Para Juan José Asensio, @asensio_juanjo, grandísimo fotógrafo burgalés. Una de sus imágenes me inspiró esta historia
El año de 1499 empezó con una
nueva guerra en Europa que enfrentó a la Confederación Suiza contra el Sacro
Imperio Germánico de la casa de los Habsburgo. A los pocos meses Suiza ganó la
guerra y su independencia. Ese mismo año el Pío IV otorgó el permiso para que
el Cardenal Cisneros fundase la Universidad de Alcalá, donde poco después se
elaboraría y se imprimiría la primera Biblia del mundo escrita en varios
idiomas, conocida como la Políglota Complutentse. El año que cerraba el siglo
XV fue testigo de dos nuevas expediciones
navales hacia las Indias recién descubiertas, las de Juan de la Cosa y la de
Vicente Yáñez Pinzón. El gran Miguel Ángel Buonarroti asombró a Roma con la Piedad.
Al conde de Warwik le cortaron la cabeza. Francia ocupó Milán.
En las postrimerías de aquella centuria,
viajar desde Hontoria de la Cantera hasta la Catedral de Burgos con el carro
cargado hasta las varas, probablemente ocupase toda una jornada. Para completar
el trayecto inverso, de vacío, el trayecto sería más ligero, siempre a expensas
de la estación del año, porque en invierno los ventisqueros que se formaba desde
Olmosalbos a Saldaña eran muy peligrosos, tanto que podían dejar al carretero
muerto a la orilla del camino, con la mueca esculpida en el rostro. Por eso,
cuando a Francisco Colonia le llegó el encargo de Don Gonzalo, lo primero que
le pidió fue un adelanto lo suficientemente generoso como para acopiar antes
del mes de noviembre la ingente cantidad de piedra que necesitaba.
Por supuesto, Francisco realizaría
un sólo viaje a la cantera para apalabrar la mejor veta y cerrar del modo más
ventajoso el pedido. Él era el maestro y no podía permitirse desgastar la
fuerza de sus manos en cargar y descargar aquellas moles de piedra sin labrar,
ni poner en riesgo la ejecución del encargo más ambiciosos de toda su vida,
todo un desafío, más comprometido, si
cabe, que la Capilla de los Condestables en la mismísima Catedral, en la que
había trabajado junto a su padre, Simón, ya algo avejentado, desgastado por el
polvo de la piedra y por la vida, aunque no tanto como para dibujar lo que los Polanco
querían levantar en San Nicolás.
Se trataba, ni más ni menos, que de
esculpir íntegramente en piedra policromada el retablo del altar mayor la
iglesia que mandó construir el obispo Cabeza de Vaca sobre aquella otra vieja
parroquia en la que durante siglos rezaron feligreses y peregrinos al final de
la cuesta del azogue, muy cerquita de las casas de la empelota, a un costado de
la imponente Catedral.
Habría que decir, cuanto antes
mejor, que los señores de Polanco eran un tanto dados al capricho y también a
la ostentación, porque por si fuera poca la dificultad técnica del encargo,
además exigieron efectos especiales. En la entrevista que mantuvieron con Simón
le pidieron que situasen la figura del santo justo en el lugar del retablo donde,
entrada ya la primavera, el sol habría de iluminarlo con su halo circular,
produciendo así el milagro de la apoteosis, la admiración de los fieles y la
celebridad de su obra, que se difundiría con fama de santidad milagrera en toda
la península y allende los Pirineos, convirtiendo de ese modo la iglesia en
visita obligada de los peregrinos de toda la Europa cristiana.
De modo que podemos llegar a
imaginar sin demasiado esfuerzo a Simón y a Francisco, observando el sol
castellano, vigilantes, durante todo el mes de marzo de año del señor de 1499,
desde la misma puerta que ellos mismos tallaron, y correr apresurados a marcar
el lugar en el espacio sobre el altar mayor donde el abuelo Juan habría
comprobado, al construir la Iglesia, que
el astro debería de mostrar milagrosamente la grandeza de su esfera de luz
justo en el momento en que el acontecimiento equinoccial se producía. “Era un
caso el abuelo, hijo, un caso. ¡Qué manera de complicarse la vida!”, le diría
Simón a su vástago. “¡Y de complicársela a los demás, padre!”
