La última vez que me permití el gozoso placer de dar un largo paseo por el bosque virgen, sin encontrar rastro de vestigio civilizado, uno de los amigos que me acompañaban me aconsejaron visitar al psicólogo. No se lo reprocho. En la noche de esa misma jornada, cuando descansaba plácidamente entre mantas de franela bajo el techo rústico de la cabaña de madera, reflexionaba al respecto de una breve conversación que tuvo lugar durante un descanso en el camino, a la vera de una fuente natural que manaba helada agua pura. Mi amigo liaba un cigarrillo al estilo antiguo -con gran habilidad, por cierto- mientras yo ya había encendido el mío. Aquel lugar era perfecto para la primera parada: el aire fresco, el sol todavía por llegar al mediodía y el sonido del chorro del manantial cayendo sin demasiado ruido sobre la piedra hoyada, atenuado a veces por el canto de pájaros desconocidos, el zumbar de enormes y hermosos abejorros, o por la amenaza silenciosa del buitre que ya planeaba a la búsqueda de muerte. Allí estaba yo, sentado sobre un tronco caído, en la mañana tibia del verano de la sierra, fumando y mirando plácida y descuidadamente a mi alrededor. Un extenso y frondoso hayedo circundaba el llano por el que crecían a lo largo del sendero algunos arces y tilos. Fresnos y acebos habían crecido y se habían plantado allí, en mitad del campo, como si fuesen hombres quienes, desde el inicio de los tiempos, no se hubiesen atrevido a adentrarse en el bosque, un territorio quizás hechizado, ignoto y desconocido, en el que palpitan vigilantes viejas historias, extrañas criaturas acomodadas en la oscuridad dormida, propiciada por las ramas de las hayas gigantes y centenarias que nacen como brazos de grandes manos extendidas desde sus troncos gruesos, que se tocan las unas a las otras, formando un red tupida, una sombra fabulosa y perenne, una danza de despedida, o quizá , quien sabe, un inocente juego infantil. Durante aquellos minutos de verdadero placer para los sentidos, contemplaba divertido como entre los innumerables jinebros que teñían con sus bayas moradas el verdor amarillento de la pradera, se escabullía la liebre, quizá un tejón; incluso pude ver algún pinzón saltando una, dos y hasta tres veces hasta que rompió a volar apresurado por llevar al nido el gusano infeliz que había estado agujereando la tierra húmeda por la que serpenteaba, como una lombriz, el riachuelito de agua nacido a la vera de donde yo me había ubicado como espectador privilegiado de aquel espectáculo único.
Recostado en la cama, al abrigo del grito nocturno del cárabo, recordaba muy bien la luz matizada de aquellos instantes que todavía no llegaba a quemar el cielo; el aire oxigenado que respiraba entre fragancias desconocidas; los sonidos claros, nítidos, emitidos en la justa frecuencia con la que se consigue constatar la presencia de cada ser, de cada elemento del entorno sin violentar nada ni a nadie. Y recordaba también que, imbuida mi alma de vida y curiosidad por saberlo todo de aquel lugar, por recorrer cada uno de sus espacios, por conocer cada una de sus criaturas, intenté adivinar dónde se dirigía el pinzón con su presa, dónde le esperaban sus polluelos hambrientos, ávidos, con el pico abierto como una gran garganta feroz e insaciable. En el seguimiento del vuelo, un árbol gigantesco se cruzó en la trayectoria de mi observación. Pensé que había emergido desde la tierra, oscuro, imponente, como un dios negro, sin darme yo cuenta, expectante como me encontraba ante la sucesión del acontecer de la vida. Era un árbol gigante, colosal, era un árbol muerto. Estaba en pie, erguido, orgulloso, plantado en el centro de la campa, rodeado por sus congéneres vivos, alejado del camino. Sus ramas secas, oscuras, soportaban pacientes el roce de la vida, la impertinencia del entorno, quizá la burla, el desprecio o, peor, el olvido del bosque que siempre lo mantuvo apartado. “Míralo: es hermoso”, le dije a mi amigo, entretenido como estaba jugando con el agua sobre la piedra. “Sí, sí el vuelo del buitre es majestuoso. Ya te dije que esto te gustaría”, me contestó. “No, digo el haya muerta. Mírala. Durante siglos, en los tiempos en los que sus ramas rebosaban de hojas, ofreció sombra, acogió animales y caminantes, a pastores y aventureros. Bandidos, criminales de guerra, héroes, y amantes durmieron bajo sus ramas, se guarecieron de la tormenta y ahora, con la misma dignidad, cuando le ha llegado la hora de vivir su muerte, de exponerse desnuda ante el paroxismo de este fragor de vida, apunta con sus huesos sin carne, ya vacíos de músculo, con toda la fuerza de su voluntad, al cielo filisteo… Hasta que en la noche cerrada de una tormenta otoñal, del cielo surja un relámpago redentor que le acierte en su centro mortal. Entonces, tras la tempestad, el viento inclemente del norte desencajará las raíces de la tierra y el haya centenaria se derrumbará en un estrépito de madera que estalla, en una explosión de ramas quebradas, hasta que el pesado tronco se acomode por fin sobre la hierba para descansar sobre el mismo campo en donde creció, donde forjó su leyenda. Al cabo, orgulloso y satisfecho, el árbol muerto finiquitará su lucha. Y cuando eso ocurra, allí adentro, en lo más oscuro, en el interior del bosque, las hojas de otros árboles silbarán un réquiem y pregonaran su fin.”
La verdad es que no sé si en verdad fui capaz de decirle a mi amigo todo eso, así, sin más, como quien canta una canción aprendida, o recita un romance triste. En todo caso, sí que estoy seguro de que lo pensé, o de que lo pienso ahora que recuerdo. Sea como fuere, el caso es que después de esas supuestas palabras estuvimos en silencio observando durante algunos segundos el fabuloso árbol muerto. Creo que en ese breve instante de tiempo el agua dejó de manar. Yo, al menos, no la oía, hasta que mi amigo se levantó, se sacudió con las manos la culera del pantalón y me dijo. “ Con todo lo que hay que admirar, con lo que hay que ver por aquí, con la variedad natural que tenemos al rededor. Creo que necesitas un psicólogo”. Yo también me levanté. Bebimos un trago de agua fresca y miramos el azul del cielo. El buitre seguía trazando círculos en su espiral infalibe. Nos cogimos del hombro y fuimos a buscar al resto de la cuadrilla, que disfrutaba de lo lindo trepando por un fresno.
Vuelvo mañana
El cuadro se titula "Cuatro árboles". Es obra de Egon Shiele, pintor austriaco que nació en 1890 y murió en 1918