Una de las
grandes tragedias que se pueden
llegar a vivir durante nuestra
existencia es querer a quien no te
quiere. Para sobrellevarla hay varias
opciones. La primera consistiría en
descubrir y recopilar todos y
cada uno de los defectos de la persona amada y repetirlos una y otra vez,
interiormente, como una letanía, a todas
horas, hasta convertirlos en la
categoría que la defina, en la imagen predominante de un ser deleznable con el
que es mejor mantener siempre una prudente distancia de seguridad. De ese modo
se puede llegar a transformar el primer
y primario sentimiento de dolor ante el
rechazo del otro en un repudio visceral
hacia aquel por quien suspirábamos
nuestra miseria, aniquilando así la más mínima probabilidad de retorno al desengaño.
Otro buen
antídoto para curarnos de humillaciones, desprecios y degradaciones del ego
infringidos por quien daríamos la vida se basa en la fórmula clásica de
la evasión hacia otras tierras, en la
búsqueda de otros tactos, en la caricia a otras pieles, o lisa y llanamente en
la voluntad de hacer de nuestra vida
nuestra santa promiscuidad, sin más afectos que los que proporciona el placer,
sin más promesa que la constatación de una noche, sin más amor que el que alberga
un adiós en una despedida cordial.
Esta opción, sin embargo, produce efectos secundarios porque la acumulación de
cadáveres en la inercia de nuestra fuga
puede transformarnos en aquel de quien
huimos. Porque una mañana, tras la última cópula, mientras nos miramos al
espejo despreocupados, podemos llegar a
descubrir con horror frente a nosotros la misma imagen de aquel a
quien amábamos y que no nos quería.
Llorar es otra
alternativa. Llorar, sin más. Llorar en soledad. Llorar y derramar en el llanto
la rabia del ultraje, la incomprensión de nuestro destino, el parangón odioso
de la felicidad de los otros, el enigma de nuestro fracaso y la verificación de
la dicha ajena. Llorar la indiferencia con que el otro ignora y vive
despreocupado ante el sonido de nuestro llanto que quizá se prolongue durante
años, hasta que su voz y su imagen se despeñen
en el fondo rocoso de los abismos de la memoria.
La elección es
difícil. Entre otras cosas porque no somos nosotros quienes seleccionamos el mejor modo de salir adelante cuando quien queremos nos relega al rincón de la
basura. En estos casos la razón suele escurrir el bulto y el dictamen sobre
cómo resolver la cuestión, la solución y el alivio a tanto dolor reside básicamente en el ventrículo más expugnable del corazón.
Sin embargo hay
quienes se obcecan y tiran de estrategia creyendo que lo que les sucede se traduce en una mera cuestión de inteligencia. En este caso, lo
más habitual es traicionarse a uno mismo
intentando cambiar de aspecto, de opiniones, de aficiones, de gustos y hasta de barrio.
Quienes optan por este incierto y tortuoso
camino llegan a la conclusión de que el
motivo por el cual ese alguien no les tiene en estima
no es otro que una serie de carencias genéticas que influyen
directamente en su carácter y que han dado lugar al cúmulo de virtudes que
atesora pero que no son del gusto del sujeto objeto de su deseo. En esa lógica,
si alguien es un Dr. Jekill, debe convertirse por siempre en Mr. Hide; si
alguien es Julio Iglesias, deberá transformarse en Iggy Pop; si alguien juega
como Messi, celebrará los goles a lo Ronaldo. Y así.
Esta maniobra a
veces da resultado pero suele derivarse en frágil fantasía que a la postre produce secuelas
incurables, de manera que el gigantesco esfuerzo
psíquico que supone impostar día tras día la propia piel frente al ser amado puede que no genere otra cosa más que
dolor del alma y depresión múltiple; el menoscabo de uno mismo y el quebranto
de la identidad. Si eso sucede, refúgiate en el infierno porque es el único
lugar donde podrás mirarte en un espejo y después seguir con tu vida como si
nada hubiese pasado.