Uno de aquellos días en los que
Francisco acompañaba la carga cuesta del azogue arriba les saludó un tipo de
mediana edad, no muy alto, enjuto, tocado con una cofia y ataviado con una
vieja saya salpicada de manchas. Se encontraba bajo el quicio de uno de
aquellos portales de las casas de la empelota que todavía conservaba el estilo
francés. Había salido a respirar un poco el aire fresco de la mañana burgalesa.
Al saludar, el hombre alzó su mano, y el joven Francisco vio que era negra como
la pez. Tanto era así que no pudo dejar de decirle que parecía que llevase
guantes, o mitones, pues en nada parecía aquella la piel de un cristiano.
“Gajes del oficio, Frank. Yo ya no
alimento esperanzas de verme la piel en lo que me queda de vida. Las tuyas, de
tan encallecidas, pronto serán más duras y ásperas que la piedra que trabajas.
Cada maestrillo con su cruz” replicó. Francisco asintió, y por un momento, al mirárselas,
pudo imaginar sus propias manos transformadas en las de su padre, dos haces de
dedos pétreos, agrietados por la cal y ajados durante décadas por la maza y el
cincel.
Podrían haber mantenido esta
breve conversación en lengua germánica, porque aquel hombre menudo de manos
como el carbón no había nacido en Castilla. Hacía pocos años que llegó a Burgos
procedente de Basilea, o Basel, que era como él se refería a su ciudad natal.
Cuando se instaló enseguida entabló amistad con los Colonia que, a la sazón, ultimaban
en la Catedral la hermosa capilla de los Condestables. “Mi obra maestra. He
construido una catedral dentro de otra catedral.” Se ufanaba Simón.
Allí, unos meses antes, bajo la
deslumbrante cúpula acristalada, se produciría el primer contacto entre los dos
maestros, porque al llegar a Burgos, antes incluso de buscar casa y taller, quiso
admirar aquel templo extraordinario, un monumento único que desafiaba todas las
leyes conocidas de la construcción, del que se hablaban maravillas en toda
Europa a causa de su admirable belleza que propios y extraños calificaban de
divina.
Podríamos especular cómo fue el
encuentro, si Simón vio tan interesado al recién llegado que le confesó la
autoría, o si el otro, al ver al maestro trajinar, deduciría el vínculo profesional
con aquel hermoso espacio y decidió preguntarle algo, como por ejemplo el
secreto de la sustentación del octógono de la cúpula con su forma estrellada;
el tiempo invertido en la filigrana, o cómo era posible que alguien consiguiese
ese efecto calando la piedra.
Siendo tal lo que sucedió, y
Simón dándose por halagado, aleccionó al extranjero con todo tipo de
explicaciones, tantas y tan prolijas que allí permanecieron por un par de
horas, hasta que el propio Simón le ofreció a su admirador una cuarta de vino
en una taberna próxima para continuar con plática tan amena y gozosa.
Aquellos dos hombres pronto
intuirían que compartían origen, porque aunque su hijo Francisco ya sólo
hablaba la lengua de Castilla, Simón conservaba todavía su alemán, aprendido de
su padre Hans, y reconoció al instante, en el acusado acento de su
interlocutor, a un ciudadano de aquellos lugares.
Friedrich dijo que se llamaba, y
que venía de Basilea, desde donde partió con una meta: establecerse en Burgos, la ciudad europea más
pujante de todas cuantas un cristiano pudiera visitar. Hasta hacía bien poco se
había ganado la vida como orfebre. Siendo muy joven se amancebó con un joyero
suizo que le enseñó los secretos del oficio. Sin embargo, hacía unos pocos años,
a través de un noble y acaudalado cliente, le llegaron noticias de un tal Gutenberg,
orfebre como él, que había creado un ingenio con el que reproducir en papel una
obra escrita cuantas veces se quisiese.
Al llevar unos engarces en plata
al domicilio de un noble prohombre, pudo ver con sus propios ojos y tocar con
sus propias manos el producto del ingenio: La Santa Biblia reproducida en
papel, perfectamente encuadernada, con
profusión de bellas ilustraciones y escrita en su propio idioma. Aquel día -le explicaba Friedrich a Simón- cambió su
vida. Necesitaba conocer al hombre que tenía en sus manos el poder de copiar el
libro sagrado, o cualquier otra obra escrita que imaginase cabeza humana, sin
necesidad de mantener o de pagar amanuenses; obras por las que, además, los
prebostes de la Iglesia, o los ciudadanos más respetables, nobles y adinerados
pagaban bien, extraordinariamente bien.
