Me gusta poner un disco y de inmediato salir a hacer un recado, a comprar, por ejemplo, el pan para la cena. Es como si en mi ausencia, debida a una sencilla necesidad doméstica, algo esencial y único tuviese lugar en el espacio en el que habito, para lo cual fuese necesaria la soledad, el vacío del alma y del cuerpo entre las paredes en las que discurro mi existencia.
De manera que, mientras intercambio algunas bromas con el panadero, palpo la barra de cuarto, y huelo el recuerdo del calor sobre la masa de harina, en realidad lo que hago es disfrutar de la certidumbre del momento justo en el que están sonando en mi casa, sin mi presencia, sin nadie que los escuche, virtuosos violines agudos frente al sillón vacío ocupado solamente por el olvido, la memoria reciente del hambre, la huella de mis horas sentado y cierto sentido estúpido, raro o loco, de la libertad, del desorden o de la diversión, de un juego en el que ejerzo el papel de un dios extraño un tanto despistado y simple.
El corazón de un gran bosque, la profundidad abisal de los mares, el interior de la cueva más oscura, el centro ardiente del desierto son tan reales como el universo que los cobija, aunque no hayan conocido jamás el aliento de los hombres. Sin embargo disfruto como un chiquillo al saber, mientras doy la tanda en la panadería, que aunque "El Otoño" de Vivaldi está sonando en mi casa, en realidad no es así, porque nadie lo está escuchando. Pero al mismo tiempo sé -y esta es otra gracia del juego- que la música se está colando como agua en la tierra donde viven mis plantas; que se impregna en las cortinas, o resuena entre las páginas de un libro abierto que nadie lee, cuyas páginas por tanto, tampoco existen. Que las notas más agudas se quedan colgadas de los cuadros, y las más graves se depositan suaves, templadas, sobre el suelo, como una nube de humo blanco y espeso, como niebla cálida sobre el río. Y que, seguramente, en el momento más débil de un movimiento calmato, molto tranquillo, cuando la música no es más que un susurro casi inaudible, alguna nota inconsciente, con vocación aventurera, aprovechando el abandono de mi hogar, se deslizará por entre la rendija de alguna ventana mal cerrada y rodará hacia la calle y vivirá unos pocos segundos entre la indiferencia de los transeúntes.
De todos modos, lo mejor de jugar a las ausencias con la música es la vuelta a casa. Puede que al entrar el disco haya acabado. Entonces todo es silencio, un silencio platónico, ideal; el no ruido, el nacimiento de toda soledad, la avalancha de un peso sordo que resuena como la caída de una gran montaña, el golpe unánime de los océanos contra la tierra. De ahí que esta no sea la manera más óptima de finalizar el juego, porque la expectativa de la música se frustra con la estridencia del mutismo y entonces me parece que me adentro en el atrio de un mausoleo. Si este es el caso, me veo obligado a abrir todas las ventanas y dejar que el fragor de la calle se lleve el aire silente. Alguien dirá que queda el recuerdo de la música que sonó, pero no es así, porque la música carece de memoria. Por eso el mejor momento del juego llega cuando al entrar en casa puedo oír todavía a los instrumentos tocando sabios, armónicos, y a todo volumen. Es entonces cuando me parece ser un pequeño dios que detenta el poder de la resurrección, creador de sonoridades, artífice de cadencias, alfarero del ritmo, descubridor de polifonías, porque gracias a mi sola presencia, ese es el instante en el que "El Otoño” vuelve a la vida.
He intentado el mismo juego con la Historia, pero ocurre como con la música, que en ausencia humana no hay recuerdos, ni memoria. Sólo algo ligeramente similar: un minuto de nostalgia, cierta melancolía y algún llanto sentido que no bastan para resucitar un tiempo en el que ya no estaba y que jamás podré convertir en real porque esos son, todos, sentimientos ajenos y mucho me temo que poco sinceros.
Vuelvo mañana