lunes, 23 de febrero de 2015

Un mes después


“Cuando tú vienes airada,
todo lo pasas de claro
                con tu flecha

Jorge Manrique
 
Se marchitan las rosas; la rosa blanca y la rosa roja que rescaté de las cenizas la tarde de tu partida.
Han agotado el aroma y la seda de sus pétalos.

Ahora  son púrpura y cera; vino añejo y nieve antigua.

Llegué  a casa  ebrio, mordí el tallo para acortarlas y  las introduje en un cilindro de cristal. Me pareció un objeto mágico, el espacio infalible de la vida eterna donde se conservaría  siempre el símbolo del cariño  que recibí de tu existencia.

“¡No quiero perderte!”-grité.
Te  he llorado en lágrimas y día a día  derramo mi duelo en silencio.
A veces busco y ambiciono consuelo invocando recuerdos.  Entonces, con la misma brevedad con que nos castiga la vida,  consigo verte sin verte, apenas unos instantes, regalándome  tras la ventana tu saludo de amor.
Porque creo en la memoria, y en la huella evocadora que se hunde en lo vivido. Me dicen, incluso -seguramente con buena intención- que si te guardo aquí  y consigo conservarte dentro de este espacio de piel que cubre mi  pecho, entonces -me dicen-  no habrás desaparecido.
Por eso estaba convencido -ingenuo discípulo de tu bondad- que las flores fúnebres podrían encarnar tu rostro; tu rostro sonriente tras la ventana de cristal luminosa, despidiéndome cada día que llegaba, y te besaba, y escuchaba tu voz, y me decías sin decirlo ¡Cuánto te quiero, hijo!.

