(Viene de aquí)
Sin embargo, cuando todavía era un joven despierto, a la búsqueda de emociones y en pos de la revelación de los mitos que me ofrecían una vida prometedora, resultaba ser un especimen no demasiado feo. Pero de eso hace ya tantos años que esta aseveración carece de toda credibilidad; de la autoridad suficiente como para que ni siquiera yo mismo la tenga en consideración, fundamentalmente por dos razones: porque la memoria miente más que habla y porque un cuerpo joven, rebosante de energía, con el futuro por estrenar, es siempre atractivo si se exhibe junto a otro que ronda el medio siglo cuyo presente transcurre entre las arrugas de la piel de su vientre, torpe, lento y tedioso, varado igual que un cetáceo suicida en el recuerdo diario de frustraciones pasadas, en el desaliento de la derrota, sufriendo panza arriba las convulsiones provocadas por la obsesión enfermiza de creer haber sido la víctima de un fabuloso engaño.
Tampoco es que fuese un Adonis. Digamos que la juventud y la ausencia de barba, sumadas a una estatura algo más alta que la media me posicionaba en el mercado prematrimonial dentro de un segmento ventajoso. Además el peso, la anchura de espaldas y un trasero respingón me ayudaban a abrir el abanico de posibilidades para experimentar y vivir holgadamente, sin demasiados agobios ni complejos, los primeros encuentro sexuales, los primeros roces, besos, morreos, chupetones, magreos, revolcones, pajas, bailes, sueños, felaciones y -claro- fracasos, sustos, chascos y frustraciones.
Los días en los que empezaba a parecerme a un hombre estudiaba el célebre BUP en un colegio de los hermanos de La Salle. Aunque siempre había algún hijo de puta (dónde no), aquellos tipos eran bien intencionados. Un día sí y otro también, nos sorprendían en los lavabos, en los vestuarios, o al abrigo de la fachada posterior del colegio, pegados a las tetas de la primera compañera de clase que nos mirase sin intención de pedir los apuntes, tocándonos y magreándonos a discreción, con tal afición, rapidez y fruición que aquellos instantes de placer urgente, de manoseos y lengüetazos inexpertos nos parecían los únicos y los últimos que pudiésemos disfrutar en la vida.
No obstante, además de ser de lo más natural, esos escarceos suponían una especie de curso preparatorio, un programa de prácticas espontáneas, autodidactas, diseñadas por el puro instinto, por el recuerdo de alguna película, o por el consejo de algún colega aventajado, encaminadas a hacer un buen papel en el anhelado y mítico viaje de fin de curso que inexorablemente se hacía durante la última quincena de junio al Arenal de Palma de Mallorca, la Isla de Gomorra nacional para bachilleres vírgenes, el paraíso.
De manera que a la vista del panorama, acuciados por el aroma de nuestros cuerpos, que convertían las aulas en un vertedero hormonal, y ante el desconcierto continuo y diario de los hermanos (poco acostumbrados a torear cursos mixtos), en la primera semana del mes de mayo -el mes de la virgen- decidieron organizar tres cursos intensivos de educación sexual en un alarde de progresía y de osadía sin parangón.
Aunque las clases eran de chicos y chicas, en esos cursos fuimos segregados. Yo creo que lo hicieron así porque nuestros queridos hermanos quizá no hubiesen soportado el pudor al escuchar según qué consejos, qué prácticas o qué avisos en presencia de sus alumnas. Cada una de las tres jornadas de educación sexual que recibimos estaba destinada a un tema: el sexo desde el punto de vista de la religión católica; el uso de los métodos anticonceptivos y, la última de ellas, la que se nos quedó grabada durante mucho tiempo en la memoria, las enfermedades venéreas o de transmisión sexual. Es decir, que nos dijeron que hacerse pajas era desperdiciar el bien que Dios nos dio, una especie de derroche productivo sin fin ni objetivo. (Todos esperábamos que nos dijesen algo sobre quedarnos ciegos, calvos y raquíticos; algo así como que nos iban a salir golondrinos en las axilas, que es lo que se venía diciendo hasta entonces. Pero aquellos tipos ya eran de otra hornada y se limitaron a filosofar sobre la función del sexo como un don divino, como actividad reproductiva con un componente ineludible de compromiso matrimonial for ever and ever.)
