Unos son efusiva y apasionadamente anglófilos. Todo lo que viene de los Estados Unidos de América y del Reino Unido para ellos es referencia. Al mismo tiempo son, sin despeinarse, acérrimos católicos, apostólicos y romanos. Fueron arrullados por dulces y mimosas nanas antiprotestantes en sus santas cunas ideológicas, de ahí que Lutero y Calvino sean poco menos que el diablo. Glosan con nostalgia la grandeza del Imperio Español, en el que no se ponía el sol y defienden con pasión jesuítica la obra civilizadora de España en Hispanoamérica, al tiempo que besan los pies de los líderes políticos de la Gran Bretaña y de los USA, herederos, así mismo, de quienes acabaron con el mismo Imperio que les humedece los bajos.
Lloran, gimen y patalean, se les inflama en el cuello la carótida y surge en ellos una peligrosísima vena violenta cuando escuchan y leen sucesos, hechos y horrores difundidos a través la Leyenda Negra española, que sin embargo, auspiciaron, diseminaron y compusieron ingleses y holandeses, enemigos de la corona española a través de los siglos, de la que son fervoroso súbditos.
Reverencian las libertades constitucionales norteamericanas y el individualismo acérrimo; consideran el mercado un Dios omnipotente y por mucho que sus postulados ideológicos se miran en ese espejo, rezan cada noche, a diario, una oración por el caudillo y José Antonio, célebres indocumentados de la cosa económica, cruzados de la causa proteccionista y arancelista.
Añoran y ostentan los tiempos en el que la armada española señoreaba los mares y ocultan o ignoran en su adoración anglófila, la continua y perseverante belicosidad corsaria al servicio de su Majestad Isabel II que acabó con nuestro dominio en el mar océano. Espumeando cual epilépticos, proclaman la unidad indisoluble de la patria mientras envidian el patriotismo federal norteamericano y la soberanía de los diferentes territorios que forman el Reino Unido.
Son esencialmente racistas, radicalmente xenófobos, aunque olvidan que los Estados Unidos de América son el resultado de la inmigración. Se vanaglorian de que nuestros antepasados no fueron genocidas en el Nuevo Mundo y pregonan las bondades humanísticas y civilizatorias de nuestro imperio, pero miran hacia otro lado cuando se les muestra los centenares de millones de personas que murieron a manos de los británicos en sus territorios colonizados.
Como resulta que Gran Bretaña creó, propició y ayudó a crear el Estado de Israel, son fieles y leales sionistas, vasallos en este y otros asuntos de los EEUU, a pesar de que sus huestes y sus líderes compartan calle y expresión con nazis contrastados, grupo ideológico por el que, si no sienten especial predilección, al menos evitan criticar, como si nunca hubiesen existido, como si nada tuviesen que ver con él.
A otros, en el lado opuesto, les trae al pairo la unidad de España. Por más que se desgañiten defiendo lo público, si fuese por ellos, ya estaría descompuesta, al más puro estilo balcánico, aunque no haya nada más público que el territorio, es decir, lo de todos.
Tras la dictadura franquista compraron toda el aparataje legendario de las llamadas nacionalidades históricas, una pseudohistoria diseñada con pluma racista y etnicista por las mismas clases privilegiadas que dicen combatir, convirtiendo en dogma político su derecho a la autodeterminación, un viaje retroactivo en el tiempo hacia los ducados, los condados y los marquesados, forma de gobierno tan actual y revolucionaria como el cura Merino.
Sin embargo, se oponen con todas sus fuerzas a la ocupación sionista de Palestina, aun cuando nacionalistas catalanes, vascos y gallegos reclaman para sí su soberanía, arguyendo leyendas del mismo jaez que las que Israel aduce para colonizar un territorio ajeno. De hecho, pese a que hoy en día lo sufran en silencio, en la intimidad se sienten herederos de la URSS que -mira tu por donde- fue el primer país del mundo que reconoció Israel.
Por la misma razón, son radicalmente antiatlantistas, anti americanos, antiimperialistas, anti británicos, aunque difunden a los cuatro vientos y educan a sus hijos con la historia de España que se escribió en el Reino Unido y que conformó la Leyenda Negra; una historia también legendaria, que rebosa horror difamador, en la que les gusta refocilarse cual héroes románticos ante el espejo en el mórbido instante anterior a la muerte, y gracias a la cual, colmados de un pesimismo militante, gimotean por las esquinas un patriotismo culpable, como si fuesen ciudadanos forzados a formar parte de una nación monstruosa, sin parangón en la historia de la humanidad.
Ya hace años que no acuden a referentes económicos estatistas; ni siquiera se atreven a escribir el celebérrimo mantra “lucha de clases”; de hecho, maman la comodidad económica que les ha ofrecido la ubre de la democracia liberal; cambian sin aspavientos piso en Vallecas por chalet en Galapagar; consideran su patria la Unión Europea -bastión irreductible del libre mercado-, y demonizan a todo aquel que se atreva a denostarla. De su vocabulario ha desaparecido la palabra revolución, y sólo levantan el puño para celebrar los goles del Real Madrid, o del Barça, que como todo el mundo sabe, son clubs gobernados con entrañable ternura por el hijo de Fidel Castro y el nieto del Che Guevara.
Y como su armadura ideológica es de Zara, equivalente a la que visten sus odiados anglófilos, dicen defender resueltamente la causa de las mujeres, salvo en el caso de enfrentamiento de intereses con los llamados derechos humanos transgénero, porque en eso caso, con afán de mostrar una progresía subversiva e indomable, siguen los preceptos del conglomerado empresarial estadounidense transhumanista, y permite a hombres ocupar el lugar de las mujeres donde existe un cupo destinado a la igualdad; aplaude el triunfo de hombres participando en competiciones deportivas femeninas, o autorizan la convivencia de varones junto a presas en cárceles femeninas.
Y así son los unos y los otros, colectivos ideológicos, organizaciones con vocación de gobierno y ambición de poder, que dicen ofrecer diferentes modelos de convivencia, y que a pesar de que se necesiten recíprocamente para sobrevivir, dejan tras de sí, en sus discursos y en su acciones, al rastro de sus incoherencias, las pruebas de sus inconsistencias y las huellas de su mediocridad con las que nos prometen afrontar con garantías la complejidad del presente y la incertidumbre del futuro.