Las palabras nacen el primer día que las pronunciamos. Su historia no importa, o queda relegada a un segundo término. Más allá de las etimologías y su trayectoria lingüística, cada palabra que articulamos por vez primera vive su infancia, madura y finalmente se emancipa de nosotros, ocupando cada conversación sin pedirnos permiso. Nosotros somos quienes las parimos, las criamos y, en algunos casos, incluso -sin ceremonia ni compasión- acabamos con ellas y las enterramos.
Nada tienen que ver en la vida de las palabras diccionarios, gramáticas, lexicografías o historias de las lenguas. ¿Es que acaso podemos permitirnos las familias trabajadoras un señor lingüista, a pie de trona, observándonos como a un insecto el día en que ante el rostro sorprendido y feliz de nuestros padres balbuceamos papá y mamá?.
Según nos han intentado convencer, parece ser que los dos célebres sustantivos filiales, tan familiares y entrañables, suelen ser los primeros que somos capaces de articular. Yo creo que hay mucho de mito al respecto. Los muy enterados arguyen que la facilidad de enunciación de una combinación de fonemas bilabiales oclusivos acompañados de la vocal más sencilla, unida a las miles de veces que nuestros progenitores taladran nuestro tierno cerebro con el dichoso par de palabras, dan como resultado ese farfullo inicial y primigenio con que nombramos en primicia a nuestros procreadores.
Por débito a la pax familia habrá que creerlo, aunque me reservo las dudas. Lo que quiero decir es que las palabras nos pertenecen. Somos propietarios exclusivos de nuestras frases, de nuestros monólogos, preguntas, negaciones, mentiras, susurros y hasta de nuestras interjecciones.
Incluso aquellos borricos que hablan por boca de otros, aquellos que se pasan el día declamando consignas ajenas igual que prosélitos sectarios; aquellos que rezan oraciones milenarias; los que cantan y recitan viejas canciones; los que leen en voz alta trepidantes novelas a quienes ya no pueden; los que ordenan y asienten y consienten la orden; los que escriben y tararean susurrando lo que escriben; los que sueñan despiertos y los que sueñan en alto; los que dictan sentencias y construyen las leyes; los que piden en la puerta de un banco; los abogados de lo imposible o del criminal más repugnante; los niños de San Ildefonso; los enamorados exaltados; la pescadera del mercado; el afilador… todos traemos al mundo nuestras propias palabras, palabras en posesión, escrituradas.
A pesar de todo, reconociendo ya el hecho de la paternidad y la patria potestad de cada palabra que decimos, hay algo que me obsesiona: el olvido de ese instante único en la existencia de cada cual en el que por vez primera decimos verde, frío, nublado, suave, amor, muerte, dinero, quiero, odio, guapa, libro, canción, catedral, lluvia, mar, cuerpo, o caca. Me hiere la imposibilidad de evocar el momento en el que surgió de nuestros labios y salió al mundo como una criatura desnuda y poderosa cada uno de los verbos, nombres, adjetivos, pronombres o adverbios que hemos pronunciado.
Pero hay algo que me ofusca más, si cabe, y es la obstinación inútil y casi enfermiza que me provoca una extraña inquietud (y a veces un algo de desazón) por no saber en qué circunstancia concreta del futuro pronunciaré por vez primera todas las palabras que todavía no he emitido y, sobre todo, qué palabras serán.
Yo he pensado mucho en esto. No sé si alguien habrá reparado en que hay palabras que todavía no hemos dicho, y que de entre todas ellas solamente diremos unas pocas. Las otras, las que pudimos decir y nunca dijimos, se quedarán ahí, al calor de las gónadas del idioma, o en algún tipo de purgatorio, en el primer círculo dantesco al cuidado de Homero y Electra, en el que perecerán de podredumbre a causa de la espera, igual que alimento sin comer, caducadas en el mismo trance de nuestra muerte.
No me refiero a las palabras que ignoramos, las que nunca oiremos, aquellas que quedaran inéditas, por ignorancia, para la eternidad, pues no decir nunca una determinada palabra -jamás en la vida- no equivale a su desconocimiento. Esas son las llamadas palabras agostadas, que por las razones que fuere, se quedan como los campesinos de la película “Amanece que no es poco”, a medio camino entre la raíz y la superficie, de modo que se hace imposible la culminación de su nacimiento y nunca llegan a producir vibración alguna en nuestras cuerdas vocales.