En este punto, Simón pidió a la
mesonera otra jarrilla, pues la cosa se ponía interesante. Friedrich hablaba
apasionadamente. Gesticulaba constantemente con aquellas manos sabias,
acostumbradas a tratar con precisión y oficio los materiales más delicados. El
vino correoso de la vega del Arlanza y el entusiasmo por todo lo que tuviese
que ver con aquel prodigioso invento le causaba una elocuencia que a Simón no
solo no le molestaba, sino que más bien le resultaba grata. Además, estaba
disfrutando en un doble sentido, pues hacía tiempo que no hablaba su lengua
materna con alguien que no fuese su propio padre.
El ambiente en el mesón se iba
caldeando. La tarde languidecía y acudían en tropel todo tipo de oficiantes a remojarse
el gaznate, a dar cuenta de la pitanza que se cocía sobre una lumbre generosa,
fuente de luces y de sombras. Allí, en una taberna burgalesa, muy cerca del
fuego y al olor de la sopa castellana, dos hombres, dos maestros, compartían
sus cuitas y su existencia a las puertas de la modernidad, conscientes de su
oficio y de su buen hacer, pero ajenos al tiempo histórico que estaban
protagonizando, ignorantes ante la trascendencia futura que supondría su
cotidianidad.
Quizá, en la tercera cuartilla de
tinto, Friedrich de Basilea le preguntaría a Simón de Colonia si le habían
llegado noticias de los viajes de un genovés a través del Mar Tenebroso que
había vuelto sano y salvo hasta en dos ocasiones con la nueva del
descubrimiento de nuevas tierras, donde viven gentes sin bautizar. Es posible
que también comentasen las transformaciones que observaban en todas las artes.
Venían de Italia noticias de grandes obras, pinturas y esculturas magníficas.
El estilo de palacios, iglesias y catedrales estaba cambiando. La excelsa
brillantez de la manera francesa, de crucerías imposibles, arbotantes ligeros, bellas arcadas y ostentosos cimborrios
rematados por agujas semejantes a saetas divinas, estaba dejando paso a otra
cosa que ninguno de los dos sabían todavía como nombrar.
El recién llegado, incluso, había
oído hablar de algunos hombres que vivían en las ricas repúblicas toscanas muy
versados en los textos antiguos y que se atrevían a afirmar ideas en la
frontera de la herejía, como por ejemplo que el ser humano es el dueño de su
propio destino o que su dignidad consiste en su capacidad por llegar a ser lo que
su voluntad y talento deseen. Así, sin Dios. Dios no importa. El hombre
contiene su propia dignidad…”Y algo de razón hay, amigo, porque esa capilla que
tu has construido y la Catedral que la contiene, no es obra de Dios, sino que obra
de los hombres es.”
Y así se les iría pasando las
horas, al calor del fuego y de la conversación, hasta que advirtieron que el
tiempo se les había echado encima, porque apenas permanecían ya un par de
borrachos y una buscona intentando introducir unas viejas monedas en la boca de
una rana. Entonces al basiliense se le encendió en el rostro una expresión de
alarma y le confesó a Simón que ni siquiera había tenido tiempo de buscar un
lugar donde pasar la noche, y las noches en Burgos eran muy frías, de modo que
el maestro de obras, si pensarlo dos veces, le invitó a ocupar una vivienda de
su propiedad ubicada a unos pocos pies de la taberna, equipada tan solo con un
jergón, una mesa, tres banquetas y una buena chimenea con leña para toda la
noche.
¡Recht gern! ¡de mil amores! De
modo que recogería el hatillo en el que transportaba algo de ropa, las
herramientas de tallar y ocuparía aquella casa vacía que al día siguiente sería
ya, para siempre, su hogar y su taller, porque al orfebre le gustó tanto que no
le costó llegar a un acuerdo con el recién estrenado amigo para ocuparla
mientras él quisiese por unos cuantos maravedís.
