Yo vi la lágrima, estoy completamente seguro. Se precipitaba, como todas, hacia la boca, y hacia
la tierra. Aunque, en honor a la verdad, cualquiera desmontaría mi testimonio,
porque la luz era tenue, azulada, de ese
azul que oscurece; el azul que aniquila
las sombras, entre las que suelen moverse, como si fuese de día, los
noctámbulos empedernidos, los melómanos exquisitos, los snobs de trago largo, y toda la fauna que frecuenta, al fin, garitos donde se
interpreta y se escucha jazz.
En favor de mi
credibilidad puedo referir que yo estaba
muy cerca, en primera fila; tan cerca
que casi me salpicaba la saliva de Jerry. Jerry
intentaba, infructuosamente, instantes de música. Jerry se batía
denodadamente contra sí mismo por respirar
alguna una nota a través de su
vieja trompeta de plata, que absorbía en
la atmósfera cerrada la tonalidad cobriza del metal oxidado, la misma que
confiere el paso del tiempo a todos los instrumentos de viento.
Queríamos un buen sitio
donde poder verle cerca, por eso llegamos tan pronto que pudimos verlo sentado
sobre los escalones de la entrada, junto
al contrabajista y el baterista. Aparentemente relajado, fumaba y levantaba
ligeramente la cabeza para exhalar el
humo y mirar -o no mirar- a sus compañeros a través de sus grandes gafas oscuras, bajo el
sombrero plano, camuflando la vejez en su atuendo de siempre, y sin embargo un
rostro liso, de piel infantil, rematado
en el mentón por una perilla casi inapreciable
que le otorgaba cierto aire de adolescente avejentado, quizás disfrazado
con el barniz de los años que se va depositando sobre el rostro en cada
viaje, en cada concierto y en cada una de las largas noches que empezaban justo al finalizar cada
actuación.
A medida que nos íbamos
acercando atenuamos el paso y el tono de voz, hasta quedarnos en absoluto
silencio. A unas decenas de metros de ellos, poco antes de verles, caminábamos
y hablábamos animadamente al respecto de
si se congregaría mucho público, de si hay
mucha o poca gente que conoce la música
de Jerry. Nos preguntábamos, por ejemplo, si tocaría como a nosotros nos gustaba, con ese
tono brillante de los grandes músicos latinos que han crecido en los iuesey
y que, aunque proceden de la luminosidad tropical, no se pueden desprender de la niebla underground, del sabor sucio del asfalto neoyorquino.
Justo antes de abrir la
puerta estuvimos a punto de detenernos,
y saludarle, y decirle que le admirábamos. Pero finalmente entramos sin hacerlo.
Solamente fuimos capaces de pronunciar un tímido saludo que no obtuvo respuesta. Y
ahora me arrepiento, porque creí ver cómo Jerry giraba levemente la cabeza, en
un gesto quizá de cierta frustración. Seguramente él hubiese querido que nos hubiésemos detenido
un instante, saludarle con la ilusión de dos admiradores y quizá haberle pedido
una fotografía con el teléfono móvil. Al fin y al cabo él era Jerry, el gran
trompetista.
Se cumplió nuestro deseo
y no solamente no tuvimos problemas para encontrar un buen sitio, sino que fuimos los primeros en entrar. Por eso
pudimos sentarnos en primera fila y gozar de la soledad de un lugar que en poco
tiempo se abarrotaría y se llenaría de voces, del sonido del hielo y el cristal
de los vasos, de ese rumor flexible que se amolda al espacio como una gran tela
de goma, cubriendo con una especie
de licra los cuerpos del público, convirtiéndonos
de esa manera en una masa, en un solo
ser.
Desde nuestro asiento
podíamos contemplar un hermoso cuadro;
nos sentíamos privilegiados porque nadie
más disfrutaba de aquella visión: el descanso del contrabajo, recostado sobre
el suelo ajedrezado, como un fabuloso animal
estirado que espera dócil y pacientemente
a su dueño. A su derecha, en un extremo
del escenario, la batería, sencilla, dormida, en completa oscuridad.
Pero si algo exigió por
completo de nuestra atención fue la trompeta de Jerry. Nunca sabremos si
alguien la dejó sobre el piano de cola de manera premeditada, si fue algo
sencillamente casual o si fue el mismo Jerry quien decidió colocarla sobre la
tapa negra. Sea como fuere, el destino, la casualidad o un deliberado sentido
escenográfico, la cuestión es que la trompeta yacía junto a un
globo de luz en forma de luna colocado en el extremo de la curva que forma
la cola del piano, de manera que la silueta del instrumento de viento absorbía
la claridad cerúlea de la lámpara esférica y la proyectaba muy débilmente hacia
a fuera, como si emitiese notas de luz, como si no necesitase más que unos
cuantos destellos blancos para producir rumores de notas a través del metal plateado que la reflejaba.
