miércoles, 25 de enero de 2012

El mito y la furia (VIII)



(Viene de aquí)

S
in embargo, cuando todavía era un joven despierto, a la búsqueda de emociones y en pos de la revelación de los mitos que me ofrecían una vida prometedora, resultaba ser un especimen no demasiado feo. Pero de eso hace ya tantos años que esta aseveración carece de toda credibilidad; de la autoridad suficiente como para que ni siquiera yo mismo la tenga en consideración, fundamentalmente por dos razones: porque la memoria miente más que habla y porque un cuerpo joven, rebosante de energía, con el futuro por estrenar, es siempre atractivo si se exhibe junto a otro que ronda el medio siglo cuyo presente transcurre entre las arrugas de la piel de su vientre, torpe, lento y tedioso, varado igual que un cetáceo suicida en el recuerdo diario de frustraciones pasadas, en el desaliento de la derrota, sufriendo panza arriba las convulsiones provocadas por la obsesión enfermiza de creer haber sido la víctima de un fabuloso engaño.


Tampoco es que fuese un Adonis. Digamos que la juventud y la ausencia de barba, sumadas a una estatura algo más alta que la media me posicionaba en el mercado prematrimonial dentro de un segmento ventajoso. Además el peso, la anchura de espaldas y un trasero respingón me ayudaban a abrir el abanico de posibilidades para experimentar y vivir holgadamente, sin demasiados agobios ni complejos, los primeros encuentro sexuales, los primeros roces, besos, morreos, chupetones, magreos, revolcones, pajas, bailes, sueños, felaciones y -claro- fracasos, sustos, chascos y frustraciones.


Los días en los que empezaba a parecerme a un hombre estudiaba el célebre BUP en un colegio de los hermanos de La Salle. Aunque siempre había algún hijo de puta (dónde no), aquellos tipos eran bien intencionados. Un día sí y otro también, nos sorprendían en los lavabos, en los vestuarios, o al abrigo de la fachada posterior del colegio, pegados a las tetas de la primera compañera de clase que nos mirase sin intención de pedir los apuntes, tocándonos y magreándonos a discreción, con tal afición, rapidez y fruición que aquellos instantes de placer urgente, de manoseos y lengüetazos inexpertos nos parecían los únicos y los últimos que pudiésemos disfrutar en la vida.


No obstante, además de ser de lo más natural, esos escarceos suponían una especie de curso preparatorio, un programa de prácticas espontáneas, autodidactas, diseñadas por el puro instinto, por el recuerdo de alguna película, o por el consejo de algún colega aventajado, encaminadas a hacer un buen papel en el anhelado y mítico viaje de fin de curso que inexorablemente se hacía durante la última quincena de junio al Arenal de Palma de Mallorca, la Isla de Gomorra nacional para bachilleres vírgenes, el paraíso.


De manera que a la vista del panorama, acuciados por el aroma de nuestros cuerpos, que convertían las aulas en un vertedero hormonal, y ante el desconcierto continuo y diario de los hermanos (poco acostumbrados a torear cursos mixtos), en la primera semana del mes de mayo -el mes de la virgen- decidieron organizar tres cursos intensivos de educación sexual en un alarde de progresía y de osadía sin parangón.


Aunque las clases eran de chicos y chicas, en esos cursos fuimos segregados. Yo creo que lo hicieron así porque nuestros queridos hermanos quizá no hubiesen soportado el pudor al escuchar según qué consejos, qué prácticas o qué avisos en presencia de sus alumnas. Cada una de las tres jornadas de educación sexual que recibimos estaba destinada a un tema: el sexo desde el punto de vista de la religión católica; el uso de los métodos anticonceptivos y, la última de ellas, la que se nos quedó grabada durante mucho tiempo en la memoria, las enfermedades venéreas o de transmisión sexual. Es decir, que nos dijeron que hacerse pajas era desperdiciar el bien que Dios nos dio, una especie de derroche productivo sin fin ni objetivo. (Todos esperábamos que nos dijesen algo sobre quedarnos ciegos, calvos y raquíticos; algo así como que nos iban a salir golondrinos en las axilas, que es lo que se venía diciendo hasta entonces. Pero aquellos tipos ya eran de otra hornada y se limitaron a filosofar sobre la función del sexo como un don divino, como actividad reproductiva con un componente ineludible de compromiso matrimonial for ever and ever.)


