. Sea como fuere,  sostengo firmemente que solo con la mirada del hombre occidental puede salvarse el hombre occidental. Sólo ubicándonos en el centro podremos salir del atolladero y abordar los frentes múltiples que nos desafían como civilización y que conforman una problemática de gran complejidad, frente a la cual nadie se había enfrentado en la historia de la humanidad.

Es preceptivo, obligatorio, un cambio de paradigma, una transformación cultural desde las leyes. El liberalismo capitalista ya se reveló como depredador, inclemente e inmisericorde, con el bagaje y el currículo de las dos grandes guerras que devastaron el mundo y destruyeron nuestra civilización.

Tan potentes son los valores y firmes los cimientos que atesora Occidente que Europa resurgió de sus cenizas gracias a la fuerza del antropocentrismo, al reconocimiento en nosotros mismos de capacidades morales, políticas,  científicas, tecnológicas o sociales que ninguna otra cultura ha podido desarrollar a lo largo de los siglos.

Efectivamente, el capitalismo liberal ya no es un sistema económico. Ha devenido en un sistema cultural y a nadie le resulta fácil pensar cualquier faceta de la vida sin acudir a su lógica, sin escapar a su cosmovisión que todo lo ocupa. Tras la caída de la URSS parece no haber alternativa a la vista y con el terreno ideológico despejado, el liberalismo se abalanza con gula pantagruélica sobre el planeta, ahora a través del nuevo giro de tuerca que suponen los neofascismos posmodernos negacionistas.

Todo lo cual nada tiene que ver con dejar de reconocernos como el ser mejor dotado de la historia para afrontar cualquier reto que se nos plantee. Empecemos por la voluntad de cambio, por reconocer el peligro, al enemigo de la humanidad que lo impone,  y por pensar en cómo transformar esa cosmovisión depredadora, desde la política, desde la acción cultural, educativa y pedagógica, votando en consciencia y organizándonos colectivamente, reclamando nuestro protagonismo para  derribar la hegemonía actual y propiciar el cambio.

Sólo reconociéndonos los mejores lo conseguiremos. Lo contario nos debilita, nos hace vulnerables y cuando queramos darnos cuenta, los bárbaros, el agua, el barro, el fuego y la miseria irrumpirán en nuestras casas. Entonces ya no tendremos, si quiera, ni ganas ni tiempo de entonar el último réquiem.

martes, 15 de octubre de 2024

Insight

 


Pensar es un verbo que prácticamente no ha cambiado de forma a lo largo de la historia. Desde los romanos tan sólo ha perdido la E final. Su significado tampoco ha variado. El diccionario de la RAE contempla hasta siete acepciones, todas ellas relacionadas con la mente, la construcción mental, el cálculo, el examen, el juicio, la opinión, la inteligencia, la intencionalidad, o incluso los recuerdos y hasta los afectos. Podríamos decir que es un verbo de los más productivos para la existencia humana. Tan solo seis letras y seis fonemas que nos ofrecen la herramienta paradigmática de la inteligencia y de los sentimientos.

Sin embargo actualmente ‘pensar’ ha abandonado el campo del valor o de la virtud; ni siquiera está considerado como acción humana de cierta utilidad. Hace unos meses, la marca Volkswagen, la misma que ha sobrevivido a lo largo de 90 años a su instigador Adolf Hitler; la misma que engañó a medio mundo con el trucaje de las emisiones contaminantes de sus coches; la misma que fundó Ferdinand Porche bajo los auspicios del Fürher y que fabricó el famoso Escarabajo, hasta hace no mucho, coche del gusto izquierdista… publicitaba y vendía sus automóviles, meses atrás, en 2024, con el mandato  de “¡No pienses!”

Mucha atención, porque no se trata de una apelación conativa al desmelene presupuestario doméstico; no estamos ante la enésima provocación tentadora a volverse loco y gastarse lo que uno no tiene, y luego Dios dirá. La supresión del pronombre ‘lo’ y del complemento directo convierte esa interpelación en llamada imperativa, universal y directa a transformarnos en poco menos que gallinas, moscas o amebas; en criaturas para las que el cerebro supone un mero apéndice sin otra función que la de gobernar las funciones biológicas básicas.