También nos enseñaron cómo era un condón, cómo era un diafragma y las instrucciones de colocación. Por supuesto no nos lo enseñaron de verdad. Bastante hacían con mostrarnos ejemplos en una pantalla, a través de diapositivas que se sucedían una tras otra dentro de un carro circular, y que producían un sonido mecánico y acompasado, casi rítmico, de entrada y de salida, gobernado por la voluntad del hermano Juan desde el mando a distancia. Aquel sonido era lo único que se oía en la sala; a veces se mezclaba con algún carraspeo, con alguna risilla tonta, y con la luz amarilla y caliente que surgía de la máquina hacia la sábana blanca igual que el haz inquisidor de la linterna en el cine.
Pero si en algo insistían los ponentes del curso era en la abstinencia y en guardarnos para el matrimonio. Ahora bien, no les faltaba un mínimo sentido común porque, según nos dijeron, lo más importante era que, aun a sabiendas de actuar en contra de los preceptos cristianos, si la debilidad de la carne nos llevaba a la fornicación y de ningún moco podíamos renunciar a un buen polvo, deberíamos hacer lo posible por evitar dar un disgusto a nuestros padres y tirar nuestra vida por la borda a las primeras de cambio. Amén.
Con todo, si algo nos impresionó de verdad del curso intensivo, si algo nos dejó huella, fue la tercera jornada de la programación. Una tras otra, el médico invitado para la causa nos comentaba con voz firme y clara decenas de fotografías que mostraban con todo tipo de detalles los estragos que producían la sífilis, el chancro, los herpes, la gonorrea, los granulomas y hasta las ladillas. Huesos descoyuntados, pollas purulentas, lenguas llagadas, vaginas semipodridas, ingles en carne viva… todo aderezado con un toque cultural porque, entre pústula y pústula, aparecían en pantalla, por ejemplo, los retratos de Colón, Napoleón, Lenin, Nietzsche, Van Gogh, Churchill… el club histórico de la sífilis, una escogida recua de personajes célebres que supuestamente padecieron alguna modalidad de enfermedad venérea . “Si personas de este nivel intelectual cayeron en el error, imaginaos lo que os puede pasar a vosotros, que vais por el mundo medio empanados”, se atrevió a decir el hermano Juan. “Así es”, asintió lacónico el médico.
Ahí quedaba eso, como enseñanza, como recuerdo, un mes antes de embarcar hacia Palma de Mallorca. Todo bien encajado en la sesera, como un equipaje de mano que no era necesario facturar pero equivalente al peso de un gran contenedor. Yo por entonces, ya había leído unas cuantas novelas, y algunos versos, y aunque me masturbaba en el cuarto de baño más que un mandril, tenía idealizado lo que en cuadrilla llamábamos a gritos y entre grandes carcajadas, follar.
Para mi, en la intimidad de mis pensamientos, follar era un hecho trascendente y fundamental en la vida de un hombre; follar en realidad era una mezcla de amor, caricias expertas, piel, y gemidos, un momento tocado por lo místico, un espacio acotado y aislado para la desnudez de la carne y para el placer, íntimo, singular, en el que el universo físico debería de desaparecer; el instante de elevación supremo, de goce sin límites que me transportaría a mí y a la afortunada que yo tuviese a bien elegir, a la frontera última y remota de los sentidos, a la noche inabarcable, a una calidez desconocida, indefinible, sumergida en humedades sedosas, en la que cada vez que ella y yo llegásemos al éxtasis se produciría al mismo tiempo el fin del mundo conocido y el inicio de un mundo nuevo.Yo esperaba eso de la primera vez, y creí que en El Arenal lo encontraría.