También nos enseñaron cómo era un condón, cómo era un diafragma y las instrucciones de colocación. Por supuesto no nos lo enseñaron de verdad. Bastante hacían con mostrarnos ejemplos en una pantalla, a través de diapositivas que se sucedían una tras otra dentro de un carro circular, y que producían un sonido mecánico y acompasado, casi rítmico, de entrada y de salida, gobernado por la voluntad del hermano Juan desde el mando a distancia. Aquel sonido era lo único que se oía en la sala; a veces se mezclaba con algún carraspeo, con alguna risilla tonta, y con la luz amarilla y caliente que surgía de la máquina hacia la sábana blanca igual que el haz inquisidor de la linterna en el cine.


Pero si en algo insistían los ponentes del curso era en la abstinencia y en guardarnos para el matrimonio. Ahora bien, no les faltaba un mínimo sentido común porque, según nos dijeron, lo más importante era que, aun a sabiendas de actuar en contra de los preceptos cristianos, si la debilidad de la carne nos llevaba a la fornicación y de ningún moco podíamos renunciar a un buen polvo, deberíamos hacer lo posible por evitar dar un disgusto a nuestros padres y tirar nuestra vida por la borda a las primeras de cambio. Amén.


Con todo, si algo nos impresionó de verdad del curso intensivo, si algo nos dejó huella, fue la tercera jornada de la programación. Una tras otra, el médico invitado para la causa nos comentaba con voz firme y clara decenas de fotografías que mostraban con todo tipo de detalles los estragos que producían la sífilis, el chancro, los herpes, la gonorrea, los granulomas y hasta las ladillas. Huesos descoyuntados, pollas purulentas, lenguas llagadas, vaginas semipodridas, ingles en carne viva… todo aderezado con un toque cultural porque, entre pústula y pústula, aparecían en pantalla, por ejemplo, los retratos de Colón, Napoleón, Lenin, Nietzsche, Van Gogh, Churchill… el club histórico de la sífilis, una escogida recua de personajes célebres que supuestamente padecieron alguna modalidad de enfermedad venérea . “Si personas de este nivel intelectual cayeron en el error, imaginaos lo que os puede pasar a vosotros, que vais por el mundo medio empanados”, se atrevió a decir el hermano Juan. “Así es”, asintió lacónico el médico.


Ahí quedaba eso, como enseñanza, como recuerdo, un mes antes de embarcar hacia Palma de Mallorca. Todo bien encajado en la sesera, como un equipaje de mano que no era necesario facturar pero equivalente al peso de un gran contenedor. Yo por entonces, ya había leído unas cuantas novelas, y algunos versos, y aunque me masturbaba en el cuarto de baño más que un mandril, tenía idealizado lo que en cuadrilla llamábamos a gritos y entre grandes carcajadas, follar.

Para mi, en la intimidad de mis pensamientos, follar era un hecho trascendente y fundamental en la vida de un hombre; follar en realidad era una mezcla de amor, caricias expertas, piel, y gemidos, un momento tocado por lo místico, un espacio acotado y aislado para la desnudez de la carne y para el placer, íntimo, singular, en el que el universo físico debería de desaparecer; el instante de elevación supremo, de goce sin límites que me transportaría a mí y a la afortunada que yo tuviese a bien elegir, a la frontera última y remota de los sentidos, a la noche inabarcable, a una calidez desconocida, indefinible, sumergida en humedades sedosas, en la que cada vez que ella y yo llegásemos al éxtasis se produciría al mismo tiempo el fin del mundo conocido y el inicio de un mundo nuevo.Yo esperaba eso de la primera vez, y creí que en El Arenal lo encontraría.

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miércoles, 18 de enero de 2012

Un silencio de siglos


Hace unos cuantos meses decidí no participar de la actualidad; me dije a mi mismo que la actualidad que me interesaba era la que pasaba por mi imaginación, por mi cabeza, por las venas de mi sangre y los conductos de mis fluidos.

Mi abuela decía que la cabra tira al monte, que es una manera muy clara y bien concisa de definir el determinismo, esa fatalidad gracias a la cual uno no puede librarse de la tiranía de su naturaleza.

Ayer escuché en directo el momento justo en que el juez Baltasar Garzón se despoja de la toga de magistrado, se levanta del escaño del estrado donde se sientan los letrados, camina unos cuantos metros y se sitúa sobre el banquillo de los acusados.

