Hubo un tiempo, no hace mucho, en que leía la prensa a
diario. Creía que de ese modo estaba al cabo de la historia. Leer el periódico
cada mañana me proporcionaba la certeza de que las cosas sucedían gracias a mi autorización, porque yo las leía, y no
porque en realidad hubiesen sucedido. Debido
a la lectura de noticias de todo
tipo y de artículos de fondo o de
opinión, vivía con el convencimiento de que yo era una de las personas claves
en el desenlace del futuro del país y hasta del devenir de la mismísima
humanidad. De tal manera esto era así que siempre que podía emitía opiniones a
diestro y siniestro; citaba todo tipo de fuentes informativas; narraba con mis
propias palabras los acontecimientos con tal vehemencia y tal seguridad que
cuando así me expresaba ante mis
interlocutores, éstos reculaban,
retrocedían inmediatamente un paso y
permanecían pasmadamente callados. En mi seguridad vanidosa yo percibía en ellos un signo inequívoco de admiración;
estaba convencido de que quienes me escuchaban creían que oían al mismísimo oráculo de Delfos. Sin
embargo la realidad era muy distinta: su estupefacción era el resultado o la expresión espontánea de quienes veían ante sí a un auténtico
energúmeno.
Un buen día, impulsado por el convencimiento de la
influencia que yo era capaz de ejercer sobre el futuro del mundo, decidí dar un paso al frente: ya que lo que leía en los medios de comunicación
impresos no me gustaba, ya que los
designios de la historia se estaban torciendo peligrosamente hacia lugares poco
o nada edificantes, lo que tenía que
hacer era escribir a los diarios de toda España para enderezar el curso de la
historia. De modo que, ni corto ni perezoso, igual que un Balzac frente al
atril, de una manera obsesiva, como si
mi sueldo y mi vida dependiese de ello, me dispuse a redactar un día sí y otro también cartas al director. Unos días escribía
sobre la telebasura, otros sobre el plan
de Bolonia, un par de veces lo hice sobre la guerra del Golfo, alguna que otra
ocasión en contra de las perros y de sus deposiciones, a veces cargaba contra
los gafapastas, y a menudo en contra de los nacionalismos. Para ejemplificar el
sentido de esta actividad frenética en la que me embarqué diré tan solo que llegué a
escribir y enviar cartas furibundas
contra los mismos diarios que pretendían que me las publicasen.
Incluso llegué a firmar alguna
criticando sin ambages a algún redactor en particular y poniendo de vuelta y
media a sus directores, editores y anunciantes.
La cosa es que, poco a poco, de manera progresiva me fui
convirtiendo en un asíduo remitente de las sección de ‘cartas al director’ en
los diarios de corte progresista o
centrista. El País, El Periódico y Público eran mis objetivos. La Vanguardia a
veces, y jamás de los jamases me dirigía al ABC, a La Razón o al Mundo.
Cualquiera con un mínimo de perspicacia habrá concluido que si mi objetivo era
cambiar el mundo, con esta estrategia iba bien errado, porque las decisiones las toman quienes dirigen el segundo grupo. Pero ya se sabe, si estamos convencidos de nuestra misión en la
vida, si nos sentimos ungidos por manos invisibles, todo lo imposible se nos antoja
posible.
Durante esa época de mi vida era inmune frente al desaliento. De cada
veinte cartas que escribía solamente me publicaban una. Aun así yo insistía.
Solamente me sentí realmente decepcionado por una causa muy concreta. ‘Público’
incluía en su sección de participación
de los lectores un apartado titulado “cartas con respuesta” en el que el
escritor Rafael Reig, a la sazón jefe de opinión del diario, contestaba
directamente a una de ellas y
habitualmente lo hacía para poner
a caldo al remitente. Yo enviaba las más incisivas a este medio para provocar a
Reig, pero éste jamás me contestó. Por
eso a veces pienso, en el sosiego y la
tranquilidad de este sanatorio, que mi obsesión
en realidad camuflaba un carácter masoquista sin eclosionar.