Probablemente a algunos les resultará una obviedad, pero tenemos que recordar que en publicidad la creatividad siempre está al servicio de las ventas. Por muy amable, resultona, simpática, impactante, sensual, imaginativa o ingeniosa que nos resulte una campaña publicitaria gracias a la belleza de sus imágenes, debido a un guion bien trabajado, o a la capacidad persuasiva y prescriptora de la persona célebre que nos pide que compremos determinado producto... el objetivo último de un anuncio y todo el mecanismo que le confiere eficacia es provocarnos una deprimente desazón si no podemos permitirnos adquirir aquello que nos ofrecen, o una enorme felicidad cuando lo conseguimos porque satisface necesidades que no teníamos.

Por eso el publicista nunca hace prisioneros. El publicista arrasa. Cuando recibe un encargo jamás deja escapar la presa. Forma parte de su naturaleza, de su esencia, de su razón de ser. Le pagan por aumentar las ventas, sin escatimar en valores morales, éticos o sociales, para lo cual debe conocer de modo exhaustivo a su público objetivo, a las personas que deberían comprar el producto en cuestión. A muchos les parecerá que estoy enumerando obviedades   diciendo lo consabido. Ya somo mayorcitos y no nos hemos caído hoy del guindo. Sin embargo, no miento si digo que hasta yo me sorprendo de lo que acabo de escribir.

El éxito rotundo y meteórico de empresas como Google, Meta o Amazon radica precisamente en que han dado con la piedra filosofal del conocimiento de las personas. Por eso recaudaron cuatrocientos dieciséis mil millones de dólares el pasado año, lo que supone el 60% de los ingresos en publicidad en el mundo. Se prevé que el próximo año la cifra crezca un 35%. Y todo ofreciéndonos plena gratuidad en sus servicios, de donde se constata el conocido aforismo acuñado en Silicon Valley: “si no pagas por un servicio es que tú eres el producto”

Todo la inversión y los esfuerzos de las agencias de publicidad en introducirse en las mentes de sus potenciales compradores durante todo el siglo XX ahora es cosa de estos tres gigantes -prácticamente en régimen de monopolio global- que conocen con pelos y señales cada minuto de nuestras vidas. Y es que la eficacia de una buena campaña de publicidad radica en averiguar el llamado insight del público objetivo: esa corriente subterránea que fluye en lo profundo de nuestro carácter individual o colectivo y que nos mantiene unidos al cuerpo social como los gajos que conforman una naranja.

Un insight para un publicista es un pensamiento sencillo que habita en una gran bolsa de pensamientos sencillos y que conforman el sentido común de un determinado segmento social, o de una comunidad. Un insight es un diamante, o la lámpara de Aladino. Quien la encuentra -siempre la encuentran- tiene en sus manos el poder de la persuasión, y mis disculpas por el pleonasmo, porque la persuasión no es sino la acción de conseguir que otro haga lo que uno desea que haga, como por ejemplo, comprar un coche o votar a un candidato.

Así es que, efectivamente, si una empresa automovilística como Volkswagen, que cuenta con las mejores y más agresivas agencias de publicidad,  apostó  por un lema como “No pienses”, tengamos la absoluta seguridad de que ‘pensar’ se ha convertido para una buena parte de la sociedad en algo así como una molestia, una inutilidad, un engorro, algo por lo que no vale la pena invertir tiempo. Por el contrario, ‘no pensar’ cotiza al alza, substituyendo así a su forma afirmativa en el campo de la virtud.

Quiero decir que la intención del publicista en este caso no es epatar, escandalizar, llamar la atención con una llamada loca, audazmente nihilista y atraer a su mercado para mostrarle de ese modo el producto a vender. Si Volkswagen nos dice “no pienses”, es que sabe positivamente que con su imperativo comercial conecta con su público objetivo, con las pretendidas clases medias, una masa ingente de potenciales compradores atrapados en el interior de un compleja red pegajosa, tejida a base de entretenimiento huero, jornadas interminables, un sistema educativo en caída libre y el anzuelo de identidades improductivas que han construido una comunidad global de seres vulgares abocados al adocenamiento insolidario, al engaño, y a la postre al debilitamiento y a la degeneración del cuerpo social.

Volkswagen nos ha calado. El año pasado ganó más de dieciséis mil millones de euros vendiendo coches.


Imagen: Primer logotipo de la marca Volkswagen

jueves, 10 de octubre de 2024

Un Borbón nunca defrauda

 


El día 2 de Junio de 2014 Juan Carlos I de Borbón, rey de España, informó al presidente del gobierno del país, a la sazón M.Rajoy, la decisión de abdicar del trono y trasladar a su legítimo heredero, Felipe de Borbón, la jefatura del Estado, quien dos semana después, deprisa y corriendo, casi en la intimidad, se convertía en el nuevo jefe del reino de España con el nombre de Felipe VI.