Cuando el juez se encaminaba hacia su destino, la redactora que narraba por la radio ese momento de ignominia histórica de la justicia dejó de hablar y durante breves instantes se produjo un silencio de siglos que me permitió oír el sonido de los pasos de Baltasar Garzón dirigiéndose hacia el lugar donde se han sentado miles de criminales y algunos inocentes.

Después, el juez que juzga al juez le preguntó su nombre, le preguntó la edad y le ordenó que se sentase. A continuación, uno de los abogados que ha asesorado durante los años de la rapiña a los encausados de la trama Gürtel para mejor robar, esconder, blanquear, y evadir el producto de su botín, inició el interrogatorio en representación de la acusación particular con preguntas dirigidas al hombre que le persiguió en nombre de la justicia y del pueblo español.

Y aunque esto que explico ya lo sabe todo el mundo y forma parte de lo más escrito y leído hoy en Internet, no por eso ha dejado de ocurrir. Así es que como la cabra tira al monte, yo no he podido sustraerme al oprobio porque yo también estoy ahí, en ese banco, sentado como un criminal, juzgado por un criminal y encausado por criminales. De manera que me cago en la Justicia, me cago en las leyes, en sus legisladores y en este país que protege al forajido y aniquila a sus garantes.

lunes, 16 de enero de 2012

Miserere hostiae Fraga



Tu carne ya se pudre debajo de la tierra. Tu aportación biológica al ciclo de la vida es un tributo del que no participa tu conciencia, ajeno a tu santa voluntad, que acontece gracias a la terquedad de la vida, a las leyes naturales que organizan el universo y contra las que no puede ni tu soberbia, ni tu maldad, ni tus dictados.

Ni si quiera
podrá evitar que los gusanos descompongan tus vísceras la inteligencia maquiavélica con la que naciste, cuyo ejercicio te rindió cargos, gloria, vanidad y poder para decidir sobre el momento de la muerte ajena, sobre el destino de hombres y mujeres, sobre sus libertades y anhelos de justicia… el ínclito creyente, el cristiano ejemplar, Manuel Fraga Iribarne.

Hoy, la memoria de tus víctimas canta y se regocija porque, por fin, te has muerto y así el mundo es ahora un lugar mejor para sus descendientes.

miércoles, 11 de enero de 2012

El mito y la furia (VII)

(Viene de aquí)

Decidí seguir. Siempre hay que seguir, no queda otra. O sí, porque hay alternativas que generalmente solemos despreciar gracias a la idea pregonada una y mil veces que nos convence de lo valiente y lo honrado que es escoger la opción más difícil. Nos han persuadido de que el esfuerzo nos mejora, nos fortalece, muscula nuestra moral y nos proporciona, más tarde o más temprano, la recompensa redentora. Y entonces, nuestras dudas, las flaquezas, los sinsabores y la piel que hemos ido dejando por el camino fertiliza la tierra y todo cobra sentido porque a la postre resulta que somos mejores. Así, en general, dicho a las bravas: que somos mejores. Creo que la frase-sin el artículo neutro de por medio- se refiere a ser mejores personas, aunque también puede ser, en términos consultores, que se refiriera a ser más profesionales, más competitivos, más productivos, más rentables. Y creo que también podría indicar tener más dinero, lo que en estos tiempos se ha venido en llamar mejorar la calidad de vida, aumentar el poder adquisitivo o permeabilizar a la inversa nuestra posición en la pirámide social.

Sin embargo, pocas veces uno de estos frutos del árbol del sacrificio madura en la misma rama. Yo quise explicárselo a mi hijo, pero no entendió nada. Quiero decir que intenté explicarle que para llegar a ser mejores hay alternativas al sacrificio, al trabajo duro y a la pura, simple y llana honestidad del pobre. Pero no entendió nada.

Mi hijo nació al poco de que yo empezase a estudiar en la universidad. No era el momento adecuado, pero había que seguir, siempre hay que seguir, y más cuando un futuro propio y al mismo tiempo ajeno irrumpe en tu vida, casi sin permiso, y hay que ocuparse de él, a todas horas.