Uno de los
ámbitos de la vida donde se dirimen este tipo de sentimientos de una manera más explícita es la
política, quizás porque la ejercemos personas que hemos sido amadas y menospreciadas al menos una vez en la vida.
Al fin y al cabo la política es
enamoramiento y seducción, la política es flirteo y magnetismo; entusiasmo,
esperanza y confianza; ira, miedo, y rechazo. También necesidad y deseo, expectativa
y desengaño. Por eso quienes la ejercen, o las organizaciones que integran a
quienes la ejercen, están sometidas igual que una pareja de amantes a las leyes
irracionales del corazón; a la lógica de
la sinrazón.
La mayor tragedia
que puede sufrir un partido político
consiste en que aquellos a quienes dice
defender no solo no le voten sino que voten al otro, al partido que, visto desde
su perspectiva, les va a maltratar. No hay mayor drama afectivo en la política,
porque revela que las virtudes, las
palabras, y el color con el que pintamos
el futuro ya no solamente resulta indiferente al colectivo de personas a las que te diriges, sino que
además recibes el tiro de gracia cuando el abrazo de sus votos ciñe la cintura
del enemigo.
Por todo ello me
produce una compasión fraternal ver el puño en alto de los integrantes de la
CUP, su disposición y su arrojo, las apasionadas proclamas revolucionarias, la
denuncia valiente, la honestidad y la
coherencia del discurso, la invitación perseverante al idilio, a la mano tendida, al abrazo
afectuoso con las clases trabajadoras de Cataluña para fundar con ellas y para
ellas la nueva república de la justicia social donde los oprimidos tendrán por
fin su momento protagonista en la historia.
Y siento simpatía
y conmiseración hacia ellos porque aquellos que no les quieren -los trabajadores de Cataluña, los desarrapados, los humildes, los
precarios, los que no tienen voz- regalan su corazón a otro que se acerca a ellos solamente cuando hay
elecciones; regalan su futuro y su cuerpo a quien les desprecia, nadie sabe por
qué misteriosas razones: Porque les gusta más, porque es más guapo, porque viste mejor,
porque su voz es más melódica, porque tiene aspecto de persona decente; quizá
porque viene de otros lugares, del lugar donde dejaron sus casas, su familia,
su tierra, su cuna, la cuna de sus padres y de sus hermanos.
Aun así, los
hombres y mujeres de la CUP siguen con el puño en alto, bien apretado, perseverando, insistiendo y
reclamando el voto y el afecto a
quienes no les quieren, a quienes dicen
defender, a quienes fueron
desarraigados, despreciados, desdeñados, vilipendiados, explotados por tipos que se expresan engolados y altivos con la misma lengua y que se arropan con la misma bandera que los cupaires
hablan y enarbolan; por tipos que cantan el mismo himno nacional, mano alzada,
cara al sol, con el pulgar escondido en la palma de la mano, sin que sus compatriotas
revolucionarios respondan a ese canto -ya para siempre capitalizado por los
poderosos- con la fuerza del himno
internacional de la clase obrera.
Quizá es que los trabajadores y trabajadoras de Cataluña, (el
objeto del deseo de la CUP) prefieren que
les engañen con la lengua que se habla
en el mismo país del que vinieron a que les susurren al oído palabras de amor en otro
idioma; el mismo que hablaba su patrón, el mismo con el que consiguieron
marginarles para que se sintiesen extranjeros
en el andamio y en la fábrica donde se dejaron el pellejo; en la ciudad donde
vivieron; en el colegio donde sus hijos estudiaron. ¿Quién quiere ser extranjero dos veces en la misma tierra?
Aunque es posible
que todo sea mucho más sencillo y debamos asumir que el amor (y la política) son así, y no haya nada que hacer; solamente dejar
pasar la vida hasta que, llegado el día, cuando menos lo esperemos, aparezca aquel con el que sintamos la necesidad recíproca de compartir el resto de nuestros días.