Seis años después, el 3 de agosto de 2020, Radio Televisión Española informa de que Juan Carlos de Borbón ha abandonado España “ante la repercusión de ciertos acontecimientos pasados” de su vida privada. El gobierno [ya presidido por Pedro Sánchez ] no contempla a día de hoy retirarle el título de rey emérito y asegura que pactó la decisión hace semanas”. Estos son los dos subtitulares con los que informó el ente público de un hecho histórico. “Felipe VI le ha transmitido a su padre su “sentido respeto y agradecimiento ante esta decisión” escribe el redactor de RTVE

De lo cual no podemos concluir si el jefe del Estado, en una frase rebosante de ambigüedad, en realidad expresa su sentido respeto por la profesionalidad con la que ha afrontado su eficaz actividad delictiva o bien el agradecimiento por su denodado esfuerzo velando por la economía familiar.

Según siguió informando RTVE, el gobierno de coalición, formado ocho meses antes de la fuga del emérito por los partidos republicanos PSOE, Podemos e Izquierda Unida, “alaba el sentido de la ejemplaridad y transparencia que siempre ha guiado a Felipe VI. Según fuentes de Moncloa, “ha ocurrido lo que tenía que ocurrir”. [El rey emérito] estará a disposición de la justicia, como ha informado su abogado.

Por su parte, Pablo Iglesias, a la sazón vicepresidente segundo del gobierno de España y líder del republicanísimo Podemos “considera indigna la actitud del emérito y dice que el gobierno no puede mirar a otro lado”. Izquierda Unida, que aportaba al gobierno de coalición a Yolanda Díaz y al líder del Partido Comunista de España Alberto Garzón, despacharon el asunto manifestando que “siguiendo con la tradición familiar, Juan Carlos de Borbón abandona el país y pretende hacer Borbón y cuenta nueva (sic)... Confiamos en que la Justicia actúe con diligencia y el Tribunal Supremo estudie pronto y a fondo la querella que presentaron en diciembre contra el rey.

Finalmente, el muy ocurrente y republicano 4.0, Gabriel Rufián, subió uno de sus tweets tan celebrados en el que decía que “tenía un chiste sobre las corruptelas de Juan Carlos, pero que se le ha escapado”. Siempre ha sido muy gracioso este chico. Tiene un don.

Tengo que confesar que durante aquellos días albergué la esperanza de escuchar por parte de las fuerzas republicanas y de izquierdas españolas una convocatoria de huelga general y de movilizaciones masivas sumadas a la ruptura de la legislatura, la exigencia a Felipe de Borbón de su renuncia al trono y el plan de acción política para un periodo constituyente del que surgiría un parlamento cuyo trabajo consistiría en la redacción la constitución de la III República Española que sería votada en referéndum por el pueblo español. Yo ya podía ver la tricolor ondeando en la carrera de San Jerónimo. Ingenuo de mí.

Desde 2020 hasta la fecha, Juan Carlos de Borbón incluso se ha permitido el descaro de trasladarse a España cuando se le ha antojado disfrutar de sus regatas o cenar con los amigachos sin que nadie le tosa. Ahora vuelve a la actualidad informativa tras la revelación de material gráfico y sonoro de sus devaneos con una de aquellas actrices que trabajaron en el club de alterne de la madrileña calle Oriente, regentado por el simpático Paco Martínez Soria, lugar frecuentado por  el Don Borbón, donde conocería también a la hermosa Sandra Mozarowski, muerta meses después al precipitarse al suelo desde el balcón de su casa en estado de buena esperanza.

El affaire Bárbara Rey se está distribuyendo a través de los programas rosa y causa estupor, tristeza y escándalo entre una audiencia en su mayoría femenina, ya talludita, propiciando entre las señoras empatía y sentimientos de solidaridad para con el hijo y sobre todo para con Sofía de Grecia y el peso sobrellevado de la cornamenta que soporta con la más alta dignidad aristocrática.

Pero, más allá de la incotinencia sexual del señor Borbón, de su lealtad para con la golfería genética de toda su estirpe,  entre los audios filtrados hemos podido oír desde Finisterre hasta Almería y desde Cadaqués a Matalascañas, cómo el amante de Bárbara Rey se mofa de la lealtad del golpista General Armada porque tras siete años en prisión “no ha contado nada”.