Yo, por ejemplo, albergo en mi conciencia palabras nunca pronunciadas,
y dudo mucho que, en lo que me queda de vida, nadie pueda llegar a oírlas o a
leerlas de mi boca o de mi pluma. Sería estúpido si ahora pusiese un ejemplo,
porque interferiría en el cumplimiento de su destino.
Ahora bien, en ocasiones, desechado todo esfuerzo, libres de
la presión que nos obceca, súbitamente llegamos a visualizar el justo instante
de un parto léxico. Lo digo por experiencia. Ocurrió hace unas semanas. Disfrutaba de un atardecer en el llamado Alto
de la Muela de un pueblecito castellano ubicado en las primeras estibaciones de
la vertiente burgalesa de La Sierra de
la Demanda, la villa hermosa y entrañable donde de mi madre dio a luz, hace ya
más de noventa años, a las míticas palabras mamá y papá ante el embeleso de mi
abuela y de mi abuelo.
Desde allí se divisan los montes de Urbión, una vieja cordillera
confluyente con la Demanda que parece poner límite al mundo y que cobija las
célebres lagunas negras, extensos bosques de hermosos pinares albares y tupidos
robledales. Durante toda mi infancia y adolescencia disfrutaba allí mis
vacaciones. Todavía hoy guardo algunos días para respirar el aire limpio, impregnado
de estepa y romero, y evocar con nostalgia peripecias y amigos, en un intento
vano de rescatar el tiempo que ya murió.
Ahora, desde hace ya algunos años, la cima del monte que se
divisa desde la Muela es azulada; ha adoptado el mismo color con que se visten la
mayoría de las montañas cuando las divisamos a lo lejos. Sin embargo, ese lomo
alargado, que se torna sombrío y
amenazador cuando sopla el norte y las nubes negras pugnan por ocultar, lucía
durante todos los meses del año una hermosa cresta blanca, semejante en verano a la crin de un caballo; en invierno, y buena parte de la primavera, prácticamente
toda la superficie permanecía blanqueada desde los límites de su cima hasta el
valle.
Y mientras observaba melancólico aquel monte de mi infancia,
teñido ahora de cobalto, escapó de la casona de mis recuerdos igual que una centella algo parecido a una visión fugaz, quizás ilusoria, pero al mismo
tiempo tan real que podía verla igual que si fuesen las imágenes claras y
diáfanas de una película. Yo correteaba por la Muela mientras mamá y la abuela
recogían manzanilla. Algo me detuvo. No llego a distinguir si fue el descubrimiento
de un insecto extraño sobre la yerba, el vuelo de los buitres en el cielo o el
sonido de las esquilas de algún rebaño. La cuestión es que por vez primera fui
consciente de la nieve blanca sobre el lomo de los montes de Urbión.
Me vi en la evocación fabulosa llamando a mamá y señalando con el dedo hacia la montaña con gran determinación y sorpresa, como el grumete que descubre tierra desde cubierta tras meses de singladura. Entonces mamá se agachó hasta mi altura y me dijo, mirando hacia el norte “sí, hijo, son las nieves perpetuas, que significa que están todo el tiempo sobre la montaña."
Asombrado, intentando guardar y proteger para siempre la palabra, y
al mismo tiempo, con expresión espontánea de admiración, absolutamente maravillado,
le respondí abriendo muchos los ojos, vocalizando exageradamente, repitiendo
una y otra vez “¡Perpetuas!”, “¡Nieves perpetuas!”, “¡Perpetuas!.”
Y así es como tuvo lugar el nacimiento de una de las
palabras que hasta ahora, en mi humilde existencia, he sido capaz de dar al
mundo. Cada vez que la pronuncio de nuevo veo el cesto de mimbre de mi abuela
lleno de brotes de manzanilla, y a mamá joven, mucho más joven de lo que soy yo
ahora; de manera que para mi palabra no hay ni condena ni cadena posible, y
tampoco prisión, porque mi memoria es libre, a perpetuidad; donde habitan mis
recuerdos todavía veo las montañas de mi infancia tocadas por una hermosa
cabellera blanca.