La paz con la que hora vivo quizá sea la consecuencia de no
recordar cual fue la razón, pero sí el motivo, de la última carta al director que
escribí. Esta frase, que en apariencia es contradictoria, tiene todo su sentido.
Hace aproximadamente 5 años el periodista Muntadar al-Zeidi lanzó sus zapatos a
George W.Busch como signo de desprecio
en el transcurso de una rueda de prensa que se desarrollaba en Bagdag. Después de aquel
suceso -que dio la vuelta el mundo- nunca más se supo del periodista. Parece
ser que lo encarcelaron, pero a los pocos meses ya nadie se acordaba de él. A
raíz de este hecho, un año más tarde, envié la siguiente carta, que fue
publicada por dos periódicos nacionales. Recuerdo perfectamente la totalidad de su contenido literal:
“El periodista iraquí
Muntadar al-Zaidi, que arrojó los zapatos al presidente George W. Bush, sigue
encarcelado. El mismo ex presidente George W. Bush descansa plácidamente en su
rancho de Texas. Al ex primer ministro británico Tony Blair le han condecorado
con una de las máximas distinciones del país más democrático del mundo y le han
nombrado embajador especial para Oriente Medio. El ex presidente del Gobierno
español José María Aznar, ferviente católico, viaja por el mundo en loor de
multitud, a 30.000 euros la conferencia, hablando de libertad. Los tres de las
Azores ordenaron acciones de guerra que han ocasionado la muerte de centenares
de miles de personas y el sufrimiento y la pobreza para generaciones de
iraquíes. Pero quien se pudre en la cárcel es un periodista iraquí que utilizó
la palabra y los zapatos para denunciar los crímenes cometidos contra los
suyos. El resultado de la ecuación es pura educación para la ciudadanía: gana y
triunfa quien hace daño. Pierde quien hace el bien y quien actúa conforme a lo
que siempre le han enseñado sus mayores y sus maestros.”
Éste fue uno de los grandes éxitos en mi cruzada particular
en pos de la justicia universal; un
triunfo que no tiene nada que ver con el destino final del periodista iraquí
del que, a día de hoy, se desconoce tanto su situación como su paradero. Sin embargo, hubo alguien a quien la misiva no
le pareció muy conveniente, muy acertada y hasta incluso un tanto fuera de
lugar. Se llama o se llamaba J.A. Blanch.
Seguramente es un nombre apócrifo bajo el que se esconde una persona valiente y
orgullosa de sus principios. El tal Blanch tuvo a bien
escribirme una carta mecanografiada con mayúsculas, al más puro estilo Dashiell
Hammet. Cuando la recibí me pregunté cómo diablos había conseguido los datos de
mi domicilio, y de inmediato caí en la cuenta de que al enviar mi escrito a los
periódicos había incluido en la firma la población donde resido, un lugar no
demasiado grande en donde no es muy difícil dar con mi apellido –un tanto
singular- a través de la guía telefónica.
J.A. Blanch me decía, en mayúsculas, lo siguiente:
VAMOS A VER SENYOR
SETCIENCIES (expresión catalana que viene a significar ‘sabihondo’). ¿ACASO TE CORROE LA ENVIDIA DE
CÓMO VIVEN LOS SEÑORES BUSCH, BLAIR Y AZNAR? ¿NO SE LO HAN GANADO? DUERME
TRANQUILO Y NO TE OBSESIONES TANTO CON EL TEMA DE LAS AZORES.
SE TE NOTA SER UN
TIPO MUY MANIPULADO AL QUE LOS IZQUIERDOSOS HABITUALES LE HAN LAVADO EL POCO
CEREBRO QUE TE QUEDABA.
