Quien entrena a un
equipo es, esencialmente, un tirano, por mucho que en esta
época boba se les llame líderes. Un entrenador se ha
dedicado desde el principio de los tiempos a impartir órdenes según su particular
y personal criterio. Puede rodearse de todos los asesores que quiera, pedir
consejos, someterse a presiones, pero
tal y como canta el mejicano del corrido, finalmente, su palabra es la ley.
Los que hemos practicado algún deporte de equipo aprendemos, antes de los primeros fundamentos, la obediencia ciega al Míster. En aras de la permanencia en el equipo o de garantizarnos minutos de juego, es necesario asimilar lo antes posible que uno no participa de una democracia, porque él es el mandamás de la finca, y el que no esté de acuerdo, cincuenta flexiones, diez vueltas, y a la ducha…Y, por supuesto, el domingo a chupar banquillo.
De ahí que los entrenadores de cualquier categoría sufran durante el dique seco de la inactividad porque, una vez finalizada la temporada o la sesión de entrenamiento, se incorporan como corderitos a la vida cotidiana y no les queda más remedio que asumir dócilmente en el ámbito civil su vulgar condición de mortales. Entonces añoran esos momentos fabulosos en los que una palmada suya es recibida por su ejército como un discurso del General Patton. Es el llamado síndrome Berlusconi, que se hizo amueblar y decorar en su propia casa una reproducción exacta de la habitación del consejo de ministros después de ser desalojado del gobierno, para así poder llamar a sus más fieles colaboradores, una vez a la semana, y ordenarles, como si continuase siendo el presidente, las tareas que a él le viniese en gana.
Vivimos tiempos de fascio. Y no es una boutade, o una hipérbole demagógica. Vivimos tiempos en los que la filosofía y la literatura desaparecen del sistema educativo; en los que los alcaldes revolucionarios, o bien condecoran a la escayola que representa a la Santísima Virgen, o bien asisten a procesiones de Semana Santa. Vivimos tiempos en los que los políticos protagonizan programas de telebasura y pseudoperiodistas escriben columnas de opinión como si fueran prescriptores sociales. Vivimos tiempos en los que el pueblo enfervorecido se quita el pan de la boca por expresar su devoción in situ a defraudadores fiscales, cuyo mérito es su gran agilidad y rendimiento físico. Tiempos en los que la máxima expresión cultural a la que aspiramos es un castillo humano, un correfoc, un curso de sevillanas, una paella popular y, en el mejor de los casos, el cantante triunfito de moda.
Por eso, a nadie le puede extrañar que el gobierno de la Generalitat de Catalunya y sus asesores publicitarios hayan escogido a Josep Guardiola como portavoz para presentar al mundo, a bombo y platillo, la voluntad inequívoca de llevar adelante determinados planes que, más allá de lo que pensemos sobre ellos, son, sin lugar a dudas, planes históricos, porque las futuras generaciones tendrán que lidiar con las fechas y los nombres que hoy leemos a diario en los periódicos, si es que todavía existe la asignatura de Historia.
Y es que, obviando las contradicciones evidentes que buena parte de la caverna mediática está utilizando con el fin de desacreditar políticamente el acto y la elección de tan insigne personaje como rapsoda nacional (las vinculaciones con Qatar y los Emiratos Árabes, conocidos paladines de la democracia, o la venta de su rostro para convencer al respetable sobre la benevolencia del Banc de Sabadell, que se niega a devolver la cláusula suelo), más allá de estas incoherencias palmarias -decía- la elección de Josep Guardiola como celebridad notable con ascendente ético y moral sobre la población no es más que otra señal incontestable y alarmante del estado fascioso en el que vivimos. Es el equivalente al nombramiento del caballo Incitatus como senador romano.
