jueves, 16 de mayo de 2013

El rubio Sánchez




Unos años antes- antes de que ocurriese de verdad- interpreté en una película a David, un muchacho que cae perdidamente enamorado de Aurora, hermosa joven algo mayor que él. David anda loco por ella, de manera   que invierte todo el tiempo libre de que dispone en seguirla  por las calles de su ciudad, un agujero  industrial del extrarradio barcelonés hundido en humos y nieblas. Durante semanas, a diario, David vigila las evoluciones del amor de sus sueños  y siempre se detiene en la misma esquina,  desde donde puede ver sin ser visto cómo  Aurora desaparece a través del portal del edificio en el que vive. 

A partir de ese momento, a mí, o a David, no nos quedaba más remedio que asumir que nuestra hermosa y cruel Aurora destinaba cada uno de los minutos de su existencia lejos de nosotros y que  reía, hablaba  y dormía con otras gentes que no eran él. Sin embargo, lo verdaderamente terrible era que  ninguno de los dos existíamos para ella. Eso era lo que en verdad le atormentaba, lo que  le sumía en una profunda tristeza y le producía tal estado de ansiedad que no podía dejar de pensar en cómo hacer para plantarse delante de ella y decirle soy yo mi vida, soy yo quien va recogiendo como un perro  el olor del perfume que dejas a tu paso; soy yo quien vigila tus pasos, quien cree en ti, eterna Aurora, hermosa y cruel Aurora cuyos ojos  de satén gris  no se dignan en detenerse ni por un  instante ante el guardián de tu destino, ante tu noble, fiel y desdichado caballero.

Una oscura tarde de invierno -que es cuando estas cosas tienen la obligación de  ocurrir- la cámara de 16 milímetros filmaba mi cara en primerísimo plano mirando hacia el portal justo el momento en que Aurora volvía a desaparecer en el interior de su hogar.  Después, la cámara registraba  a dos tipos  apostados sobre la fachada del edificio, ataviados de cazadoras negras de cuero, vaqueros acampanados, cuello alzado y gafas de espejo. Apuran apresurados el cigarrillo que fuman, lanzaban la colilla al suelo y de inmediato fuerzan la puerta del portal donde unos segundos antes Aurora había entrado. Y, poco después, la misma cámara recogía el momento en que, rápido como una centella, yo -o el muchacho que era yo, aunque creía que era otro- cruza la calle  y sin pensarlo dos veces me abalanzo sobre aquellos dos tipos que detienen en sus manos sucias los brazos frágiles de la hermosa Aurora a quien zarandean y manosean y mancillan con  aliento maloliente  el  rostro blanco de su piel, el rostro puro de mi bella y cruel Aurora humedecido por el llanto, desencajado por el miedo, suplicante, implorando impotente ayuda, ayuda. 

De repente, yo aparecía en el plano, saltando desde algún lugar más allá de la pantalla, arrojándome sobre aquellos dos energúmenos para impedirles consumar sus deseos a base de golpes, puñetazos, y acometidas  inútiles que tan solo molestaban y entorpecían, hasta que uno de ellos  se hartó y, ya fuese por mi insistente defensa, por aburrimiento, o por temor a alertar con tanto ruido  a los vecinos, con gran destreza blandió  ante mis narices una navaja automática  y, en un instante, antes de que me recuperase de la sorpresa y fuese consciente de lo que se me venía encima,  tras un ademán ágil del brazo de mi oponente, perdí de vista el brillo resplandeciente y amenazante del palmo y medio de la hoja afilada. 

Sin embargo, allí estaba la cámara para atestiguarlo, porque en la pantalla, el día del estreno, el  público que abarrotaba la platea emitió  al unísono un expresivo aspaviento  cuando vio en primerísimo plano como la daga se hundía en mi costado derecho y la sangre oscura empezaba a manar sobre el  suelo blanco mientras Aurora, mi hermosa y cruel Aurora, se desvanecía sobre el mármol sin llegar a ver al héroe que acababa de ofrecer su vida por rescatarla de las  garras obscenas  de aquellas bestias pardas. 

Aunque esté mal decirlo, mi interpretación emocionó a propios y extraños. En un festival internacional, al que la productora  presentó el film, merecí el halago unánime del jurado y me  hice con  el premio al mejor actor. De aquella noche recuerdo el peso de la estatuilla, la alegría, las miradas de mucha gente sobre mí, algún que otro sueño de grandeza y, sobre todo, un extraño  escozor en el costado, como si la herida que nunca me hicieron se hubiese infectado, como si  los puntos de sutura que nunca me cosieron se hubiesen soltado. 

Ahora, aquí tumbado, le doy vueltas a aquella sensación y llego a la conclusión de que la verdad de aquel dolor era futura. Era muy parecido al que ahora sufro. No se calma ni con sedantes, ni con novelas ni con la noche. Es un daño que no me deja dormir y que me mantiene en vela, y  a salvo. Mi amor, ya más tranquila, me acompaña mientras puede en la habitación, mientras se lo permite el trabajo  y me dice que no me preocupe, que detuvieron al rubio Sánchez, que está a buen recaudo, en el calabozo. El rubio Sánchez: su novio hasta hace unos días,  el encargado de propinarme el navajazo, cojín y mercromina de por medio, hace unos años.  Mi amor me dice también que en cuanto me recupere buscaremos otra ciudad y otro lugar donde poder vivir, a salvo de la venganza, del cine amateur y del pasado.