El espacio era perfecto para
vivir y trabajar. Lo suficientemente amplio como para instalar la imprenta, el
obrador de tinta, las estanterías para ordenar los encargos y unos pocos
muebles domésticos. Pero ante todo, lo que le decidió a quedarse allí era que,
solo con salir a calle, podía disfrutar de la belleza extraordinaria de la
Catedral en toda su amplitud, como si de tan próxima, con solo extender la mano
pudiese tocar su piedra blanca, las gárgolas fantásticas y sus pináculos; como
si de tan cerca sus ojos pudiesen palpar como con sus dedos el contorno de las criaturas
esculpidas, los múltiples adornos vegetales, los delicados triforios, las
líneas concéntricas de las tracerías, y todo un conjunto de elementos
arquitectónicos que Friedrich no podía
dejar de ver como una de las mejores joyas que él hubiese soñado repujar y
engastar. “Si Dios pudiese manejar la maza y el cincel, algo parecido haría”,
pensó Friedrich.
Los primeros meses de su estancia
en Burgos los invirtió nuestro hombre en localizar, en primer lugar, una prensa
vinatera que no fuese demasiado grande. El viejo artilugio de prensar uva que
los bodegueros habían utilizado toda la vida resultaba perfecto para construir
una imprenta igual a de Johannes Gutenberg. Tan solo había que realizar algunas
modificaciones, añadir algunos elementos fundamentales, como por ejemplo el
bastidor, el tímpano con su marginador, sus punturas y su frasqueta, la galera,
el cofre y la piedra, y también confeccionar un par de balas.
Sin embargo, el trabajo más
importante, aquello en lo que tendría que poner todo su empeños y destreza de
orfebre era el de labrar las letras y la fabricación de los tipos. No le
resultó nada fácil encontrar una fragua y un artesano lo suficientemente
experto como para colar el plomo de modo que el molde con la figura de cada
letra quedase tan perfecta como él la había torneado.
Como en Burgos no acababa de
convencerle nadie, finalmente Francisco Colonia le aconsejó acudir a la fragua
de Cardeñadijo, localidad cercana a Hontoria de la cantera, cuna de la Catedral
y de muchas de sus maravillas. Él mismo le acompañó y fue testigo del nacimiento
de cada una de las letras pertenecientes a uno de los primeros abecedarios
tipográficos que jamás se vieron en tierras del Cid, con cuyos rasgos Friedrich
de Basilea causaría el asombro y la admiración de clérigos y gentes de iglesia,
y el placer y el deleite de miles de gentes de todas las Españas. Sin embargo,
lo que más le preocupaba no eran las letras, sino la calidad de los punzones, y
así se lo advirtió al fundidor. “Con una punzonería resistente puedo trabajar
años, pero como se rompa uno sólo de los punzones, entonces se terminó el aceite .”
En el trayecto de vuelta,
mientras contemplaba satisfecho el chivelete donde guardó con esmero los tipos
de plomo, los punzones y las matrices,
Friedrich de Basilea no podría dejar de establecer una sugestiva
equivalencia que compartiría con el hijo de su amigo Simón, a quien le explicaría un tanto emocionado que
el destino le había puesto en el buen camino, en el mejor lugar y con las
mejores compañías. “Frank, estoy convencido de que no debe ser casualidad que
os haya encontrado ni que haya recalado en uno de los lugares más hermosos que
existen hoy día en toda la Europa cristiana. Mis encargos se imprimirán frente
a la Catedral gracias al fuego que ha ardido y al plomo que ha licuado muy
cerca de donde nace la piedra con la que tú y tu padre habéis tallado tanta
belleza. A partir de ahora construiré una y mil veces frases con las letras
forjadas que ahora llevamos a Burgos sobre la piedra de mi imprenta, y de ella
surgirán libros hermosos, que verán la primera luz entre los pináculos de la
Catedral.”
Francisco quedaría unos instantes
callado, como sopesando el comentario de su compañero de viaje mientras
observaba hacia el horizonte un rebaño de nubes creciendo sobre el cielo azul
de Cortes, casi a las puertas de la
capital castellana. No sabía qué decirle, de manera que, finalmente, aquellas
palabras quedaron temblando en el silencio del traqueteo del carro, entre los
pasos de las herraduras que pisaban la tierra.