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Sin embargo, cuando todavía era un joven despierto, a la búsqueda de emociones y en pos de la revelación de los mitos que me ofrecían una vida prometedora, resultaba ser un especimen no demasiado feo. Pero de eso hace ya tantos años que esta aseveración carece de toda credibilidad; de la autoridad suficiente como para que ni siquiera yo mismo la tenga en consideración, fundamentalmente por dos razones: porque la memoria miente más que habla y porque un cuerpo joven, rebosante de energía, con el futuro por estrenar, es siempre atractivo si se exhibe junto a otro que ronda el medio siglo cuyo presente transcurre entre las arrugas de la piel de su vientre, torpe, lento y tedioso, varado igual que un cetáceo suicida en el recuerdo diario de frustraciones pasadas, en el desaliento de la derrota, sufriendo panza arriba las convulsiones provocadas por la obsesión enfermiza de creer haber sido la víctima de un fabuloso engaño.
Tampoco es que fuese un Adonis. Digamos que la juventud y la ausencia de barba, sumadas a una estatura algo más alta que la media me posicionaba en el mercado prematrimonial dentro de un segmento ventajoso. Además el peso, la anchura de espaldas y un trasero respingón me ayudaban a abrir el abanico de posibilidades para experimentar y vivir holgadamente, sin demasiados agobios ni complejos, los primeros encuentro sexuales, los primeros roces, besos, morreos, chupetones, magreos, revolcones, pajas, bailes, sueños, felaciones y -claro- fracasos, sustos, chascos y frustraciones.
Los días en los que empezaba a parecerme a un hombre estudiaba el célebre BUP en un colegio de los hermanos de La Salle. Aunque siempre había algún hijo de puta (dónde no), aquellos tipos eran bien intencionados. Un día sí y otro también, nos sorprendían en los lavabos, en los vestuarios, o al abrigo de la fachada posterior del colegio, pegados a las tetas de la primera compañera de clase que nos mirase sin intención de pedir los apuntes, tocándonos y magreándonos a discreción, con tal afición, rapidez y fruición que aquellos instantes de placer urgente, de manoseos y lengüetazos inexpertos nos parecían los únicos y los últimos que pudiésemos disfrutar en la vida.
No obstante, además de ser de lo más natural, esos escarceos suponían una especie de curso preparatorio, un programa de prácticas espontáneas, autodidactas, diseñadas por el puro instinto, por el recuerdo de alguna película, o por el consejo de algún colega aventajado, encaminadas a hacer un buen papel en el anhelado y mítico viaje de fin de curso que inexorablemente se hacía durante la última quincena de junio al Arenal de Palma de Mallorca, la Isla de Gomorra nacional para bachilleres vírgenes, el paraíso.
De manera que a la vista del panorama, acuciados por el aroma de nuestros cuerpos, que convertían las aulas en un vertedero hormonal, y ante el desconcierto continuo y diario de los hermanos (poco acostumbrados a torear cursos mixtos), en la primera semana del mes de mayo -el mes de la virgen- decidieron organizar tres cursos intensivos de educación sexual en un alarde de progresía y de osadía sin parangón.
Aunque las clases eran de chicos y chicas, en esos cursos fuimos segregados. Yo creo que lo hicieron así porque nuestros queridos hermanos quizá no hubiesen soportado el pudor al escuchar según qué consejos, qué prácticas o qué avisos en presencia de sus alumnas. Cada una de las tres jornadas de educación sexual que recibimos estaba destinada a un tema: el sexo desde el punto de vista de la religión católica; el uso de los métodos anticonceptivos y, la última de ellas, la que se nos quedó grabada durante mucho tiempo en la memoria, las enfermedades venéreas o de transmisión sexual. Es decir, que nos dijeron que hacerse pajas era desperdiciar el bien que Dios nos dio, una especie de derroche productivo sin fin ni objetivo. (Todos esperábamos que nos dijesen algo sobre quedarnos ciegos, calvos y raquíticos; algo así como que nos iban a salir golondrinos en las axilas, que es lo que se venía diciendo hasta entonces. Pero aquellos tipos ya eran de otra hornada y se limitaron a filosofar sobre la función del sexo como un don divino, como actividad reproductiva con un componente ineludible de compromiso matrimonial for ever and ever.)