Era hermoso y al mismo
tiempo conmovedor contemplar aquel efecto de claroscuros, de sombras y
resplandores que se proyectaban no solo sobre la trompeta de Jerry, sino sobre
los demás instrumentos. Era como si
allí, sobre el piano de cola negro, se dirimiese la vida personificada en el
metal, que manifiesta su voluntad de sobrevivir frente a la muerte oscura; como si en el refulgir
plateado expresase el deseo de un último
hálito de vida para declarar la belleza y la constatación de su talento y de su
arte. Por eso creo que, de alguna
manera, Jerry ya estaba
interpretando su música antes de subir
al escenario, como Johnny Carter, la criatura de Julio Cortázar, cuando le decía
a Bruno “esta música la he tocado mañana”.
Saqué mi teléfono móvil y fotografié aquel hermoso bodegón de naturalezas muertas que aguardaban el tacto, los labios y la sabiduría de tres artistas
que en pocos minutos les conferirían el
sentido de su existencia y las transformarían
en seres vivos, en parte integrante de sus cuerpos, como si fuesen apéndices
extraordinarios, formas de su anatomía exclusivas y esenciales, ya no unidas o
fusionadas, sino gestadas dentro de su
propio ser, igual que una uña, que un cabello, el lunar que adorna un rostro, o
una lágrima de tristeza que mana y se precipita.
Poco a poco iba llegando
la gente. La primera fila se completó enseguida y paulatinamente todo el aforo
del local se abarrotó. Jóvenes y no tan jóvenes; matrimonios maduros;
solitarios, melómanos, músicos y aficionados; noctámbulos y frecuentadores;
tipos transparentes, serios, indiferentes, jugadores de ajedrez, fumadores de
pipa, algún que otro moderno y media
docena de fotógrafos que buscaban los
mejores ángulos desde donde retener o detener el tiempo y la luz, otra vez la
luz. Me llamó la atención que ninguno de ellos reparase en la escena que yo
acabada de guardar para siempre en el teléfono móvil y en mi memoria.
El rumor de hielo, de cristal y de licra nos iba envolviendo a todos. Por fin se encendieron dos focos encarnados y un tipo gordo, calvo,
de escandalosas patillas irlandesas, apareció en el escenario. Descolgó el micrófono,
le dio tres golpecitos y poco a poco la sala atendió, expectante. Todavía se escuchaba el tintineo de las copas, y alguna carcajada
aislada. Alguien hizo shhh . El gordo guiñó un ojo de agradecimiento. A
continuación dio amablemente las buenas noches. Inmediatamente aumentó el tono de voz, impostó el timbre y empezó a hablar como su
fuese uno de aquellos excéntricos presentadores
de combates de boxeo . Desde luego no era la primera vez que lo hacía. Con una maestría propia del más experimentado
showman, perfiló brevemente la trayectoria de Jerry y de sus acompañantes en el
trío. Las últimas palabras las pronunció en el inglés más americano de que fue
capaz, casi cantándolas, como si las columpiase en un balancín, acompañándolas
de su brazo extendido en dirección al lugar donde en un instante
aparecerían los músicos . “From New York, just here, for Spain, ¡Jerry! ¡the great Jerry!
Y todos rompimos a aplaudir.
Allí estaba, apenas
separado de nosotros por unos pocos centímetros. Si hubiese querido, sin el
menor esfuerzo, le hubiese tocado con mi mano. Javier puso en pie el contrabajo y Marc se sentó
tras la batería. Jerry saludó con un hilo de voz, apenas audible, y a
continuación tomó de encima del piano su vieja trompeta plateada. Luces de
diferentes colores iluminaban tenuemente
a los músicos, de manera que las siluetas de los tres músicos y su
expresión se transformaron sobre el
escenario. Parecían seres irreales, una proyección ilusoria. Por mucho que yo estuviese
a menos de un par de metros de ellos, la
realidad que discurría sobre las tablas era lejana, casi ficticia, de un
extraño tono azulado. Por efecto de la luminotecnia, los músicos
habían quedado sumergidos, o secuestrados, en una aureola fantástica, como de
fábula.
Jerry se acercó
nuevamente al micrófono. Al andar parecía que le costase trabajo. Cada paso le
ocasionaba dolor, una leve mueca de
súplica, o de fastidio; el gesto de un pesar crónico, acentuado por el peso de la responsabilidad,
de someterse a la observación inmisericorde de centenares de ojos que más allá
de la cortina de luz analizaban e interpretaban con atención todo lo que
acontecía a su lado del espectáculo. Incluso encorvaba ligeramente la espalda,
como si así evitase los efectos de
una tortura.