Entrando en Burgos, la ciudad
bullía. Las calles eran un puro trajín. Rebasaban grupos de peregrinos
caminando pacientes hacia la puerta del puente de Yuso. Vieron cuadrillas de
carreteros abrevando a los bueyes en el Arlanzón; mozos pastoreando piras de
cerdos; lujosas literas aupadas por sirvientes y escoltadas por soldados; algún
juglar tañendo la vihuela; cuadrillas de alguaciles a caballo; monjas y curas
en disciplinadas hileras de a dos. Campesinos y gentes humildes en busca de un
mendrugo de pan. Pícaros al acecho. Caballeros hijosdalgo ostentando su
tramposa nobleza en las esquinas más bizarras, donde humean las tabernas; tunos
procaces lanzando requiebros a parejas de mozas avergonzadas; estudiantes apresurados;
un grupo de leprosos haciendo sonar las esquilas; pequeños comerciantes
transportando con sus manos la carretilla con restos de género de vuelta de la
Llana del Trigo…
Ya en la plaza, el carro enfiló a
la cuesta del azogue. Friedrich se apeó, descargó con suma delicadeza el chivelete,
le agradeció a su compañero de viaje la ayuda y casi sin esperar respuesta,
impaciente por revisar su tesoro, se introdujo en la casa taller. De allí ya no
salió hasta la vuelta de casi una semana. Antes de iniciar la impresión de
cualquier obra debía de mejorar la tinta. Había realizado alguna prueba con la
misma receta de Gutenberg, a base de hollín, barniz, clara de huevo y aceites.
Con la mezcla bien trababa se
obtenía una emulsión oscura, pero no le satisfacía por completo ni el grado de
negrura ni el poder de adhesión al papel. Probó añadir agua, cáscara de
granada, cecidias, sulfato de cobre, trementina de resina, agua y goma arábiga y ensayó con diferentes
cantidades y tiempos sobre el fuego. La temperatura era clave para que todos
los elementos emulsionasen en armonía, sin producir grumos y al mismo tiempo
adhiriéndose sin esfuerzo al papel. Tras varios intentos, por fin halló el
equilibrio adecuado.
Estaba feliz. Más que eso,
dichoso. Sus libros tenían que diferenciarse del resto de imprentas en cada
detalle. Por eso había estado experimentando en Basilea con diferentes tipos de
letra. Era muy consciente de que sus obras tenían que reconocerse no solo en el
resultado general de su factura, sino en pequeños detalles, como por ejemplo
una erre perruña que nadie era capaz de labrar, unos calderones bien atractivos
y, ante todo, los colofones, muy sugestivos, primores impresos con historias
incluidas para ojos intuitivos y avezados. Y su marca tipográfica, un león
rampante junto a las armas de Basilea y sus iniciales. Ya estaba listo,
preparado para asombrar al mundo con su arte impreso.
Fue esa misma mañana, tras
jornadas de tintas y mejunjes, que salió de la casa taller a respirar ataviado con una saya larga acordada a la
cintura y toda salpicada de las manchas de tinta que la cubrían, tocado con la
sempiterna cofia y las dos manos totalmente ennegrecidas, casi hasta los codos,
con las que saludó efusivamente a Francisco, quien en ese mismo instante llegaba a la Iglesia de
San Nicolás para supervisar la descarga de un nuevo cargamento de piedra,
destinado al retablo encargado por Don Gonzalo.
“Gajes del oficio, Frank. Yo ya no alimento esperanzas de verme la piel
en lo que me queda de vida. Las tuyas, de tan encallecidas, pronto serán más duras
y ásperas que la piedra que trabajas. Cada maestrillo con su cruz”, respondió
Fadrique a su amigo Francisco.
Gracias a la influencia de los
Colonia, conseguiría los primeros encargos del cabildo catedralicio,
concretamente unas indulgencias y alguna otra obra menor que, a la postre,
resultaron claves para que se empezase a hablar del estilo inconfundible y del
buen hacer de los libros impresos por Fadrique de Biel, que es como finalmente le
conocían los burgaleses. Después, una gramática, por la que le pagaron
generosamente bien y algunas obras para placer, como las “Coplas de Mingo
Revingo” o “Visión Deleitable”, una vieja composición del tal Alfonso de la
Torre que gustó mucho ya antes de la invención de la imprenta y que sabía que
se vendería bien.