También nos enseñaron cómo era un condón, cómo era un diafragma y las instrucciones de colocación. Por supuesto no nos lo enseñaron de verdad. Bastante hacían con mostrarnos ejemplos en una pantalla, a través de diapositivas que se sucedían una tras otra dentro de un carro circular, y que producían un sonido mecánico y acompasado, casi rítmico, de entrada y de salida, gobernado por la voluntad del hermano Juan desde el mando a distancia. Aquel sonido era lo único que se oía en la sala; a veces se mezclaba con algún carraspeo, con alguna risilla tonta, y con la luz amarilla y caliente que surgía de la máquina hacia la sábana blanca igual que el haz inquisidor de la linterna en el cine.
Pero si en algo insistían los ponentes del curso era en la abstinencia y en guardarnos para el matrimonio. Ahora bien, no les faltaba un mínimo sentido común porque, según nos dijeron, lo más importante era que, aun a sabiendas de actuar en contra de los preceptos cristianos, si la debilidad de la carne nos llevaba a la fornicación y de ningún moco podíamos renunciar a un buen polvo, deberíamos hacer lo posible por evitar dar un disgusto a nuestros padres y tirar nuestra vida por la borda a las primeras de cambio. Amén.
Con todo, si algo nos impresionó de verdad del curso intensivo, si algo nos dejó huella, fue la tercera jornada de la programación. Una tras otra, el médico invitado para la causa nos comentaba con voz firme y clara decenas de fotografías que mostraban con todo tipo de detalles los estragos que producían la sífilis, el chancro, los herpes, la gonorrea, los granulomas y hasta las ladillas. Huesos descoyuntados, pollas purulentas, lenguas llagadas, vaginas semipodridas, ingles en carne viva… todo aderezado con un toque cultural porque, entre pústula y pústula, aparecían en pantalla, por ejemplo, los retratos de Colón, Napoleón, Lenin, Nietzsche, Van Gogh, Churchill… el club histórico de la sífilis, una escogida recua de personajes célebres que supuestamente padecieron alguna modalidad de enfermedad venérea . “Si personas de este nivel intelectual cayeron en el error, imaginaos lo que os puede pasar a vosotros, que vais por el mundo medio empanados”, se atrevió a decir el hermano Juan. “Así es”, asintió lacónico el médico.
Ahí quedaba eso, como enseñanza, como recuerdo, un mes antes de embarcar hacia Palma de Mallorca. Todo bien encajado en la sesera, como un equipaje de mano que no era necesario facturar pero equivalente al peso de un gran contenedor. Yo por entonces, ya había leído unas cuantas novelas, y algunos versos, y aunque me masturbaba en el cuarto de baño más que un mandril, tenía idealizado lo que en cuadrilla llamábamos a gritos y entre grandes carcajadas, follar.
Para mi, en la intimidad de mis pensamientos, follar era un hecho trascendente y fundamental en la vida de un hombre; follar en realidad era una mezcla de amor, caricias expertas, piel, y gemidos, un momento tocado por lo místico, un espacio acotado y aislado para la desnudez de la carne y para el placer, íntimo, singular, en el que el universo físico debería de desaparecer; el instante de elevación supremo, de goce sin límites que me transportaría a mí y a la afortunada que yo tuviese a bien elegir, a la frontera última y remota de los sentidos, a la noche inabarcable, a una calidez desconocida, indefinible, sumergida en humedades sedosas, en la que cada vez que ella y yo llegásemos al éxtasis se produciría al mismo tiempo el fin del mundo conocido y el inicio de un mundo nuevo.Yo esperaba eso de la primera vez, y creí que en El Arenal lo encontraría.
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