Porque ¿Quién es Josep Guardiola? ¿El tipo que nos exige que madruguemos cuando él no sabe cómo suena un despertador? ¿Quién se cree que es Guardiola? ¿Campeón de Europa? ¿Campeón de Liga? ¿Bachiller por el Institut de La Masia? ¿El descubridor de Busquets y Pedro? ¿Dónde ha perdido este tipo su humildad? ¿A qué precio la ha vendido? ¿Qué canto de sirena le han susurrado al oído para convencerle de que debía ser él, y no otro, quien protagonizase ese momento histórico? Se me ocurren, a vuela pluma, media docena de nombres que podrían haber ocupado el lugar de nuestro célebre gladiador reconvertido a lanista. Vicenç Villatoro, Salvador Cardús, Xavier Rubert de Ventós y, ¡Vaya!, no eran seis, eran tres. El ámbito independentista está a rebosar de publicistas, cantantes, actores, actrices, deportistas y gacetilleros, pero intelectuales o personas que le den vueltas a la cabeza con cierto rigor, bien poca. Es el signo de los tiempos.
De ahí que la elección de un entrenador para grabar con letras de oro en los libros de Historia uno de los momentos cumbres de la Catalunya moderna y contemporánea les haya parecido a nuestros gobernantes la más idónea y efectiva (o quizás efectista).
Pep es un tipo guapo, pulcro, que sabe idiomas y, sobre todo, muy acostumbrado a ordenar, a decirle a unos cuantos hombres lo que hay que hacer sin que nadie le chiste; a explicar milongas con las que mantener motivados a sus pupilos; a jugar con sus psicologías y con sus momentos anímicos con el objetivo de mantener alta la moral y la fe inquebrantable en sus posibilidades.
El discurso del Míster no tiene desperdicio. Buena parte de él consiste en una breve sucesión de medias verdades, manipulaciones de la realidad y mentiras ya demasiado manidas, bajo las cuales, Convergencia la vieja (la de Gordó) y Convergencia la nueva (también la de Gordó) intentan camuflar su naturaleza mafiosa neoliberal, hermana bastarda del PP.
Por eso acudió a escucharle menos de la mitad del equipo; probablemente debido a tensiones internas de calado, hechos punibles, preguntas incómodas y la revelación de alguna verdad. De manera que el vestuario se ha vuelto imposible, a consecuencia de lo cual la otra mitad lo ha dejado, cansados ya de flexiones, vueltas de castigo y domingos chupando banquillo.
Los que hemos practicado algún deporte de equipo aprendemos, antes de los primeros fundamentos, la obediencia ciega al Míster. En aras de la permanencia en el equipo o de garantizarnos minutos de juego, es necesario asimilar lo antes posible que uno no participa de una democracia, porque él es el mandamás de la finca, y el que no esté de acuerdo, cincuenta flexiones, diez vueltas, y a la ducha…Y, por supuesto, el domingo a chupar banquillo.
De ahí que los entrenadores de cualquier categoría sufran durante el dique seco de la inactividad porque, una vez finalizada la temporada o la sesión de entrenamiento, se incorporan como corderitos a la vida cotidiana y no les queda más remedio que asumir dócilmente en el ámbito civil su vulgar condición de mortales. Entonces añoran esos momentos fabulosos en los que una palmada suya es recibida por su ejército como un discurso del General Patton. Es el llamado síndrome Berlusconi, que se hizo amueblar y decorar en su propia casa una reproducción exacta de la habitación del consejo de ministros después de ser desalojado del gobierno, para así poder llamar a sus más fieles colaboradores, una vez a la semana, y ordenarles, como si continuase siendo el presidente, las tareas que a él le viniese en gana.
Vivimos tiempos de fascio. Y no es una boutade, o una hipérbole demagógica. Vivimos tiempos en los que la filosofía y la literatura desaparecen del sistema educativo; en los que los alcaldes revolucionarios, o bien condecoran a la escayola que representa a la Santísima Virgen, o bien asisten a procesiones de Semana Santa. Vivimos tiempos en los que los políticos protagonizan programas de telebasura y pseudoperiodistas escriben columnas de opinión como si fueran prescriptores sociales. Vivimos tiempos en los que el pueblo enfervorecido se quita el pan de la boca por expresar su devoción in situ a defraudadores fiscales, cuyo mérito es su gran agilidad y rendimiento físico. Tiempos en los que la máxima expresión cultural a la que aspiramos es un castillo humano, un correfoc, un curso de sevillanas, una paella popular y, en el mejor de los casos, el cantante triunfito de moda.