Corría la última semana de agosto
del año del señor de 1499. El siglo se iba despidiendo. Día a día el mundo se
adentraba en una época de grandes cambios. “El hombre no es el mismo que cuando
yo nací. Excepto la pobreza, ya nada es ya igual.” Así reflexionaba Friedrich a la puerta de su
taller, mientras observaba como un grupo de mendigos se abalanzaba sobre una
noble señora que se disponía a entrar a la catedral, a los que su guardia
personal disolvió a base de mamporros y espadazos.
Un muchacho casi imberbe,
ataviado como los becarios de Salamanca, se interpuso entre la escena para
preguntarle en un tono algo impertinente si estaba ante Don Fadrique el
impresor. “Según quién lo pregunte”, replicó el suizo. El estudiante le miró
con gesto entre desdeñoso y chulesco. “Eso es del todo irrelevante; cuando sepa
lo que vengo a ofrecerle, usted verá que tanto importa medio ardite mi nombre y
mi linaje. ¿Es o no es usted el mejor impresor de Castilla?”
No era tonto aquel mozo. Un
halago a nadie le amarga, aunque viniese de un insolente. “La modestia y la
humildad son virtudes de hombre prudente, pero con ellas no vendo libros, de
modo que sí, caballerete, soy el mejor impresor de Castilla. Y ahora, ¿Me vas
revelar la razón por la que me buscas?” El estudiantillo se echó el dedo a los
labios y le pidió pasar al taller. Al entrar, él mismo cerró cuidadosamente la
puerta, comprobó que quedaba ajustada, cogió una de las banquetas y se acomodó
a la mesa donde ardía la llama del candil que más alumbraba.
De la alforja que llevaba colgada
del hombro extrajo un misterioso paquete envuelto en trapos y atado con una
cuerda de esparto. Dispuso el bulto sobre la mesa, y con parsimonia, sin dejar
de mirar a su interlocutor, deshizo el nudo hasta que quedó al descubierto un
pliego abultado de hojas de papiro protegidas con una sobrecubierta de
pergamino, que el mismo becario retiró para que Fadrique viese que estaba ante
un manuscrito.
“¿Lo has escrito tu?” preguntó el
impresor. “Eso ahora no importa” respondió el otro “Lo único que yo deseo por
este momento, más que ninguna otra cosa en este mundo, es que esto se difunda
como reguero de pólvora por toda las Españas. Quien sea el autor de su
contenido poco le concierne a nadie. Alguna pista ha dejado quien lo ha escrito
para que quien tenga ojos y entendimiento, o tanta sea su curiosidad, si lo desea,
lo pueda averiguar. Le aseguro que cuando lea el manuscrito verá que es irrelevante
conocer o no la identidad del autor, porque quizá haya sido más de dos manos
las que han juntado las letras que ahora le doy para que empiece a imprimirlas.”
“¡Para, para, jovencito, no tan
aprisa!” replicó el suizo. “Te presentas a mi casa a traerme un encargo, sin
referencias de ningún tipo, sin dar razón de nadie, dando por hecho que lo voy
a imprimir, sin dejarme tiempo para leerlo reposadamente y sin que hayamos
hablado de dinero. Yo no suelo trabajar así. ¿Y si me estás endosando una obra
prohibida? ¿ Y si no me gusta y no quiero realizar el encargo?” “¿Y si, y si, y
si... Isi era Isidora, una novia que yo tuve. ¡Venga! Lea usted, y después
hablamos de dinero y de todo lo que haya que hablar.”
La cosa es que tras finalizar el
último encargo, poco o nada tenía que hacer, de modo que se acodó a la mesa,
acercó el candil al manuscrito y empezó a leer. Tras las captatio de rigor, dedicatorias y demás partes preceptivas, el
lector entró harina: “Siguese. LA
COMEDIA O TRAGICOMEDIA DE CALISTO Y MELIBEA, compuesta en reprehensión de los
locos enamorados, que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman
y dicen ser su dios, assimesmo fecha en aviso de los engaños de las alcahuetas
y malos y linsonjeros sirvientes…” Y así siguió sin despegar los ojos de los
pliegos manuscritos de papiro más que para frotárselos y de tanto en tanto
vigilar al joven cliente que curioseaba entre las estanterías de su imprenta,
que ya se servía un poco de vino, ya le daba un tiento al queso y al pan de la
alacena.