lunes, 16 de febrero de 2015

Jerry y Johnny


Yo vi la lágrima, estoy completamente seguro. Se precipitaba, como todas, hacia la boca, y hacia la tierra. Aunque, en honor a la verdad, cualquiera desmontaría mi testimonio, porque  la luz era tenue, azulada, de ese azul que oscurece; el azul que  aniquila las sombras, entre las que suelen moverse, como si fuese de día, los noctámbulos empedernidos, los melómanos exquisitos, los  snobs de trago largo, y toda la fauna  que frecuenta, al fin, garitos donde se interpreta y se escucha jazz.
En favor de mi credibilidad puedo referir que  yo estaba muy cerca, en primera  fila; tan cerca que casi me salpicaba la saliva de Jerry. Jerry  intentaba, infructuosamente, instantes de música. Jerry se batía denodadamente contra sí mismo por  respirar  alguna  una nota a través de su vieja  trompeta de plata, que absorbía en la atmósfera cerrada la tonalidad cobriza del metal oxidado, la misma que confiere el paso del tiempo a todos los instrumentos de viento.
Queríamos un buen sitio donde poder verle cerca, por eso llegamos tan pronto que pudimos  verlo  sentado sobre los escalones de la entrada, junto al contrabajista y el baterista. Aparentemente relajado, fumaba y levantaba ligeramente la cabeza para exhalar  el humo y mirar -o no mirar- a sus compañeros  a través de sus grandes gafas oscuras, bajo el sombrero plano, camuflando la vejez en su atuendo de siempre, y sin embargo un rostro liso,  de piel infantil, rematado en el mentón por una perilla casi inapreciable  que le otorgaba cierto aire de adolescente avejentado, quizás disfrazado con el  barniz de los años que  se va depositando sobre el rostro  en cada  viaje, en cada concierto y en cada una de las  largas noches  que empezaban justo al finalizar cada actuación.
A medida que nos íbamos acercando atenuamos el paso y el tono de voz, hasta quedarnos en absoluto silencio. A unas decenas de metros de ellos, poco antes de verles, caminábamos y hablábamos animadamente  al respecto de si se congregaría mucho público, de si  hay mucha o poca  gente que conoce la música de Jerry. Nos preguntábamos, por ejemplo, si  tocaría como a nosotros nos gustaba, con ese tono brillante de los grandes músicos latinos que han crecido en los iuesey  y que, aunque proceden de la luminosidad  tropical, no se pueden desprender  de la niebla underground, del  sabor sucio del asfalto neoyorquino.
Justo antes de abrir la puerta  estuvimos a punto de detenernos, y saludarle, y decirle que le admirábamos. Pero finalmente entramos sin hacerlo. Solamente fuimos capaces de pronunciar  un tímido saludo que no obtuvo respuesta. Y ahora me arrepiento, porque creí ver cómo Jerry giraba levemente la cabeza, en un gesto quizá de cierta frustración. Seguramente él  hubiese querido que nos hubiésemos detenido un instante, saludarle con la ilusión de dos admiradores y quizá haberle pedido una fotografía con el teléfono móvil. Al fin y al cabo él era Jerry, el gran trompetista.
Se cumplió nuestro deseo y no solamente no tuvimos problemas para encontrar un buen sitio, sino que  fuimos los primeros en entrar. Por eso pudimos sentarnos en primera fila y gozar de la soledad de un lugar que en poco tiempo se abarrotaría y se llenaría de voces, del sonido del hielo y el cristal de los vasos, de ese rumor flexible que se amolda al espacio como una gran tela de goma, cubriendo  con una especie de  licra los cuerpos del público, convirtiéndonos de esa manera  en una masa, en un solo ser.
Desde nuestro asiento podíamos contemplar  un hermoso cuadro; nos sentíamos privilegiados porque  nadie más disfrutaba de aquella visión: el descanso del contrabajo, recostado sobre el suelo ajedrezado, como un fabuloso animal  estirado que  espera dócil y pacientemente  a su dueño. A su derecha, en un extremo del escenario,  la batería, sencilla,  dormida, en completa oscuridad.
Pero si algo exigió por completo de nuestra atención fue la trompeta de Jerry. Nunca sabremos si alguien la dejó sobre el piano de cola de manera premeditada, si fue algo sencillamente casual o si fue el mismo Jerry quien decidió colocarla sobre la tapa negra. Sea como fuere, el destino, la casualidad o un deliberado sentido escenográfico, la cuestión es que la trompeta yacía junto a  un  globo de luz en forma de luna colocado en el extremo de la curva que forma la cola del piano, de manera que la silueta del instrumento de viento absorbía la claridad cerúlea de la lámpara esférica y la proyectaba muy débilmente hacia a fuera, como si emitiese notas de luz, como si no necesitase más que unos cuantos destellos blancos para producir  rumores de notas  a través del metal plateado que la reflejaba.
