Este texto es una traducción al
español de la conferencia que pronuncié el
pasado día 11 de Septiembre ante cerca de 300 personas en la sede de Unió Democràtica de Catalunya. (Todos los derechos reservados)
En nuestra infancia nos enseñan a leer y a escribir,
aunque en realidad, lo que hacemos es algo muy distinto, porque solamente aprendemos
a identificar palabras escritas junto a su significado, o a
garabatear signos gráficos
arbitrarios que, alguna vez, pueden
llegar a contener incluso contenido informativo. Quiero decir que saber
leer y saber escribir no tiene nada que
ver con la competencia mecánica que nos
capacita para decir y caligrafiar mi mamá me mima y que nos vincula al arrogante y dudoso porcentaje de personas
alfabetizadas del país.
De hecho, cuando no somos más que mocosos, nos enseñan
la mayor parte de las habilidades instrumentales con que nos defendemos a lo largo de la vida,
excepto las que valen la pena, las que
aprendemos sin lecciones de nadie, porque
esas son las que realmente nos
interesan, con las que nos vamos a batir el cobre en nuestra madurez, como por ejemplo, hablar, mentir, y
masturbarnos.
Desde Chomsky sabemos que el habla
es una cualidad singular, una gracia innata, instintiva y exclusiva de
los humanos. Los niños no aprenden a hablar de sus padres, y éstos tampoco
enseñarán a sus hijos. Nuestro propio cerebro se encarga de todo. Además, todo niño es capaz de desarrollar
construcciones lingüísticas complejas sin instrucción. Por eso, el habla convierte a algunos en racionales y a otros en irracionales, o ambas cosas, dependiendo del momento, de la afinidad entre
los interlocutores, del grado de enamoramiento o, a menudo, del árbitro.
La cuestión es que nadie nos enseña a hablar, que
aprendemos sin necesidad de profesores y que hasta los padres son
figuras prescindibles, y eso, lejos de admirarme, o de sorprenderme, a
veces me preocupa, porque para lo que
dicen algunos, mejor nos hubiese ido a todos
si hubiesen emitido sonidos por cualquier lugar, valiéndose de cualquier medio, excepto de sus cuerdas
vocales y de sus bocas. Es más, la
aptitud parlante de los humanos ha ocasionado en la Historia más muerte y dolor
que cien mil lanzas, afiladas y
silenciosas, pero no tan mortíferas como el discurso que las lanzó.
Mentir no siempre tiene que ver con el habla. Cuando una
finge un orgasmo solamente tiene que convulsionar mientras gime rítmica, progresiva y escandalosamente, y está
mintiendo. Cuando uno se corre puede estar pensando en la de ayer por la noche
y al mismo tiempo besar apasionada y tiernamente a la santa como si fuese el último beso que
le damos, mientras musitamos su
nombre sin llegar del todo a nombrarla,
apenas un suspiro, un ronroneo grave y viril susurrado al oído. El día que un niño dice “papá,
la tele se ha roto”, papá no
debería enfadarse. En realidad debería llenarse
de orgullo si se detuviese a valorar por un instante que su niño del alma, él solito, ha sido capaz de
utilizar el pronombre reflexivo para mentir, para escaquearse de la responsabilidad de haber estampado la
pelota de golf sobre el cristal líquido
del plasma 3D de 70 pulgadas. Éste es un caso de embuste del habla, sin embargo demuestra
empíricamente la naturaleza innata del talento que atesoramos para
engañar, manipular o reconvertir la verdad. Existen humanos que, sea por las causas que fueren,
han desarrollado, más allá de la pura competencia instrumental, un talento
especial que aúna pericia y gran inteligencia por encima de la media para
leer, mentir y escribir. Son los llamados
escritores. Algunos, incluso, hablan bien.
Pero a mí lo que
realmente me interesa es la que a
partir de hoy llamaremos la tercera destreza innata, como la tercera cultura,
el Tercer Estado o la tercera vía: la masturbación. A follar nos instruyen,
siempre hay alguien dispuesto a aleccionarnos. (Otra cosa muy distinta es copular, meterla, o que te copulen, y ya.
Pero eso no es follar. Eso es como la competencia lectora infantil: analfabetismo sexual
funcional).