Así estuvieron unas horas. El
estudiante, algo agobiado por la espera, salió respirar y volvió a entrar
varias veces, hasta que por fin halló a Fadrique en pie, recogiéndose con las
manos la riñonada y mirando muy fijamente al techo. “Parece que le ha dado un acceso místico, maestre, como si entre las
vigas hubiese encontrado al mismo Dios.” Todavía siguió así unos instantes,
hasta que, liberado de la emoción, y apoyándose con las manos en la mesa miró
muy fijamente al bachiller y le dijo. “A no ser que seas tú mismo quien haya
escrito estas letras, Dios no está en esas vigas, ni en ningún rincón de esta
estancia.” “Ya se lo dije, maese, ya se
lo dije. No habrá leído ni aquí, ni en el lugar de donde usted venga, nada
parecido. Esto se va a vender mejor que bulas de carne en cuaresma, se lo digo
yo.”
Fadrique quería saber más. Estaba
ante algo muy grande, pero tenía que asegurar la apuesta. Necesitaba el nombre
del autor, su procedencia y linaje, su posición en los estamentos. Necesitaba
conocerle y ante todo preguntarle sobre muchas cuestiones. Todo en el interior
de Fadrique era como un tintero sin tinta, una resma en blanco esperado el peso
de la prensa, y al mismo tiempo su cerebro bullía ante la expectativa del
negocio que aquella “Celestina” le iba a proporcionar.
Porque, efectivamente, nadie,
nunca leyó nada igual, en ningún lugar. Nadie vio nunca en libro alguno criados
hablando con descaro a sus señores, señores estúpidos en manos de las tretas de
sus sirvientes ambiciosos y desacomplejados, alcahuetas hechiceras, brujas y
recomponedoras hablando con la misma
propiedad que la damisela más refinada. Aquello no encajaba en ninguno de los
géneros de los que hasta ese momento se habían leído. Era una obra
absolutamente original, con una trama absorbente y unos personajes conocidos por todos,
identificados por todos, criaturas de carne y hueso sin un ápice de
ejemplaridad, prototipos vulgares y cotidianos devanando sus intereses ante una
situación tan vieja como el mundo que perfectamente podrían ser nuestros
vecinos, nuestros compadres, nuestra hermana y nuestro hermano, y hasta
nuestros padres. Nadie había leído hasta ahora la vida misma de las calles
impresa en un libro.
Fadrique tenía que contenerse.
Era consciente de estar ante una oportunidad única, pero si mostraba demasiado
entusiasmo, el aspecto comercial de la edición y publicación de “La Celestina”
podría resentirse. “Mira, joven. Voy a ser claro. No sé ni por qué has venido a
mí con este encargo. No quiero saber si otros te lo han rechazado, o si ya hay
alguien con alguna otra copia por ahí. Todo eso me da igual. Quiero hacerme
cargo de la impresión y distribución de este libro, pero no a cualquier precio.”
Lejos de mostrar sorpresa, o el
más mínimo entusiasmo, el joven estudiante incluso se mostró algo displicente
y, como si la cosa no fuese con él, le preguntó al impresor sobre las
condiciones. Fadrique casi le atropelló
la pregunta: “Yo trabajo con papel genovés afiligranado. Es el mejor, pero
también es el más caro, con diferencia. Tendría que realizar un buen pedido
porque menos de 500 ejemplares no voy a imprimir. De la puta Celestina, de
Calisto y Melibea va a hablar todo el mundo y no me gustaría no poder servir
todo lo que me pidan…”
Antes de que el impresor
prosiguiese con los aspectos económicos, el joven becario salmantino echó mano
a la alforja y una tras otra dejó sobre la mesa cuatro pesadas faltriqueras llenas
de monedas. “Mire, maestre Fadrique, he leído ese manuscrito unas diez veces.
Podría recitar de memoria muchos de sus pasajes. Algunos están construidos con
material de derribo, ya sabe, los antiguos, pero tiene algo que lo convierte en
único, quizá porque quien lo ha escrito se sintió libre. “¿Libre? ¿Libre de
qué?” Preguntó algo exaltado el impresor. “Libre de Dios, amigo, libre de Dios.