Era hermoso y al mismo tiempo conmovedor contemplar aquel efecto de claroscuros, de sombras y resplandores que se proyectaban no solo sobre la trompeta de Jerry, sino sobre los demás instrumentos. Era  como si allí, sobre el piano de cola negro, se dirimiese la vida personificada en el metal, que manifiesta su voluntad de sobrevivir frente a  la muerte oscura; como si en el refulgir plateado expresase el deseo de un  último hálito de vida para declarar la belleza y la constatación de su talento y de su arte. Por eso  creo que, de alguna manera,  Jerry  ya estaba  interpretando su música  antes de subir al escenario, como Johnny Carter, la criatura de Julio Cortázar, cuando le decía a Bruno “esta música la he tocado mañana”.
Saqué mi teléfono móvil  y fotografié aquel  hermoso bodegón de naturalezas muertas  que aguardaban el tacto,  los labios y la sabiduría de tres artistas que  en pocos minutos les conferirían el sentido de su existencia y las transformarían  en seres vivos, en parte integrante de sus cuerpos, como si fuesen apéndices extraordinarios, formas de su anatomía exclusivas y esenciales, ya no unidas o fusionadas, sino gestadas  dentro de su propio ser, igual que una uña, que un cabello, el lunar que adorna un rostro, o una lágrima de tristeza que mana y se precipita.
Poco a poco iba llegando la gente. La primera fila se completó enseguida y paulatinamente todo el aforo del local se abarrotó. Jóvenes y no tan jóvenes; matrimonios maduros; solitarios, melómanos, músicos y aficionados; noctámbulos y frecuentadores; tipos transparentes, serios, indiferentes, jugadores de ajedrez, fumadores de pipa,  algún que otro moderno y media docena de fotógrafos que buscaban  los mejores ángulos desde donde retener o detener el tiempo y la luz, otra vez la luz. Me llamó la atención que ninguno de ellos reparase en la escena que yo acabada de guardar para siempre en el teléfono móvil y en mi memoria.
El rumor de hielo, de cristal y de  licra nos iba envolviendo a  todos. Por fin se encendieron  dos focos encarnados y un tipo gordo, calvo, de escandalosas patillas irlandesas, apareció en el escenario. Descolgó el micrófono, le dio tres golpecitos y poco a poco la sala atendió, expectante. Todavía se escuchaba el tintineo de las copas, y alguna carcajada aislada. Alguien hizo shhh . El gordo guiñó un ojo de agradecimiento. A continuación dio amablemente las buenas noches. Inmediatamente aumentó el tono de voz, impostó el timbre y empezó a hablar como su fuese uno de aquellos  excéntricos presentadores de combates de boxeo . Desde luego no era la primera vez que lo hacía.  Con una maestría propia del más experimentado showman, perfiló brevemente la trayectoria de Jerry y de sus acompañantes en el trío. Las últimas palabras las pronunció en el inglés más americano de que fue capaz, casi cantándolas, como si las columpiase en un balancín, acompañándolas de su brazo  extendido  en dirección al lugar donde en un instante aparecerían los músicos . “From New York, just here, for Spain, ¡Jerry! ¡the great Jerry!
Y todos rompimos a aplaudir.
Allí estaba, apenas separado de nosotros por unos pocos centímetros. Si hubiese querido, sin el menor esfuerzo, le hubiese tocado con mi mano. Javier  puso en pie el contrabajo y Marc se sentó tras la batería. Jerry saludó con un hilo de voz, apenas audible, y a continuación tomó de encima del piano su vieja trompeta plateada. Luces de diferentes colores  iluminaban tenuemente a los músicos, de manera que las siluetas de los tres músicos y su expresión  se transformaron sobre el escenario. Parecían seres irreales, una proyección ilusoria. Por mucho que yo estuviese a menos de un  par de metros de ellos, la realidad que discurría sobre las tablas era lejana, casi ficticia, de un extraño  tono azulado.  Por efecto de la luminotecnia, los músicos habían quedado sumergidos, o secuestrados, en una aureola fantástica, como de fábula.
Jerry se acercó nuevamente al micrófono. Al andar parecía que le costase trabajo. Cada paso le ocasionaba dolor, una leve mueca  de súplica, o de fastidio; el gesto de un pesar crónico,  acentuado por el peso de la responsabilidad, de someterse a la observación inmisericorde de centenares de ojos que más allá de la cortina de luz analizaban e interpretaban con atención todo lo que acontecía a su lado del espectáculo. Incluso encorvaba ligeramente la espalda, como si así evitase los efectos de  una  tortura.