Entonces ¿Quién nos enseña a hacernos pajas? ¿Aprendemos
solos? ¿Es la masturbación otra competencia innata, tan importante quizá como el habla? Yo sostengo que sí. Me lo
dicta la experiencia. Sostengo además que la práctica onanista
frecuente y continuada desde
épocas tempranas nos convierte en
racionales o irracionales, tanto o más que la mismísima capacidad de
hablar y que, por añadidura, construye nuestra personalidad y nuestra
identidad, nuestra diferencia y nuestro individualidad ante nuestros semejantes
y ante la ley, del mismo modo que nos delatan y nos constatan nuestras intransferibles huellas dactilares.
La primera vez que yo
escuché la palabra “paja” -con la certeza de que quien la dijo no se refería al
forraje de los rumiantes- se produjo en
mí una extraña curiosidad, mezclada con la intuición de que mis ansias de saber
sobre ese tema debían ser íntimas, propias,
que no las podía compartir con nadie. También surgió, desde muy adentro, una nueva variante de mi vocación experimental, que hasta entonces se limitaba
a la amputación de alas de mosca, de colas de lagartija o a chutar saques de
esquina con mucho efecto para meter goles olímpicos. Noche tras noche, o de día, en la soledad del
lavabo, frotaba mi pene de mil maneras,
sin conseguir más que escozor y
aburrimiento. Intentaba descubrir el modo en que se materializaba de manera efectiva
el gesto ostensible con que los más precoces de la clase reían escandalosos mientras agitaban
el puño, desde la zona de la
bragueta, hacia arriba, y hacia abajo,
una y otra vez. La cosa tenía todos los visos de ser mucho más compleja de lo que yo podía llegar a
imaginar, porque alguno no utilizaba el puño: disponía el dedo índice y el
pulgar como si sostuviese algo al tiempo que agitaba la mano frenéticamente. A
todo esto se sumaba mi ignorancia sobre las consecuencias finales de semejantes
operaciones. Por el modo en que reían y por lo bien que lo pasaban, yo creí que
la finalidad última era, sencillamente,
la diversión y la risa. Desde entonces hasta la primera eyaculación
inducida trascurrieron unas cuantas semanas.
Mi primera paja exitosa nació de una tormenta perfecta, una confluencia de factores
que, a la larga, forjaría un estilo masturbatorio singular, exclusivo, diferenciador; en
definitiva, un estilo tanto de pensamiento
como de obra que, con algunas variantes,
ha ido conformando mi personalidad y mi identidad como
hombre en la Tierra.
Una profesora sentada,
la falda, el triángulo mórbido de
sombras, bragas y piel oscura al fondo de las piernas abiertas, el rastro
del perfume entre las hileras de
pupitres, y esos momentos gravados a
fuego, rememorados insistentemente, durante el patio, durante la comida, durante la cena,
al acostarme, insomne, inquieto, hasta que surge y crece entre el pijama, rígida,
erecta, rampante, y nada parecido,
nunca, nada parecido, y entonces,
amigos, entonces, agitado, desconcertado, necesitaba urgentemente un pañuelo, pero cómo y de qué manera, y cómo
explicar mañana este desastre, la mancha, pero nunca, nadie, en casa dijo
nada. Nadie mostró ni la más mínima señal de alegría, como el día que pronuncié “pa-pá, ma-má”, aunque las pruebas me delataban, lo sabían, ¡ya lo
creo que lo sabían!. Lo supieron hasta el mismo día en que salí de casa para
casarme. Sin embargo, en aquel histórico momento de mi existencia, nadie exclamó “¡El niño ya se ha hecho una
paja! ¡El niño ya se ha hecho una paja!”.
Al poco tiempo ya me
había convertido en todo un experto-
insisto- sin la ayuda de nadie. Lo mismo les ocurrió a mis amigos más
allegados, mis colegas del equipo de
baloncesto. Cada día que teníamos
entreno solíamos intercambiarnos revistas en el vestuario. Habíamos dado un salto
cualitativo, éramos protagonistas del sorpaso en la vida, porque de los cromos
de la Liga española pasamos al “Lib”, al
“Interviu”, o al Penthouse, y a veces, cuando el tío soltero de uno de ellos
viajaba a Andorra, disfrutábamos con el “Hustler”, que era, sin lugar a dudas,
la mejor, la que más próximos y sabrosos detalles ofrecía de la anatomía femenina.