En ese libro no hay Dios, no hay consuelo. Dios no importa. Los hombres con sus
miserias, con su muerte, solos, bajo el cielo, el cielo inmenso…”
Oyeron ladrar a lo lejos. Ambos
se miraron. Trascurrieron unos pocos
segundos. Faltaría muy poco para que alumbrase un día nuevo. “En un principio,
con la cantidad que le he dejado, tendrá usted más que suficiente; si quiere,
hasta podrá renovar su chivelete. He visto que tiene los punzones algo tocados.”
El silencio de Fadrique en
realidad era un consentimiento tácito. Ahora bien, una vez cubierto el coste de
producción, era preceptivo negociar los márgenes comerciales. Ese creía el
suizo que sería el caballo de batalla. Al acometerlo el mozo mostró una
desenvoltura inaudita. A pesar de su juventud, parecía que llevaba años de
experiencia a cuestas. “Pida el papel. En las semanas que tarde en llegar aproveche
y renueve sus aperos. Yo voy a hospedarme en Las Llanas del Trigo, junto al
Consulado. Tengo más bolsas como las que le acabo de dejar, de modo que por mí
no se preocupe. Una vez empiece a
imprimir, cada cien ejemplares impresos yo le pagaré lo que usted considere, y
de la venta posterior por toda la península me encargo yo.”
Admirable. En su vida se había
visto en otra igual. Le hubiese preguntado por el origen de su solvencia. Le
hubiese preguntado por su cuna. Aquel no era sólo un estudiantillo espabilado.
O quizá sí, quizá todo estaba cambiando tan deprisa que cualquiera se veía con
la potestad, la voluntad y la condición de realizar cualquier tarea, cualquier
empresa, aquello para lo que hasta hacía dos días estaba totalmente vedado a
determinadas personas. De algún modo- reflexionaba para sí Fadrique de Basilea-
estaba viviendo en primera persona lo que hacía unos minutos acababa de leer,
porque él mismo y su interlocutor podrían ser perfectamente personajes de “La
Celestina”.
El sorprendente joven escogió uno
de los pliegos de papel genovés que Fadrique almacenaba en el taller. Pidió
pluma y tintero y un instante redactó un contrato manuscrito con las
condiciones que acababan de apalabrar. Ambos lo sellaron con sus firmas.
Después, ya en pie, junto a la prensa, se dieron un apretón de manos y el mozo
se despidió. Al abrir la puerta, se oyó el primer gallo de la madrugada en la
ciudad castellana. Fadrique salió a la calle. El candilazo del amanecer
purpuraba los pináculos de la Catedral y transformaba el cielo de Burgos en un
espectáculo digno de interpretarse como profético. Al menos así lo percibió. Paulatinamente el
sol diluyó sin ninguna piedad aquel efecto hermoso obedeciendo escrupulosamente
las órdenes de los gallos, que competían en toda la ciudad por anunciar el
final de la noche. Ya se oían las
primeras esquilas y los cencerros del ganado trajinando de norte a sur, y de
este a oeste. Estaba cansado. La noche había sido larga, pero sobre todo intensa.
Se sentía satisfecho y al mismo tiempo expectante ante el resultado de su
apuesta. No podía fallar. No sabía bien por qué, pero tras leer el manuscrito
vio que en sus letras agonizaba algo viejo y nacía algo nuevo.
Y así, mientras sus cavilaciones lo absorbían, los Colonia acometían con un nuevo cargamento de piedra la cuesta del azogue. Al pasar junto a su amigo se detuvieron un instante, "¡Parece que madrugamos!" se dijeron casi al unísono. "Hoy es un gran día, amigo Friedrich, hoy Franscisco empieza a esculpir el retablo de San Nicolás." El impresor expresó gran alegría y admiró los diseños de todas y cada una de las figuras que Simón le mostró. "¡Es magnífico, bello, realmente bello. Cuando esté compuesto será digno de ver, y de admirar!" Y siguieron hacia la iglesia con los bueyes y el carretero acarreando la piedra en cuyo interior latía la vida de alguna criatura. Fadrique vio cómo se alejaban la cuesta arriba; mientras descargaban miró hacia la Catedral. Había amanecido un nuevo día, en apariencia como cualquier otro, y se sentía dichoso por verlo.