Quizá, por todo ello, y a pesar de los focos, la realidad estaba en su lado, y no del nuestro. Porque estoy seguro de que lo que Jerry veía desde el escenario  eran sombras difusas, siluetas expectantes, sin personalidad  ni expresión;  una masa informe arropada por un gran manto   que había acudido para escuchar su música pero que en ese momento se había convertido al mismo tiempo en jurado y verdugo. Instante después de que Jerry pisase el  escenario, los que allí habíamos acudido ya no éramos su público; éramos su sentencia.
Javier empezó con algunos acordes graves. Le siguió la batería, y al poco, sobre esa ola rítmica, Jerry emitió las tres primeras notas, brillantes, y al mismo tiempo añejas, como si fuese un experimentado bañista, ajado por los años,  que moja sus pies en la arena antes de ofrecer su cuerpo al mar. Después de esa tercera nota, el bajo y la percusión continuaron citando al viento, insistentemente, durante toda la velada. Sin embargo,  un tema tras otro, los labios de Jerry no hallaban encaje en la boquilla. Constantemente abría la válvula y desechaba al suelo  la saliva estéril. Lo intentaba de nuevo, una y otra vez, pero del instrumento solamente surgía un soplido mudo; el sonido sucio del  aire humillado que  apenas rozaba el metal de la embocadura. Ni siquiera las cuerdas graves del contrabajo o  las escobillas rasgando la caja del baterista podían camuflarlo. Jerry entonces dejaba la trompeta sobre el suelo, se sentaba sobre un cajón de ritmos y empezaba a tocar siguiendo los compases que le marcaba Javier, mirando hacia la tierra y  hacia sus manos artríticas que aporreaban certeras la piel, como si reconociese en ellas  la fidelidad y la lealtad que le habían negado los pulmones y los labios. Lo que se había anunciado como un concierto en exclusiva del gran trompetista  de jazz se había convertido en un trío para cajón, contrabajo y batería.
No hay ultraje mayor para un trompetista solista  que tener que sentarse para actuar. Mientras Jerry intentaba  infructuosamente  emitir una sencilla nota de su trompeta, a duras penas se mantenía  en pie. Las piernas parecían no responderle. Doblaba las rodillas y se balanceaba a ambos lados. Por eso, a  cada nuevo fracaso en los fraseos, Jerry se sentaba sobre el cajón y parecía, así, no solo desahogar su impotencia, sino tomar un respiro y descansar todo su ser  maltrecho.
Transcurrida casi media hora del concierto, Javier pulsó  los primeros acordes de una versión de “Bésame mucho”. Jerry se levantó, frotó sus labios, escupió su trompeta, y se dispuso a tocar, y una vez más, no nació ni sonó ni se escuchó otra cosa que el mismo murmullo embarrado, el vacío armónico, un silencio exasperante solamente tiznado  por el ruido que produce el aire inútil cuando surge del  cuerpo y choca contra cualquier cosa. A partir de ese instante, algunas personas del público se levantaron y abandonaron el local. Miré hacia atrás y una mueca entre compasiva, afligida y avergonzada se había instalado en  los rostros de la mayor parte de los que asistíamos aquel triste espectáculo de la degradación física de un ser humano, del final, en vivo y en directo de un gran artista.
Nuevamente me acordé de Johnny Carter, el saxofonista de “El Perseguidor”. “Cualquiera puede ser como Johnny, siempre que acepte ser un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento”, decía Bruno. Durante unos breves momentos cerré los ojos ( o miré hacia el suelo cerrando los ojos), y recordé  a  Johnny  intentando tocar la canción del Leopardo. Por eso, cuando miré hacia el escenario y escuché a Jerry corrompiendo  una nota por enésima vez,  me pareció que gritaba el lamento de Johnny:  ¡Yo no soy nada más que un pobre caballo amarillo, y nadie, nadie, limpiará las lágrimas de mis ojos !”.
Sin embargo,  las lágrimas no fluyeron de los ojos de Jerry. La lágrima surgió de los ojos de Javier, que seguía y seguía pulsando las cuerdas, sin descanso, porque había que dar un concierto, y había que arropar al maestro, y había que amarle, y quererle, y protegerle, y defenderle,  y no dejarle solo  en la última actuación. Toda una vida rompiendo con  su arte y su talento ese manto  invisible que envuelve los escenarios de medio mundo.  Así es. Yo vi la lágrima. Se precipitaba como todas, hacia la boca y hacia la tierra, por mucho que fuese  una lágrima de profunda tristeza, una lágrima de músico, de muerte y  nostalgia.

