A pesar del calendario y de la hora, la luz del día era invernal y un fuerte olor a humo de estepa empezaba a ocupar cada uno de los rincones del
pueblo.
Habituado al aroma peculiar de la estepa cuando arde, a
Melchor no le dio por
sospechar que prender fuego para calentarse no era propio del
verano .
Sus objetivos eran unívocos: echar la partida y encender de una vez el
cigarro, y por eso no se le ocurrió pensar que
si olía a humo un 31 de Agosto a las cuatro de la tarde era señal de varias cosas.
La primera, que el frío que
arreciaba no era normal. La segunda, que aunque hacía tan solo unos minutos
todos los indicios señalaban que la vida
en Castrillo se había esfumado, en realidad todavía había seres humanos, agazapados tal vez frente
al fuego, al amparo del calor, quizá a la expectativa, sin querer asomar, sin
querer constatar su presencia, negándose a delatar su existencia; probablemente temblando en silencio mientras removían los leños observando pasmados el extremo encarnado de las llamas, al acecho de
cualquier sonido sospechoso que les pusiese en guardia para rezar, si cabe, más
alto, más fuerte, con mayor fe y más temor, que es lo que dios espera de la
humildad de sus hijos mortales.
Sin embargo, en aquellos justos momentos en los que la certeza de una
amenaza próxima se hacía más que evidente, Melchor era ajeno a cualquier alarma, a
cualquier signo siniestro, y siguió tranquilamente su camino hacia el bar,
aterido y rezongando, retractilando el cuello como una tortuga entre las solapas y el cuello de
la chaqueta.
Melchor caminaba mirando sus pasos y solamente tenía ojos para
el suelo. Después de años repitiendo un día y otro las mismas rutinas, no le
hacía falta mirar hacia delante porque su destino, a esa hora del día, le
marcaba la dirección, igual que el
ganado se dirigía hacia los establos y las cuadras de las casas
una vez que el pastor los dejaba en la lindes de los pueblos.
En una de aquellas cuadras, en las que ahora se guardan los coches, se encerraba el toro semental comunal, una
bestia parda de setecientos kilos de peso, corniveleto, que miraba
resoplando de arriba hacia abajo de una
manera muy poco amistosa, hozando levemente la tierra, mientras exhibía sus dos grandes testículos
bajo la corpulencia mitológica.
Todo el mundo sabía donde se encerraba el toro, un bicho que,
al parecer, no era muy de fiar. Todavía queda algún paisano vivo que explica lo sucedido un verano
lejano. Según cuentan, por ganarse el respeto y el miedo del animal o porque creía a pies juntillas
aquello de que la letra con sangre
entra, la cosa es que el pastor que le
sacaba a los campos hacía caer sobre él toda su mala leche a base
de varazos, puyas y pedradas.
Aquel Teseo de la Sierra zurraba de lo lindo al Minotauro. Una
tarde de mediados de Agosto, el rabadán
descansaba fumando y mascando tallos de
tomillo. Se había sentado a la sombra de un roble y viendo que la manada
permanecía tranquila sin más ocupación
que espantar los tábanos con el rabo, decidió colocarse la visera sobre los ojos y echar una cabezadita. Minuto a minuto, el
boyero fue cayendo en un plácido sueño, en ese estado de vigilia provisional en
el que, a poco que uno duerme, sueña tan intensamente como si hubiese caído en
coma.
Y debió ser muy agradable la ensoñación -reservada para aquella justa tarde
por la providencia o por el mismísimo diablo- porque a pesar de que el toro se acercaba
sigilosamente y las vacas habían dejado de mugir; a pesar del estruendo que
produce el silencio absoluto en medio del campo, nuestro Teseo solamente se dio cuenta de lo que se le venía encima
cuando el semental se aproximaba a él a todo galope, con el peso de sus setecientos quilos multiplicados por
diez, tan cerca, que apenas sí le dio tiempo a deshacerse de la visera, abrir
los ojos y ver cómo la bestia se le abalanzaba
con la mirada furibunda de la venganza
sobre la testuz poderosa con la que primero le golpeo dos veces,
aplastándole contra el tronco sobre el que yacía, para después cornearle con
codicia y ensañamiento, hasta que no quedó de él más que despojo de carne y
vísceras, y huesos esparcidos por todo el prado.
Aquel año, durante meses, en todos los pueblos, villas y aldeas
pertenecientes al partido judicial de Salas de los Infantes no se habló de otra cosa. Finalmente, el
veterinario sacrificó al toro y, desde entonces, ya fuese por el terrible suceso o porque ya casi nadie lo
necesitaba, Castrillo prescindió de
semental comunal.
Sin embargo, en los años
posteriores, aunque estuviese inhabitado,
pasar por su establo suponía mayor aventura que con el animal en vida, porque seguían oyéndose ruidos,
se intuía una extraña presencia, olor de estiércol, aliento animal y se
empezó a correr la voz de que quien allí permanecía era su fantasma, y que eran los
arrestos de su fuerza y el espíritu de su venganza lo que golpeaban
la madera de la puerta y hozaban una y otra vez la tierra, pujando por salir para mostrar a los mortales
su testa parda ensangrentada, como escarmiento en la memoria, penitencia colectiva y constatación
de su existencia eterna como compensación a la afrenta de su muerte en
justa y necesaria reparación.
Esta creencia se convirtió en motivo de conversación y causa de superstición. Algunos de los vecinos de los más viejos y algunas beatas que no lo era tanto, se dedicaron a
transmitir a los más pequeños las
certezas de la supervivencia en alma y espíritu del tristemente famoso astado, y lo definían como la reencarnación de un Belcebú muerto sin la conveniente purificación del fuego. De
hecho, en Castrillo todo el mundo intuye
que, en fechas religiosas señaladas, o cuando se acerca el aniversario del
luctuoso suceso, todavía hay quien, al amparo de la noche, durante las horas indeterminadas que dan paso al inicio
del día, embozado y
anónimo, se acerca a la puerta de la cuadra del toro y
sobre su madera añeja traza con los
dedos índice y corazón la señal de la cruz.
Melchor le temía a bien pocas cosas en la
vida pero, aunque jamás se lo confesó a
nadie, para llegar al bar daba siempre un pequeño rodeo, y lo hacía por no pasar junto al establo.
Aún ahora que ya peina canas, en
ocasiones, recuerda cuando era un niño y se le eriza la piel con las sensaciones del atardecer lejano de agosto en la que todo el mundo hablaba en voz baja mediante misteriosos susurros de espanto; las mujeres se echaban
las manos a la cabeza, reprimiendo aspavientos de horror, porque entonces, con la hierba del prado todavía caliente, había empezado a
difundirse la muerte
tremebunda del pastor bajo las astas letales del toro pardo.
(Continuará)