Fue justo el día
de la vuelta al trabajo después de las fiestas de navidad. Hacía un frío de mil
demonios. Como de costumbre, lo primero que hice después de fichar fue entrar
al bar a tomar un café. Con el primer
sorbo saqué del bolsillo el paquete de Ducados y me llevé uno a la boca. Cuando
me disponía a encenderlo la camarera me advirtió que no podía.
Había entrado en vigor la ley del tabaco y a partir de entonces estaba prohibido fumar en todo tipo de establecimientos públicos. De manera que
apuré la taza, salí a la calle y
contemplé con placer, elevándose sobre el aire
helado, el humo del primer cigarrilo del día que exhalaba emulsionado con el aliento blanco de mi cuerpo.
Pero aquella
mañana hacía tanto frío que, en un
arrebato incomprensible, miré fijamente la brasa del Ducados a medio fumar igual que si estuviese mirando a los ojos de
mi peor enemigo y, sin pensarlo dos veces,
lo arrojé al suelo y lo aplasté bajo mi bota. Desde aquel día no lo he vuelto a probar. Han
pasado quince años y sin embargo todavía me sueño fumando.
Lo recuerdo muy
bien. De hecho creo que lo recuerdo cada día. Seguramente, más que un recuerdo es
una añoranza, la nostalgia del fumador, la morriña de observar con cada calada
la viveza encarnada del ascua en el
extremo del cigarrillo; ver como con cada aspiración se consume el papel, crepita en un susurro el tabaco y finalmente el
apoteosis, el humo surgiendo del interior brotando por entre los labios hacia
el cielo, como si el cuerpo de uno fuese en realidad un manantial de deseos blanquecinos y grises
que se diluyen en el aire y se escapan inaprensibles y quedan para siempre disueltos en el mundo igual que los sueños que
mecemos cada noche.
¡Cuántas novelas
no habré escrito por cada paquete de cigarrillos fumado! ¡Cuántos proyectos
desbaratados igual que se dispersa el aliento humano entre la niebla de un invierno! En ocasiones,
dentro de cualquier tugurio, cuando el amanecer estaba ya próximo y no quedaban
botellas que servir ni canciones que escuchar,
solo y sin besos, apoyado en la barra era capaz de dibujar mis personajes según
el modo en como yo exhalaba el humo.
Después, de
vuelta a casa, poco antes del alba, con
el cuerpo estragado por el alcohol y por el tabaco, caminaba parsimonioso sin levantar
la cabeza y encendía uno tras otro deleitándome en mi soledad maldita mientras narraba
mentalmente la historia que nunca
escribiría, porque sus sucesos y las criaturas que los vivían se volatilizaban en remolinos de humo que no iban a parte alguna
donde pudiese recuperarlos.
Ya solo quedaba
dormir y despertar tarde en el mediodía siguiente para buscar nuevamente la
fuerza y la inspiración en otro paquete de cigarrillos que contenía en su exhalación calcinada otros propósitos, otros bocetos, el plan nunca
ejecutado de una creación propia con
vocación de asombrar al mundo.
Y así transcurrían los días, en pos de valor, a la búsqueda del coraje que un día me permitiese acometer la tarea para la cual yo había nacido. Yo no huía de mi destino. Yo buscaba el origen del viento que me orientase para seguir mi rumbo. Hasta que aquella mañana fría de enero, en la terraza inhóspita del bar, murieron mis sueños en humo, porque al poco tiempo no me quedó más remedio que constatar mi cobardía liberada ya de venenos y hábitos.
*Me lo pedía el cuerpo. No he tenido más remedio que escribir este texto después de leer "Carmen Laforet, una mujer en fuga" de Ana Caballé e Israel Rolón, una biografía de la autora que escribió "Nada" .
6 comentarios:
Homenaje a Carmen Laforet o al tabaco?? jajajaja Salud.
Laforet, el tabaco y sus sueños eran inseparables
¡salud!
Se la tiene bastante olvidada a Carmen Laforet, pero yo no la olvido, creo (no, no creo, estoy seguro) que "Nada" fue la primera novela que leí en mi vida, hace trescientos cincuenta años. Entonces me encantó, ahora no sé que ocurriría. Mejor dejarlo así.
Estoy convencido de que si leyeses "Nada" nuevamemente, volvería a zarandearte, como le ocurre a todo aquel que se acerca a ese libro: un prodigio obra de una joven con apenas 22 años. Fue tal el peso de esa obra que, sumado a otra serie de circunstancias personales, le ocasionó bloqueos creativos y emocionales de toda índole, hasta su muerte. Una figura especial, singular,Carmen Laforet. Vale la pena profundizar en su vida de la mano de Ana Caballé e Isarel Rolon.
¡Salud,Juan!
Muchas veces estos textos que pide el cuerpo son los que mejor salen, o los que mas fuerza tienen.
Yo tambien andaba pensando en releer la novela de Laforet. Cuando la lei por primera vez, tiempo atras, no llegue a entrar en ella, pero creo que ahora, con otras lecturas de por medio, es un buen momento.
Saludos.
"Nada" es prodigiosa. Ahora que he leído la historia de la vida de su autora le doy todavía más valor, porque es un libro de una madurez extraordinaria para una jovencita de 22 años, pero sobre todo por lo que tiene de exorcismo con respecto a su propia vida. Eso le propició relevancia eterna, un lugar en el Parnaso y al mismo tiempo la sumió en una inseguridad y un miedo que la atenazaría de por vida, porque constantemente se reprochaba a ella misma la dificultad para inventar ficciones ajenas a su propia experiencia, y ahí era donde tenía su mina argumental y temática, pero... la familia, su marido el Cerezales, los intelectuales, la España castrante que le tocó vivir, algunas amistades demasiado posesivas, y su propio carácter la condicionaron de tal manera que jamás halló lo que buscaba. Después de leer la biografía de Cabellé y Rolón me atrevería a contradecir a sus autores, porque creo que Carmen Laforet no huía, Carmen Laforet buscaba, era, en términos cortacianos, una perseguidora.
Gracias por pasar, Antonio
¡Salud!
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