Mi hijo creció, y a la que pudo, se largó de casa. Ahora, a veces, pienso en él, aunque no demasiado, porque me debilita. Pensar en mi hijo, en las causas de nuestro desencuentro, en lo que hice bien ó mal, en lo que dejé de hacer por él, o en lo que él dejó de hacer por mí, me resta la fuerza que ahora necesito.

Desapareció después de dar un portazo y de que yo le dejase las marcas de mis uñas en el cuello. A mí me dejó un bonito recuerdo en el pómulo izquierdo. Me lanzó su puño joven, impetuoso. Yo intenté esquivarlo y al moverme hacia atrás el escarabajo de plata que lucía en el corazón me rasgó la piel de la cara y la sangre de su sangre fluyó por ella. Todavía recuerdo el escozor que sufrí durante semanas. La herida cicatrizó bien pero cuando el sol me da mucho tiempo seguido, emerge hacia la piel desde nuestra intrahistoria, como si fuese el trazo corto, apenas esbozado, del carmín rosado de un pintalabios; una señal leve, transparente, casi imperceptible, nacida del vértice del ojo izquierdo que va a morir en el punto donde se inicia la pendiente del pómulo. Así es como ocurre. Así es como sé que cuando el sol ilumina mi cara durante unos cuantos minutos él se acuerda de mí.

Por supuesto, el suceso me costó el divorcio. No ha nacido todavía el Nerón que desmienta y pueda hacer nada contra el mito de la maternidad. Pero no quiero seguir hablando de mis fracasos como padre. Ya irá saliendo toda la mierda. Cada cosa a su tiempo. Antes de poner en la picota otro mito aparentemente invencible, el de la paternidad, tengo el deber de destrozar algunos más. El deber de confesar, o mejor, de examinar mi conciencia y de hacer públicas unas cuantas mentiras a través de mis decepciones; desmentir, desbaratar los grande mitos que hasta ahora han sustentando mi vida. Ya casi me da igual que esta catarsis sea colectiva, que a ella se sumen otros, o que el riesgo que tomo y la valentía que invierto en poner mis desengaños a secar sirva a mis semejantes. Yo sé lo que tengo que hacer, y lo hago exclusivamente por mí. Estos capítulos, la narración y la descripción de todos y cada uno de los hundimientos que he experimentado es solamente el primer paso, el encofrado sobre el que levantaré el plan para redimirme y tomarme cumplida venganza y preparar meticulosamente todo lo necesario para que nada falle en los días venideros de la furia.

“Riman los sueños y los mitos, con los pasos del hombre sobre la Tierra” escribió León Felipe. “Y más allá y más arriba de la Tierra. Nos lleva una música encendida que hay que aprender a escuchar para moverse sin miedo en las tinieblas y dar a la vida el ritmo luminoso del poema”, sentenció el poeta. Pero ¿Qué hacer cuando llegados a la mitad del camino no hay rima, los sueños se han desmochado y una sombra desvela la mentira del mito asonante?. Que ya no hay música, ni fuego, ni poema, ni sueños. Entonces queda solamente la evidencia mendaz de un futuro empaquetado y enlazado con nuestros colores favoritos, para que no cunda la sospecha y sigamos, porque siempre hay que seguir.

Dicho lo cual, creo que ha llegado la hora de darme a conocer. Que no cunda el pánico. No soy el primero ni seré el último de la historia humana que muestra, disponga o utiliza dos caras. Los ha habido célebres y también anónimos. Millares. Digo esto porque a partir de ahora va a asomar otro registro, otra- digamos- manera de decir o de contar, de explicar, de pensar y de actuar utilizando un grupo semántico un poco más adecuado a lo que está por llegar. Lo cual no significa que renuncie a la calma, a la paz de los sentidos, al sosiego de la memoria adormilada. Una y otra forma nacen de la misma lucidez, de un mismo ser, pero ambas pertenecen a futuros antagónicos.


De modo que aunque este no sea mi nombre, podéis llamarme Adan, un cuarentón avanzado al que le cuelga la grasa a babor y a estribor. A fuerza de mirar a los ojos de la gente para constatar mi propia presencia, de reclamar la reciprocidad reconfortante de una mirada que me redima del paso del tiempo, de los mitos, de la fealdad y de la actualidad, me he llevado demasiadas veces un par de hostias. Qué tontos somos, qué feos y qué tontos somos, coño, y qué viejos nos hemos hecho. No hay nadie que se salve: viejos como momias, más feos que Picio y tontos del culo. Juventud, belleza y futuro han pasado a ser para un servidor un recuerdo vago, difícil de cotejar; un estado lejano en el que ocurrieron sucesos en primicia. Más allá de eso, nadie que se cruce conmigo en la vida con procesos de regeneración celular, constantes vitales entre 12 y 8, coeficiente crítico de inteligencia notable, dos cojones para quejarse y una frecuencia sexual superior a la unidad semanal, posee corporalidad, personalidad, futuro, nombre y presencia sobre la tierra.