A mí lo que cada cual haga o deje de hacer con su pene me la trae al pairo, pero el alcance de esa confidencia es harina de otro costal, pues nos lleva a la sospecha de la participación y conocimiento del entonces jefe del Estado en la trama de golpe militar a la democracia que culminó con la invasión del Teniente Coronel Tejero en el parlamento, pistola en ristre, el 23 de febrero de 1981.

Aun así, tal como ocurrió tras los escándalos de la cacería del Elefante, el donativo de los sesenta y ocho  millones de euros a Corina Larssen, los negocios corruptos imputados a su yerno Undargarín, probablemente un mero testaferro; la constatación de su actividad como intermediario de sátrapas saudíes en el negocio de armas y de grandes obras de empresas españoles en Oriente; los millones que entre todos hemos pagado a Bárbara Rey por mantener el lío en secreto… Ahora, ante un asunto de gran envergadura histórica como fue el intento de golpe de Estado, gracias al cual se legitimó la monarquía, los partidos republicanos de izquierda vuelven a defraudar.

Lo más valiente y atrevido que he visto al respecto ha sido la intervención parlamentaria de Ione Bellarra, diputada de Podemos, quien ayer día 9 de octubre de 2024 ofreció el discurso más contundente ante la situación que estamos viviendo. Tanto fue así que la presidenta del Congreso, Francina Armengol, la interrumpió por llamar corrupto a Juan Carlos de Borbón, un día después de que un diputado de VOX pudiese elogiar la labor del franquismo sin ninguna cortapisa. Belarra reclamó al ejecutivo presidido por Sánchez la desclasificación de los documentos relativos al 23F

Pero más allá de palabras, de intervenciones parlamentarias, ruedas de prensa, comunicados, gestualidad simbólica, muecas y expresiones de escándalo, opiniones enconadas en tertulias radiofónicas, frases ocurrentes o de locuaz radicalismo republicano… la cosa es que los representantes del pueblo español que enarbolan la bandera tricolor y que se identifican con los valores republicanos, que utilizan la República Española como elemento diferencial en el mercado electoral para mantener entres sus clientes a gente como yo, han sido incapaces de dar un paso al frente y organizar un movimiento popular, masivo, que obligue a la abdicación de Felipe VI y que abra un periodo constituyente que culmine con la proclamación de la III República Española. De la ley a la ley.

Otra cosa es -como se suele decir en política- la balanza de fuerzas, el respuesta popular a la llamada; la capacidad real de movilización; la importancia o la trascendencia que suponga para una mayoría importante de ciudadanos el modelo de Estado: república o monarquía.

El 3 de agosto de 2020 estábamos todos pensando en el COVID y en cómo disfrutar de un verano con mascarillas y restricciones por doquier, más allá del escándalo: La política que la hagan los políticos, que yo suficiente tengo con lo mío. Y es que el estallido del escándalo, la abdicación y posterior fuga de Juan Carlos tuvieron lugar en el corazón de la pandemia del COVID. Las prioridades eran otras.

Puedo entender que el llamamiento a una movilización pro republicana en aquellos momentos no fuese ni pertinente ni eficaz. Sin embargo, afortunadamente dejamos atrás aquella pesadilla, y ahora, ante el enésimo episodio Borbón –éste de carácter esencialmente político- nada impide a PSOE, IU, Podemos, al PCE y a toda la fauna de mareas y confluencias, trabajar para dar por finalizada también la pandemia de los Borbones, que viene asolando España desde el nacimiento de su linaje.

90 años antes renunció al trono y abandonó España su abuelo Alfonso. A las pocas hora se proclamó la II República Española. Que nadie dude del borbonismo genuino de su bisnieto Felipe, único beneficiario de la revelación de los escándalos del padre, pues su figura sale fortalecida, aunque nos deparará- estoy convencido- jugosas sorpresas. Un Borbón nunca defrauda.

Aunque mucho me temo que ni siquiera escuchando unos audios en los que pudiésemos oír a Juan Carlos de Borbón establecer con el General Armada la fecha del golpe de estado de 1981, ni siquiera entonces cambiaría nada.  Al llegar el próximo 14 de abril, luciríamos la tricolor en el balcón, subiríamos un post encendido y apasionado a las redes sociales, enviaríamos a nuestros allegados un wattsap con la frase “España mañana será republicana”, leeríamos a Machado, nos tomaríamos una cervecita, y a dormir.