La cuestión es que los doce del equipo habíamos adquirido tal virtuosismo que necesitábamos compartir ideas,
y como por aquellos tiempos no
disponíamos de más Red que la de la
canasta, aprovechábamos el final del entrenamiento, antes de ducharnos, para
experimentar y generar valor añadido con la transferencia de resultados y el intercambio de éxitos, en el camino hacia la sociedad del conocimiento. Nos quedábamos sentados sobre los bancos, en pelota picada; sacábamos las
revistas de la bolsa y cuando el capitán del equipo daba la señal, iniciábamos
una primera ronda. Ganaba el que primero tuviese una erección completa sin
tocarse. Seguir y correrse era opcional. Alguno había que no aguantaba más y
buscaba la intimidad de la ducha para aliviarse. Ése quedaba eliminado. Amenizábamos cada tanda con gritos de aliento y, a veces, coincidíamos todos a coro, “¡arriba! ¡arriba! ¡arriba! Una noche,
poco después de que el capi diese el grito de inicio de la segunda manga, se
abrió de repente la puerta del vestuario y apareció una figura grande, gorda y
sebosa, vestida de negro. Era el Hermano E.
El Hermano E. era un tipo
ambicioso. Todo su porte, sus ademanes y el desdén que mostraba en las clases, indicaban que la
docencia no era su vocación. El Hermano E. había nacido para Obispo. Allí
estaba su eminencia, en el centro de nuestro pasmo viendo cómo, precipitadamente, todos nos echábamos la toalla por encima de la
polla, al tiempo que intentábamos esconder las revistas debajo de la bolsa.
Aquella noche llegué cuando ya no había programación en la televisión. Además de aguantar al bofetón que me arreó mi madre, antes tuve
que someterme durante más de 15 minutos, igual que todos mis compañeros, a un
interrogatorio en tercer grado en el despacho del gordo, motivo por el cual volví tan tarde a casa. A todos nos preguntó
lo mismo. Su curiosidad se centraba, sobre todo, en saber qué
hacíamos todos juntos desnudos, sentados en círculo, medio empalmados. Nadie dijo nada, excepto El Garfio, al que
llamábamos así por su miembro descomunal. El Garfio le dijo al gordo que estábamos repasando, que
teníamos examen y que por lo que había oído por ahí, lo mejor para
aprender era compartir dudas en grupo,
trabajar en equipo, y que memorizar no era bueno porque al final no entendías
nada. El Garfio llegó a su casa pasada la 1 de la madrugada. No jugó un solo
partido hasta pasada la primera vuelta. Su madre le prohibió entrenar a
instancias del Hermano E.
Por lo que respecta al resto del equipo, ya no volvimos a
organizar ninguna otra sesión de wharking group. Cada cual se lo montaba como siempre,
como se ha hecho toda la vida, individualmente,
hasta que las compañeras de clase empezaron a hacernos un poco de caso.
Entonces descubrimos que una mano ajena era mucho mejor que la propia. Por eso
yo, que soy diestro, a veces
experimentaba con la izquierda.
Con el relato de ésta,
mi experiencia, no he
pretendido más que
ilustrar mi teoría de manera empírica. Creo haber dejado claro a
los escépticos, a los jesuitas descreídos y a los conductistas en
general la naturaleza instintiva de
determinadas competencias humanas, quizá
las más importantes. Unos lo haremos peor que otros. Es precisamente en los aspectos cualitativos donde dejo entreabierto
el debate; un debate tamizado por sombras sugerentes, como las del interior de las piernas de aquella profesora de antaño, detonante inolvidable de mis instintos; un debate que deberá caminar, por fuerza, hacia cuestiones relacionadas con el entorno, la formación y todo tipo de condicionantes que ayudan
o impiden desarrollarlas adecuadamente de forma exitosa.
Durán i Lleida,
nuestro líder de siempre, es un ejemplo claro de pajillero precoz. Fue su circunstancia económica y el ecosistema
social en el que se desarrolló lo que le permitió, en algún momento determinado
de su vida ejecutar con decisión y valentía el sorpaso vital particular, para poder
trascender el -nunca bien ponderado- placer de la masturbación y transformarlo así, poco después, en largos y prolongados coitos entre sábanas de
satén, con servicio de habitaciones incluido. Vaya desde aquí nuestra admiración y nuestro homenaje.
Y ya lo dejo. Muchas gracias por su atención. Que tengan
una feliz noche.