Por eso, a estas alturas de la vida, ya he renunciado a navegar contra corriente y asumo mi condición, mi clase y el sentido de esta vida, una sucesión degenerativa de procesos biológicos con fugas de energía que se transforma pero cómo y de qué manera y a dónde va a parar. La vida, como un puto banco cántabro. Ahí tenemos a Indalecio Bot, tan seguro de sí mismo, feo igual que yo, como un pulpo en salsa, pero más viejo, y ¡cómo le miran al pasar!.

La vida de Bot –los íntimos le llaman In- es otra vida. Ya no depende de si tienes cuarenta, o cincuenta, o de si se te descuelga la papada, o no se te pone dura. Porque cuando tienes tu apellido en el diccionario del Word, con todas las letras bien puestas, has llegado a lo más, estás en la cima. Desde allí ves el mundo trajinar su supervivencia; ves a tus congéneres pasarlas putas para superar las pruebas que tú mismo diseñas. Porque eres el amo, y haces y deshaces y aquí no chista ni Dios.

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miércoles, 4 de enero de 2012

Carta a uno de los reyes




Majestad. Soy consciente de que a partir de ahora y para siempre deberé llamarles así, majestades, con la fórmula a la que todo plebeyo está obligado. Sin embargo, en honor a los buenos momentos compartidos, permítanme que sea sincero y les confiese que me sentía más cómodo llamándoles papá y mamá, tal y como me pidió que hiciese el primer día que entré en palacio. Aquella mañana radiante, en hora próxima al mediodía, me acerqué a usted con paso firme, seguro de mí mismo, plenamente consciente de lo que hacía. Su hija me aconsejó que no temiese, que fuese como soy, sin dobleces ni gestos impostados, de manera que al atravesar las puertas de salón caminé confiado media docena de pasos y me planté frente a usted, Señor, y estreché su mano, y C le dijo este es el hombre con el que quiero casarme.

A un paso de su majestad, nos observaba mamá (o mejor, su esposa) con atención mal disimulada. Parecía tranquila, pero un pequeño detalle en el que reparé delataba nerviosismo contenido. Tenía la mano izquierda completamente cerrada. Ese puño excelso aprisionaba o escondía su dedo pulgar pretendiendo concentrar toda la fuerza de autoconvicción con la que poder certificar que lo que en aquel momento estaba teniendo lugar era lo adecuado, lo que más convenía al futuro de su hija y de su familia. Yo, muy dispuesto, siempre erguido y con la dignidad correspondiente a la confianza que me otorgaban, me acerqué a ella decidido, cerré lo justo el ángulo de mi cintura, tomé su mano derecha y la besé levemente. Para ser sincero debo decir que, además de frío, percibí un perfume extraño, antiguo, un olor como de armario vacío o a dentadura postiza.

Espero que esta carta quede en su escritorio y no salga jamás de allí, Majestad, porque nada me apenaría más que su hija y mamá la leyesen. De hecho, preferiría que la destruyese. Si he tomado la decisión de escribirle no es por recordar o por compartir la memoria de esos inicios más que prometedores. Es que ha llegado el momento de la verdad, el momento de ser sinceros. Desde el primer día que me abrieron las puertas de su casa pude comprobar en primera persona que la fama de su hospitalidad y su campechanía no eran bulos difundidos que formaban parte de la campaña permanente de persuasión dirigida a sus súbditos. Por eso, gracias a los consejos y a la complicidad de C y a los signos de confianza y de fraternidad sincera de que fui objeto por parte de toda la familia, en pocos días anduve por su regio hogar como Pedro por su casa, si es que me permite la expresión que tuvo a bien utilizar conmigo el nefasto día en el que llegamos a las manos. Si recuerda, Señor, aquel día me mandó llamar. Yo hacía unas semanas que había llegado de Washington. Necesitaba atar y desatar unos cuantos cabos y mi presencia en la ciudad condal era más que necesaria, imprescindible.

