Unos años antes- antes de que ocurriese de verdad- interpreté
en una película a David, un muchacho que cae perdidamente enamorado de Aurora, hermosa
joven algo mayor que él. David anda loco por ella, de manera que
invierte todo el tiempo libre de que dispone en seguirla por las calles de su ciudad, un agujero industrial del extrarradio barcelonés hundido
en humos y nieblas. Durante semanas, a diario, David vigila las evoluciones del
amor de sus sueños y siempre se detiene en la misma esquina, desde donde puede ver sin ser visto cómo Aurora desaparece a través del portal del
edificio en el que vive.
A partir de ese momento, a mí, o a David, no nos quedaba más
remedio que asumir que nuestra hermosa y cruel Aurora destinaba cada uno de los
minutos de su existencia lejos de nosotros y que reía, hablaba y dormía con otras gentes que no eran él. Sin embargo, lo verdaderamente terrible era que ninguno de los dos existíamos para ella. Eso
era lo que en verdad le atormentaba, lo que le sumía en una profunda tristeza y le
producía tal estado de ansiedad que no podía dejar de pensar en cómo hacer para
plantarse delante de ella y decirle soy yo mi vida, soy yo quien va recogiendo
como un perro el olor del perfume que
dejas a tu paso; soy yo quien vigila tus pasos, quien cree en ti, eterna Aurora,
hermosa y cruel Aurora cuyos ojos de satén gris no se dignan en detenerse ni por
un instante ante el guardián de tu
destino, ante tu noble, fiel y desdichado caballero.
Una oscura tarde de invierno -que es cuando estas cosas tienen
la obligación de ocurrir- la cámara de
16 milímetros filmaba mi cara en primerísimo plano mirando hacia el portal justo el momento en que Aurora volvía a
desaparecer en el interior de su hogar.
Después, la cámara registraba a dos
tipos apostados sobre la fachada del
edificio, ataviados de cazadoras negras de cuero, vaqueros acampanados, cuello
alzado y gafas de espejo. Apuran apresurados el cigarrillo que fuman, lanzaban
la colilla al suelo y de inmediato fuerzan la puerta del portal donde unos
segundos antes Aurora había entrado. Y, poco después, la misma cámara recogía
el momento en que, rápido como una centella, yo -o el muchacho que era yo, aunque
creía que era otro- cruza la calle y sin
pensarlo dos veces me abalanzo sobre aquellos dos tipos que detienen en sus
manos sucias los brazos frágiles de la hermosa Aurora a quien zarandean y
manosean y mancillan con aliento
maloliente el rostro blanco de su piel, el rostro puro de mi
bella y cruel Aurora humedecido por el llanto, desencajado por el miedo,
suplicante, implorando impotente ayuda, ayuda.
De repente, yo aparecía en el plano, saltando desde algún
lugar más allá de la pantalla, arrojándome sobre aquellos dos energúmenos para
impedirles consumar sus deseos a base de golpes, puñetazos, y acometidas inútiles que tan solo molestaban y entorpecían,
hasta que uno de ellos se hartó y, ya
fuese por mi insistente defensa, por aburrimiento, o por temor a alertar con
tanto ruido a los vecinos, con gran
destreza blandió ante mis narices una
navaja automática y, en un instante,
antes de que me recuperase de la sorpresa y fuese consciente de lo que se me venía
encima, tras un ademán ágil del brazo de
mi oponente, perdí de vista el brillo resplandeciente y amenazante del palmo y
medio de la hoja afilada.
Sin embargo, allí estaba
la cámara para atestiguarlo, porque en la pantalla, el día del estreno,
el público que abarrotaba la platea emitió
al unísono un expresivo aspaviento cuando vio en primerísimo plano como la daga
se hundía en mi costado derecho y la sangre oscura empezaba a manar sobre el suelo blanco mientras Aurora, mi hermosa y
cruel Aurora, se desvanecía sobre el mármol sin llegar a ver al héroe que
acababa de ofrecer su vida por rescatarla de las garras obscenas de aquellas bestias pardas.
Aunque esté mal decirlo, mi interpretación emocionó a propios y
extraños. En un festival internacional, al que la productora presentó el film, merecí el halago unánime del
jurado y me
hice con el premio al mejor
actor. De aquella noche recuerdo el peso de la estatuilla, la alegría, las miradas de mucha gente sobre
mí, algún que otro sueño de grandeza y, sobre todo, un extraño escozor en el costado, como si la herida que nunca me hicieron se
hubiese infectado, como si los puntos de
sutura que nunca me cosieron se hubiesen soltado.
Ahora, aquí tumbado, le doy vueltas a aquella sensación y
llego a la conclusión de que la verdad de aquel dolor era futura. Era muy
parecido al que ahora sufro. No se calma ni con sedantes, ni con novelas ni con
la noche. Es un daño que no me deja dormir y que me mantiene en vela, y a salvo. Mi amor, ya más tranquila, me
acompaña mientras puede en la habitación, mientras se lo permite el trabajo y me dice que no me preocupe, que detuvieron
al rubio Sánchez, que está a buen recaudo, en el calabozo. El rubio Sánchez: su
novio hasta hace unos días, el encargado de propinarme el navajazo, cojín y mercromina de por medio,
hace unos años. Mi
amor me dice también que en cuanto me
recupere buscaremos otra ciudad y otro lugar donde poder vivir, a salvo de la
venganza, del cine amateur y del pasado.