Por eso, a nadie le puede extrañar que el gobierno de la Generalitat de Catalunya y sus asesores publicitarios hayan escogido a Josep Guardiola como portavoz para presentar al mundo, a bombo y platillo, la voluntad inequívoca de llevar adelante determinados planes que, más allá de lo que pensemos sobre ellos, son, sin lugar a dudas, planes históricos, porque las futuras generaciones tendrán que lidiar con las fechas y los nombres que hoy leemos a diario en los periódicos, si es que todavía existe la asignatura de Historia.
Y es que, obviando las contradicciones evidentes que buena parte de la caverna mediática está utilizando con el fin de desacreditar políticamente el acto y la elección de tan insigne personaje como rapsoda nacional (las vinculaciones con Qatar y los Emiratos Árabes, conocidos paladines de la democracia, o la venta de su rostro para convencer al respetable sobre la benevolencia del Banc de Sabadell, que se niega a devolver la cláusula suelo), más allá de estas incoherencias palmarias -decía- la elección de Josep Guardiola como celebridad notable con ascendente ético y moral sobre la población no es más que otra señal incontestable y alarmante del estado fascioso en el que vivimos. Es el equivalente al nombramiento del caballo Incitatus como senador romano.
Porque ¿Quién es Josep Guardiola? ¿El tipo que nos exige que madruguemos cuando él no sabe cómo suena un despertador? ¿Quién se cree que es Guardiola? ¿Campeón de Europa? ¿Campeón de Liga? ¿Bachiller por el Institut de La Masia? ¿El descubridor de Busquets y Pedro? ¿Dónde ha perdido este tipo su humildad? ¿A qué precio la ha vendido? ¿Qué canto de sirena le han susurrado al oído para convencerle de que debía ser él, y no otro, quien protagonizase ese momento histórico? Se me ocurren, a vuela pluma, media docena de nombres que podrían haber ocupado el lugar de nuestro célebre gladiador reconvertido a lanista. Vicenç Villatoro, Salvador Cardús, Xavier Rubert de Ventós y, ¡Vaya!, no eran seis, eran tres. El ámbito independentista está a rebosar de publicistas, cantantes, actores, actrices, deportistas y gacetilleros, pero intelectuales o personas que le den vueltas a la cabeza con cierto rigor, bien poca. Es el signo de los tiempos.
De ahí que la elección de un entrenador para grabar con letras de oro en los libros de Historia uno de los momentos cumbres de la Catalunya moderna y contemporánea les haya parecido a nuestros gobernantes la más idónea y efectiva (o quizás efectista).
Pep es un tipo guapo, pulcro, que sabe idiomas y, sobre todo, muy acostumbrado a ordenar, a decirle a unos cuantos hombres lo que hay que hacer sin que nadie le chiste; a explicar milongas con las que mantener motivados a sus pupilos; a jugar con sus psicologías y con sus momentos anímicos con el objetivo de mantener alta la moral y la fe inquebrantable en sus posibilidades.
El discurso del Míster no tiene desperdicio. Buena parte de él consiste en una breve sucesión de medias verdades, manipulaciones de la realidad y mentiras ya demasiado manidas, bajo las cuales, Convergencia la vieja (la de Gordó) y Convergencia la nueva (también la de Gordó) intentan camuflar su naturaleza mafiosa neoliberal, hermana bastarda del PP.
Por eso acudió a escucharle menos de la mitad del equipo; probablemente debido a tensiones internas de calado, hechos punibles, preguntas incómodas y la revelación de alguna verdad. De manera que el vestuario se ha vuelto imposible, a consecuencia de lo cual la otra mitad lo ha dejado, cansados ya de flexiones, vueltas de castigo y domingos chupando banquillo.