No sé cómo le llegó a usted la noticia, o sí, qué estupidez. Yo estaba en mi casa de Barcelona recuperándome del jet lag y C, que estas cosas del cambio horario las lleva mejor que yo, enviaba en aquel momento unos e-mails a Palma y a Valencia. Quien llamó en nombre de usted fue Rafael. En ese instante yo me estaba acordonando el albornoz y me enjuaga el pelo con la toalla, así que fue ella quien cogió el teléfono. De hecho, entré en el despacho de esa guisa, mojando la moqueta, y enseguida me di cuenta de que la cosa tomaba un rumbo preocupante porque vi en C una palidez extraña, como la que sufren los cleptómanos principiantes a los que sorprenden en el Corte Inglés. Me ha gritado- me dijo-. Rafael me ha gritado y me ha dicho que vayas inmediatamente a palacio. El helicóptero te espera en la terraza del hotel, en el de siempre.

Y en un par de horas ya estaba allí, frente a usted, Señor. No sé si vale la pena que le recuerde también aquel encuentro. No me lo esperaba, la verdad. Su actitud, sus formas, su manera de dirigirse a mi resultó verdaderamente decepcionante. Cogerme de las solapas, zarandearme, llamarme advenedizo de mierda…. Todo, podría haberle aguantado todo. Eso y mucho más: te has paseado por España como Pedro por tu casa, alardeando de algo que no eres. Te dije que no te movieras de los u ese a, imbécil, que plantases allí tu culo y no lo levantases en algunos años, que yo y mamá proveeríamos, que no tendríais que preocuparos por nada, pero que no aparecieseis por aquí en años-añadió usted-. Y yo impasible, me limitaba a aguantar el chaparrón viendo como se manchaba el escudo de su batín con los restos de la espuma de su boca.

Al poco, si hace memoria, se calmó. Rafael le ayudó a sentarse y con un gesto de su mano me indicó que yo hiciese lo propio. Usted quizá no lo recuerde, o quizá sí, aunque sé que lo va a negar, pero a continuación, mientras recuperaba el resuello y se limpiaba la boca con su pañuelo bordado, musitó hay que ser estúpido, tonto del culo, toda una vida haciendo lo mismo y estos no aprenderán nunca, lo quieren todo en cuatro días. Después aumentó el tono de voz y compungido, o aparentemente compungido, me dijo que lo que más le dolía es que hubiese hecho de su hija una golfa. Y ya no pude más, Majestad. Usted lo entenderá, Señor. Todo lo que sé lo he aprendido en su casa, pero si algo se me ha quedado grabado a fuego como un tatuaje sobre el hombro es que lo único que tenemos es el honor. Por eso me levanté y con la apariencia de querer arrodillarme ante su persona para que Rafael no sospechase, me acerqué a usted, levanté el puño de mi brazo lanzador y le propiné el puñetazo cuyo recuerdo ha lucido durante todo este tiempo.

Los tiempos cambian papá, hay que moverse rápido, se lo dice un deportista. Sé que ahora estoy solo, y que me la tiene jurada, pero cuento con fondos más que suficientes para vivir tres vidas, holgadamente, a costa de nuestros súbditos que tanto nos quieren. El otro día una señora decía en la radio que no aguantaba que los políticos roben, pero que a nosotros, con tal de engrandecer el país, nos lo perdonaba todo. Estoy por dejarme atrapar para que me juzguen públicamente, y conmigo a toda tu real casta, y de paso, ponemos a prueba a toda la maquinaria de persuasión que trabaja a tu servicio, pero no les vamos a dar ese gusto, no nos vamos a arriesgar más de lo conveniente, ¿Verdad, papá?. Tus nietos te quieren, eres un abuelito entrañable, tu hija te echa de menos, y yo, bueno, ya sabes, yo soy tu hijo, tu hijo político.

Espero verte pronto, Señor. Será señal de que las aguas empiezan a encauzarse. Y no me guardes rencor, yo así lo hago. A buen seguro, celebraremos las próximas navidades toda la familia unida, de nuevo, como debe ser.

Tuyo afectísimo

PD: Destruye esta carta, por favor. No me gustaría por nada del mundo que mamá leyese lo que pienso al respecto de la colonia que utiliza.