EL PERIODISTA (A CUALQUIER COSA LA [sic] LLAMAN PERIODISTA),
BIEN ESTÁ DONDE DEBE ESTAR. ALLÍ DEBERÍA PUDRIRSE POR LA OFENSA Y FALTA DE
RESPECTO [sic] A UN DIGNATARIO DE UN
PAÍS SOBERANO Y DEMOCRÁTICO.
LOS DE SIEMPRE, LA ETERNA Y DESFASADA GAUCHE OS ACOGEIS AL CLAVO ARDIENDO PARA
DEMOSTRAR EL PIÉ [sic] QUE CALZAIS Y JUSTIFICAR LO INJUSTIFICABLE.
ATACAIS POR SISTEMA A QUIENES NO COMPARTEN VUESTRA
IDEOLOGÍA, LIBERTAD DE EXPRESIÓN, DEMOCRACIA, ATAQUES A CATALUÑA Y ALGUNAS CHORRADAS MAS.. AHORA OS
INVENTAIS “LO DEL POBRE PERIODISTA”, MAÑANA ¿QUÉ SERÁ?.
¿Y PARA ESTA BURRADA PIERDES EL TIEMPO ENVIANDO CARTAS
DEMAGÓGICAS Y VOMITIVAS A LA PRENSA?. SE NOTA QUE NO TIENES NADA MÁS QUE HACER
EN LA VIDA. MEJOR TE DEDICARAS A TUS QUEHACERES COTIDIANOS QUE SEGURO LOS
TIENES ABANDONADOS, Y SI LUEGO TE SOBRA
TIEMPO DATE UN PASEO POR EL ZOO MÁS CERCANO, TAL VEZ A LA VISTA DE LOS MONOS SE
TE ACLAREN LAS IDEAS.
HAS MEADO FUERA DE TIESTO, SE TE HA VISTO EL PLUMERO Y HAS
HECHO EL PEOR DE LOS RIDÍCULOS.
TIENES UN GRAVE PROBLEMA, HÁZTELO MIRAR. MIENTRAS TÓMATE UN
VALIUM Y TRANQUILÍZATE, DESCANSARAS [sic] MEJOR, [sic de la coma]
El anónimo del señor Blanch está sellado en Barcelona, el
día 6 de febrero de 2009.
Como es sencillo imaginar, al abrir la carta y leer el contenido
me llevé un susto de muerte. Permanecí sentado durante largos minutos sin poder
reaccionar, pensando en que muy probablemente el siguiente paso sería una paliza cualquier
madrugada de aquellas en el parking donde guardo el coche. Al cabo de un par de
horas me tranquilicé y decidí hacer una cosa: llamar al defensor del lector de
uno de los periódicos que me facilitó mi primer y último triunfo. Después de escucharme pacientemente me dijo que lo sentía de verdad, pero que no
podía hacer nada por mí. Poco más o menos vino a insinuarme que eso me pasaba
por meterme en camisas de once varas y que yo y solamente yo era el responsable
de las consecuencias de mis actos.
De manera que, indefenso, cautivo y
desarmado, presenté mi rendición ante la sucesión de acontecimientos, escondí
la carta entre los lomos de algunos libros y decidí en aquel justo instante no
solamente no escribir jamás una carta a periódico alguno, sino dejar de leerlos
y de comprarlos. Aun así, mi estado de nervios no mejoró. Más bien todo lo contrario.
La neurastenia y la paranoia gobernaban mi vida y a mi familia no le quedó otra opción que
internarme en este bonito lugar. Ayer
mismo me visitaron mis sobrinos. Conocen mi pasión por la lectura y por eso siempre
me traen algún libro de los que tengo en casa. Decidieron que pasaría un buen
rato con el tercer volumen de la famosa trilogía de Stieg Larsson. Hoy, al
abrirlo, he encontrado la carta anónima de J.A.Blanch. Mañana tengo que decirle al doctor
que me siento mucho mejor y que creo que ya estoy curado.