Quizá, por todo ello, y a
pesar de los focos, la realidad estaba en su lado, y no del nuestro. Porque
estoy seguro de que lo que Jerry veía desde el escenario eran sombras difusas, siluetas expectantes,
sin personalidad ni expresión; una masa informe arropada por un gran manto que
había acudido para escuchar su música pero que en ese momento se había
convertido al mismo tiempo en jurado y verdugo. Instante después de que Jerry
pisase el escenario, los que allí
habíamos acudido ya no éramos su público; éramos su sentencia.
Javier empezó con algunos
acordes graves. Le siguió la batería, y al poco, sobre esa ola rítmica, Jerry emitió
las tres primeras notas, brillantes, y al mismo tiempo añejas, como si fuese un
experimentado bañista, ajado por los años, que moja sus pies en la arena antes de ofrecer su cuerpo
al mar. Después de esa tercera nota, el bajo y la percusión continuaron citando
al viento, insistentemente, durante toda la velada. Sin embargo, un tema tras otro, los labios de Jerry no
hallaban encaje en la boquilla. Constantemente abría la válvula y desechaba al
suelo la saliva estéril. Lo intentaba de
nuevo, una y otra vez, pero del instrumento solamente surgía un soplido mudo; el
sonido sucio del aire humillado que apenas rozaba el metal de la embocadura. Ni
siquiera las cuerdas graves del contrabajo o las escobillas rasgando la caja del baterista
podían camuflarlo. Jerry entonces dejaba la trompeta sobre el suelo, se sentaba
sobre un cajón de ritmos y empezaba a tocar siguiendo los compases que le
marcaba Javier, mirando hacia la tierra y
hacia sus manos artríticas que aporreaban certeras la piel, como si
reconociese en ellas la fidelidad y la
lealtad que le habían negado los pulmones y los labios. Lo que se había
anunciado como un concierto en exclusiva del gran trompetista de jazz se había convertido en un trío para
cajón, contrabajo y batería.
No hay ultraje mayor para
un trompetista solista que tener que
sentarse para actuar. Mientras Jerry intentaba
infructuosamente emitir una
sencilla nota de su trompeta, a duras penas se mantenía en pie. Las piernas parecían no responderle.
Doblaba las rodillas y se balanceaba a ambos lados. Por eso, a cada nuevo fracaso en los fraseos, Jerry se
sentaba sobre el cajón y parecía, así, no solo desahogar su impotencia, sino tomar
un respiro y descansar todo su ser
maltrecho.
Transcurrida casi media
hora del concierto, Javier pulsó los
primeros acordes de una versión de “Bésame mucho”. Jerry se levantó, frotó sus labios, escupió
su trompeta, y se dispuso a tocar, y una vez más, no nació ni sonó ni se
escuchó otra cosa que el mismo murmullo embarrado, el vacío armónico, un
silencio exasperante solamente tiznado
por el ruido que produce el aire inútil cuando surge del cuerpo y choca contra cualquier cosa. A
partir de ese instante, algunas personas del público se levantaron y
abandonaron el local. Miré hacia atrás y una mueca entre compasiva, afligida y
avergonzada se había instalado en los
rostros de la mayor parte de los que asistíamos aquel triste espectáculo de la
degradación física de un ser humano, del final, en vivo y en directo de un gran
artista.
Nuevamente me acordé de
Johnny Carter, el saxofonista de “El Perseguidor”. “Cualquiera puede ser como
Johnny, siempre que acepte ser un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad
y lleno de poesía y de talento”, decía Bruno. Durante unos breves momentos cerré los ojos (
o miré hacia el suelo cerrando los ojos), y recordé a Johnny
intentando tocar la canción del Leopardo.
Por eso, cuando miré hacia el escenario y escuché a Jerry corrompiendo una nota por enésima vez, me pareció que gritaba el lamento de Johnny: “¡Yo no soy nada más que un pobre caballo
amarillo, y nadie, nadie, limpiará las lágrimas de mis ojos !”.
Sin embargo, las lágrimas no fluyeron de los ojos de Jerry.
La lágrima surgió de los ojos de Javier, que seguía y seguía pulsando las
cuerdas, sin descanso, porque había que dar un concierto, y había que arropar
al maestro, y había que amarle, y quererle, y protegerle, y defenderle, y no dejarle solo en la última actuación. Toda una vida
rompiendo con su arte y su talento ese manto
invisible que envuelve los escenarios de
medio mundo. Así es. Yo vi la lágrima. Se
precipitaba como todas, hacia la boca y hacia la tierra, por mucho que fuese una lágrima de profunda tristeza, una lágrima
de músico, de muerte y nostalgia.
Nosotros decidimos quedarnos hasta el final. De vuelta a casa no nos dijimos nada. Ni siquiera conectamos la radio en el coche. Dormí inquieto, sumido en una extraña desolación. Quizás fue porque en aquella madrugada de octubre encontré fría la cama, o por los rumores quebrados, más allá de la ventana, que producían las ramas secas de los árboles.
Fotos: El Pobrecito Hablador del Siglo XXI