Nosotros decidimos quedarnos hasta el final. De vuelta a casa no nos dijimos nada. Ni siquiera conectamos la radio en el coche. Dormí inquieto, sumido en una extraña desolación. Quizás fue porque en aquella madrugada de octubre encontré fría la cama, o por los rumores quebrados, más allá de la ventana, que producían las ramas secas de los árboles.
Fotos: El Pobrecito Hablador del Siglo XXI

lunes, 9 de febrero de 2015

Innovación

La semana pasada asistí a una jornada protagonizada por la innovación. Un centro tecnlógico catalán reunió a los alcaldes y alcaldesas de 5 poblaciones que han merecido una prestigiosa etiqueta ministerial con la que se les distingue por su labor en pro del perfeccionamiento y la mejora dentro de sus municipios. 

Los alcaldes y alcaldesas, a su vez, se hicieron acompañar de cinco empresas, con las que ejemplificaban y provaban su merecida mención. En total participaron  25 empresarios innovadores junto a 5 alcaldes ejemplares, dinamizados por una conocida presentadora de televisión, rubia, guapa e inteligente.

La cosa no tuvo desperdicio. Hubo innovación para parar un tren. Un empresario joven, elegantemente vestido, peinado como Aznar en sus buenos tiempos,  salió a la palestra y dijo que no estaba casado (c a s a d o ) porque cada día dormía con su idea, porque era lo que realmente le ponía, aunque, eso sí,  "mi empresa es mismamente [sic] como una mujer, porque hay que controlarla mucho, pero  no se deja dominar".

A mi lado se  habían sentado dos mujeres jóvenes muy bien vestidas, con traje  caro,  pero mal calzadas. Me acordé del bueno de Hannibal Lecter cuando recibe la primera visita de la meritoria Clarice Starling  en lo más oscuro de la cárcel del estado.

Las dos ejecutivas estuvieron riéndole gracia al empresario durantes unos minutos. Incluso vi en las pantallas de sus tabletas cómo twiteaban el chascarrillo.

Después de algunas intervenciones más, le llegó el turno a un empresario que hablaba con un ostensible e identificable acento argentino. Era ya veterano. Lucía un simpático y característico  bigote de morsa rubio y  aunque representaba a una gran multinacional de aceites lubricantes, su estilo era desenfadado, sin corbata, aderezado de americana de pana y camisa a cuadros. El viejo gaucho tomó la palabra y se escusó por no poder hablar catalán. "El catalán es como mi mujer: la amo, la adoro, pero no la domino". 

Mis dos compañeras de butaca no pudieron contener las carcajadas. Ahora se doblaban literalmente, una y otra vez, sobre el asiento, como si alguien les hubiese atado una goma a la cabeza y tirase de ella. La carcajada, por otra parte, fue generalizada, igual que la que se produjo a continuación del requiebro anterior que pronunció el joven emprendedor.

Después de explicar su proyecto innovador con un seductor acento porteño, el viejo empresario argentino confesó al auditorio que mantenía una enconada lucha con el alcalde de la localidad donde se ubicaba la compañía,  porque necesitaban unas hectáreas más para poder hacer realidad su sueño. Sin embargo, el Ayuntamiento en cuestión se resistía a recalificarlas y a cedérselas. El alcalde, presente en el escenario, sonrió con la llamada sonrisa del teleférico, que no es otra que la que esbozan los pasajeros que viajan en él  mientras el habitáculo se  descuelga de los cables con intención de precipitarse hacia el vacío.

Algunas intervenciones más dieron por concluída la primera parte del programa. Sin duda, por lo que pude escuchar en los corros que se formaron en la sala contigua a la que salimos a relajarnos, el emprendedor argentino y el joven talentoso catalán  fueron  los triunfadores de la mañana. Entre cafés, dulces y zumos, no se habló de otra cosa, es decir, de mujeres, esposas, innovación y control.